Es bueno que la gente muera. El, por ejemplo, habría celebrado este comienzo. Era tan viejo –catorce años mayor que yo– y seguía ahí, establecido entre lo más vivo de nuestra literatura. No pasaban tres años sin que nos brindara un nuevo libro y cada uno tan joven y tan nuevo y original como su clásico de 1955. Desde ese libro siguió escribiendo sin plagiarse ni seguir otra moda que la que él mismo impuso a la poesía. Para plagiar y repetirlo estábamos nosotros, los estigmatizados por su impronta.
En aquel Saboteador arrepentido estaba todo y aparecía gritado con mayúsculas, entre signos de exclamación: “¡YO NO SOY TECNICO YO NO SOY TECNICO! Habla, dí tu palabra y si eres poeta, ‘eso’ será poesía. Que lo que digas sea el pulso de la vida antes que un elemento de la música.” Aquella poesía de los 50 recogía la voz de aquel que estaba “detrás/ lanzando/ y arrojando otro y otro/ cómo/ no hacerlo entonces/ en medio de un país/ podrido por la injusticia.” Armado de una poesía sin utopías (“su izquierda es mi derecha”, decía burlón), pero libre de toda buena voluntad, fue el primer y el último poeta del peronismo: tal vez el único, a pesar de su devoción por Marechal.
Su peronismo no fue nunca una política de Estado ni un proyecto electoral. No era el peronismo de la “columna vertebral” que eligió su general sino el del artista desclasado que elegía su desplazamiento como el refugio de una verdad a la que nunca habría de renunciar. En nombre de esa verdad, pintó su propia muerte en Mirad hacia Domsaar , animándola con su alter ego el moribundo Pijg, piloto de una camilla casi catafalco, que recorre la ciudad cargada de monitores que registran hasta el sin cansancio los signos vitales.
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