CULTURA
Posestructuralista

Filosofía en 3 minutos: Jacques Derrida

Filósofo francés de origen argelino, promotor del término "deconstrucción", hoy propagado en los medios de comunicación y en el habla popular.

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Jacques Derrida (El-Biar, Argelia francesa, 1930 - París, 2004). | Agencia Telam

Como es público y notorio, el término “deconstrucción” se ha propagado en las dos últimas décadas en los más diversos campos de la cultura occidental –y más allá de ella– hasta ingresar, triunfante, en los medios de comunicación y en el habla popular. Pocas veces una palabra difundida por la filosofía ha obtenido tanta adhesión y se ha usado para tantos fines distintos. La palabra existía como un raro fósil de la lengua francesa antes que Jacques Derrida (1930-2004) la empleara para denominar la tarea filosófica que realizaba y así distinguirla de la Destruktion de Heidegger anunciada en un muy citado parágrafo de Ser y tiempo. Derrida descubre  déconstruction en el diccionario Littré, donde significa trastornar la construcción de una frase y desmontar las piezas de una máquina. De hecho, en gran medida ha llegado a significar toda clase de significados, una especie de significante vacío que se somete a cualquier significado que se le quiera dar. Al modo de aquel personaje de Carrol,  Humpty-Dumpty, que decía que una palabra significaba lo que él quería que significase. 

Por otra parte, la responsabilidad de esta profusión de significados de la palabra “deconstrucción” –lo cual no quiere decir que no tenga ninguno– no se debe sólo a la irresponsabilidad de los medios de comunicación o a los Humpty-Dumpty del habla popular. Derrida durante mucho tiempo se ha mostrado poco dispuesto a responder claramente cuando se le ha preguntado al respecto y, para colmo, lo ha definido de varias maneras según los momentos de la deriva de su propio pensamiento. Al principio de su obra, además, no tiene mucha importancia y usa el término pocas veces. En cualquier caso, siempre negó que fuera un método, una técnica, una disciplina, una forma de análisis de textos, una doctrina o una filosofía. Según Derrida, y dicho esto con demora, es más bien –sin que se agote en ello– una “estrategia sin finalidad” de desmontaje de la metafísica occidental, como dice en su cautelosa tesis doctoral presentada en 1980 en Harvard, a los cincuenta años, cuando gracias la Galilée y otras editoriales la deconstrucción ya había avanzado lo suficiente como para intranquilizar (o fastidiar) a buena parte de la filosofía académica francesa.

Derrida nació en El Biar, un pequeño municipio de Argelia, en una familia judía sefardí a la que se le había concedido la nacionalidad francesa en 1870. Estudiando en Argel sufrió las leyes racistas del régimen pro-nazi de Vichy, debido a su condición de judío. Se trasladó a París en 1949 e ingresó en la École Nórmale Supérieure en 1952, donde se hizo amigo de Louis Althusser y asistió a los cursos de psicología experimental de Michel Foucault. Luego de licenciarse en letras en La Sorbona, obtuvo un diploma de estudios superiores en filosofía. En 1956 consiguió una beca para estudiar en la Universidad de Harvard, pero desde 1957 a 1959 debió cumplir con el servicio militar en plena guerra de Argelia, durante la que se mostró en desacuerdo con el colonialismo francés. De regreso enseñó en el instituto Montesquieu de Le Mans y trabajó como asistente en la Facultad de Letras de la Universidad de París. En 1962, Derrida publicó su traducción a El origen de la geometría de Husserl, antecedida por una extensísima y sólida introducción. 

A causa de la publicación de este libro comienzan las colaboraciones de Derrida en numerosas publicaciones y su intensa actividad como conferencista hasta el final de su vida. La primera conferencia la dio en París, en el Collège Philosophique, sobre la Historia de la locura de Foucault, luego publicada. En perspectiva, resulta muy importante su participación en el coloquio de la Universidad Johns Hopkins de Baltimore en octubre de 1966, ya que en su ponencia (“La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas”), también publicada después, Derrida expone el programa que llevará adelante en los años siguientes. Es decir, el rechazo de toda fundamentación por medio del concepto de origen y a la filosofía de la presencia –en una decidida filiación con la crítica heideggeriana de la metafísica– a favor de la emancipación de los signos de cualquier centro y, de modo especial, del humanismo. Con ello la suerte de Derrida ya estaba echada. En 1967 publicó tres decisivos libros que desafiaban el status quo de la tradición de la filosofía occidental: La voz y el fenómeno, De la gramatología y La escritura y la diferencia, donde recopila sus artículos y conferencias. 

En La voz y el fenómeno, que trata acerca del signo lingüístico en la fenomenología de Husserl, lo que más tarde se llamará la deconstrucción derridiana cuestiona que la forma lógico-gramatical sea lo fundamental del lenguaje y que el significado dado por la conciencia preexista al signo, en cuanto que aquello que este signifique es efecto del juego entre los signos, de acuerdo con el estructuralismo. A partir de allí, Derrida examina el concepto fenomenológico de la existencia de una relación innata entre el logos (la palabra, la razón como atributo de la conciencia en cuanto presencia para sí) y la foné (la voz, el oírse hablar y decir de la conciencia), de tal modo que la conciencia ya no sería una entidad pura –axioma de la fenomenología– porque se establece a través de la voz como forma de auto-referencia o auto-confirmación. Es así que la voz se funde con la presencia consigo misma de la conciencia y muestra que ella como tal depende de la fonación y, a su vez, la escritura de esta.  

Simplificando mucho, De la gramatología gira en torno de la gramé (el signo escrito), la huella y la escritura, no sin discutir la etnología estructuralista de Lévi-Strauss, a quien acusa de etnocentrismo en la medida que la cultura occidental justamente es fonocentrista y logocentrista, como se desprende de La voz y el fenómeno. El término “logocentrismo” define la preeminencia conferida al logos (palabra y razón) por sobre la escritura, dicho de otro modo, el predominio del significado ideal sobre el significante escrito basado en la supuesta contigüidad del logos y el significado en el interior de la conciencia. Con “fonocentrismo”, igualmente, se designa la incondicional proximidad de la voz con la idealidad de la significación en cuanto la verdad consiste en la presencia inseparable de la voz consigo misma y, en consecuencia, la escritura fonética como la expresión de la verdad y el logos. Ahora bien, como el significado ideal requiere de la gramé y la escritura como mediación cultural, se sigue que no existe la autonomía y la intencionalidad pura de la conciencia. 

Simplificando todavía más, La escritura y la diferencia presenta una selección de textos sobre varios autores (Freud, Artaud, Heidegger, Husserl, etc.) cuyo principal carácter es el cuestionamiento de la subordinación del signo escrito al logos de un significado anterior y exterior, por medio del cual se borran las huellas sobre las que el significado se apoya. Derrida explora los desplazamientos de la escritura para emanciparse de la captura del logos de la significación, es decir, los lapsus, las ambigüedades, las ambivalencias, los cabos sueltos, lo indecible que la recorre y la inerva. La “estrategia sin finalidad” derridiana opera sobre el concepto del signo de Saussure. En este sentido, el juego de diferencias privadas de significado permite articular un significado, ya que una palabra está compuesta por letras diferentes que no significan nada, si bien sostienen el significado que tiene la palabra. Lo único que identifica a una letra es que no es ninguna de las otras y el lugar que ocupa entre ellas. Esta diferencia y su juego mismo –y aquí yace uno de los núcleos de la deconstrucción–  es irrepresentable para la conciencia. Se entiende que Derrida,  a partir de esto, introduzca el signo en la instancia del inconsciente; mejor dicho, la repetibilidad del signo a través de los escritos de Freud sobre la repetición. 

En 1972 volvió a publicar tres libros: Posiciones (recopilación de entrevistas en revistas especializadas), La diseminación y Márgenes de la filosofía (conferencias y artículos). Los dos últimos son los más destacados. Con ellos se completan las premisas de la deconstrucción, entre ellas la noción de archi-escritura como condición de posibilidad indefinidamente reiterable de toda inscripción, marca o escritura, bajo la cual, por decir así, se incluyen todos los signos lingüísticos o no, el logos y la escritura, la foné y la gramé. La particularidad de la archi-escritura es que no es exactamente un concepto sino (dice Derrida) un “indecidible”. Se opone, como su reverso, al signo escrito como una huella del fonético y remite a una serie de huellas de lo real, de huellas de huellas de un pasado que escapa a la memoria, a un tejido de diferencias, una archi-huella de una presencia ausente, siempre diferida. Por esto la archi-escritura no coincide consigo misma, difiere de sí como la marca o el conjunto de marcas dejada por un origen del sentido sin origen último o primero. La archi-escritura es ella misma una archi-huella, en otras palabras, una espacialización del tiempo y temporalización del espacio. 

Otro indecidible poderoso lo configura el de différance, un cuasi-concepto que incluye el diferenciarse –la diferencia– y el diferir o diferimiento –las palabras nunca pueden significar enteramente lo que significan sin nuevas palabras de las que difieren–, una “diferancia” (traducción posible al español) que reemplaza  la segunda “e” del término francés différence por “a”. Esta modificación es rigurosamente tipográfica, impronunciable, de manera que sólo se diferencia différance de différence por medio de la escritura, lo cual cuestiona la contigüidad de la voz y la conciencia al dislocar el significado y diferirlo sin fin y sin finalidad alguna. En cierto sentido, en la différance se resume la operatividad de la deconstrucción del logofonocentrismo (o, con relación al psicoanálisis, del logofalocentrismo) debido a que trastoca el principio de identidad y la oposición del tiempo y el espacio introduciendo la disimilitud, la alteridad, la divergencia, el retraso, lo incalculable. Esto explica el interés por las periferias y márgenes del texto, las notas al pie, los apéndices, los prefacios, las inscripciones y marcas  impronunciables como los paréntesis, las comillas, los puntos suspensivos, que da lugar a otro indecidible: el parergon que se ocupa de los accesorios, los detalles, los ornamentos. 

Después de 1972, Derrida publicó numerosos libros (su obra asciende a más de ochenta) y se multiplicaron sus viajes a Estados Unidos, donde dio clases y conferencias (principalmente en la Universidad Johns Hopkins, la Universidad Yale y la Universidad de Nueva York), mientras la deconstrucción prosperaba en su recepción y difusión. En 1983 fundó el Colegio Internacional de Filosofía, una institución que se propuso como la antípoda del academicismo filosófico. En 1984 lo habilitaron como director de estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, en la cual trabajó el resto de su vida, luego del infructuoso esfuerzo para ingresar al prestigioso Collège de France. En la época de la publicación de Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional (1993), ya estaba claro que la deconstrucción no era sólo una escritura de la escritura, una descomposición de los sistemas metafísicos, una antihermenéutica que descentraba el logofonocentrismo, una desestructuración de las estructuras del estructuralismo, una máquina de producir aporías sino algo más y más inquietante que comprometía a la totalidad político-institucional del saber occidental.  

Aunque se podrían citar varios textos de Derrida al respecto, la conferencia pronunciada ante filósofos y juristas en octubre de 1989 en la Cardozo Law School de Nueva York, “La deconstrucción y la posibilidad de la justicia” –publicada por Galilée en 1994 con el título Fuerza de ley–, vale como un ejemplo que no tiene desperdicio. Luego de varios rodeos, que no cesaran a lo largo de la conferencia, Derrida dice que la deconstrucción solo en apariencia no plantea el tema de la justicia y da algunos ejemplos de textos suyos “deconstruccionistas” (sobre Levinas, Hegel, Freud, Nelson Mandela) que lo tratan, además de otros que lo abordan oblicuamente al referirse a la doble afirmación, al don más allá del intercambio y la distribución, a lo indecidible, lo inconmensurable, lo incalculable, la singularidad, la diferencia, la heterogeneidad, la aporía. Más todavía. Derrida afirma que la deconstrucción no ha hecho más que afrontar el problema de la justicia, pero de modo oblicuo, porque ella –lo incalculable e infinitamente otro, la singularidad de lo otro– no es tematizable ni objetivable ni deconstruible. Aún más: la deconstrucción es la justicia.  

De ahí que el derecho, por supuesto, que no es la justicia, sea deconstruible, tanto porque está fundado o construido sobre capas de textos interpretables y transformables (la historia del derecho) como porque su último fundamento no está fundado. El origen de la autoridad del derecho y la posición de la ley se apoyan en ellos mismos, en una violencia sin fundamento, aun cuando supone convenciones y condiciones previas. Lo que no significa que sean ilegales o legales, justos o injustos en esa instancia fundadora. Esto es, el derecho no estaría simplemente al servicio de intereses económicos o políticos que existen fuera de él. La justificación misma del derecho y la decisión de “hacer la ley” consisten en un golpe de fuerza, en una violencia performativa –un speech act– que ningún derecho previo podría avalar o revocar. A este poder violento y realizativo Derrida lo denomina, en un espléndido momento de la deconstrucción, “el fundamento místico de la autoridad”.

 

*Doctor en filosofía, escritor y periodista
Borges y el anillo del ser (Editorial Verbum) es su último libro
@riosrubenh
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