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Galería de moribundos

“Molloy”, “Malone muere” y “El innombrable”, tres novelas de Vque sientan las bases de una manera de escribir pulverizando tramas, acopiando fragmentos de una figura que nunca termina de completarse. A la polifonía y los relatos corales, propios del género novelístico, el escritor irlandés les asestó el tiro de gracia, siguiendo la estela joyceana. Beckett encerró a sus personajes entre las rejas de monólogos enroscados e interminables, inolvidables.

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Samuel Beckett (1906-1989). | cedoc

En un encomiable esfuerzo editorial, Ediciones Godot publicó la legendaria trilogía de Samuel Beckett, traducida al castellano por Matías Battistón. Es la primera vez que una versión castellana del triplete de Beckett es realizada por el mismo traductor.

Laureado con el Premio Nobel en 1969, discípulo de Joyce, irlandés errante, asociado por siempre a su pieza teatral Esperando a Godot como Beethoven a la Novena sinfonía, Samuel Beckett probó los límites de la literatura occidental. Alteró formatos y cuestionó convenciones de la novela tradicional, convirtiéndose en un apóstata que buscó su materia entre los escombros de la lengua. Molloy, Malone muere y El innombrable, su trinidad indivisa, sientan las bases de una manera de escribir pulverizando tramas, acopiando fragmentos de una figura que nunca termina de completarse. A la polifonía y los relatos corales, propios del género novelístico, les asestó el tiro de gracia, siguiendo la estela joyceana. Beckett encerró a sus personajes entre las rejas de monólogos enroscados e interminables, donde la soledad y el desamparo son las notas dominantes.

¿Se trata de novelas? ¿Parlamentos dramáticos? ¿Soliloquios psicóticos? ¿Declaraciones judiciales? Justamente, en esta indefinición genérica radica la perdurabilidad de estos textos, su inalterable modernidad. Leer a Beckett implica caminar sobre arenas movedizas, nada es firme, hay que avanzar a ciegas, sin esperar nada. Todo es niebla, incertidumbre, desquicio, una caída interminable en pozos sin fondo: “Nada comparable con mi repentina pérdida de la mitad de los dedos del pie. Porque todo tiene que ver con todo, en la larga locura del cuerpo”, comenta Molloy, asistiendo a la paulatina erosión de su propio cuerpo.

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La trilogía fue escrita durante los primeros años de la posguerra, y si bien no hay referencias concretas a la contienda bélica, se percibe el aura apocalíptica que dejó la segunda gran conflagración mundial del siglo XX, donde Beckett tuvo una activa participación, alistado en la Resistencia Francesa contra la ocupación alemana.

Hablarse para no morirse. Más que la respiración, las criaturas de Beckett necesitan la palabra como fe de vida. La locuacidad de los hablantes beckettianos funciona como último recurso, es el estandarte de su agonía. Una acumulación de nombres propios, entidades oscilantes entre el ser y el no ser, llenan espacios en blanco para completar el formulario de las horas vacías: “Y si digo esto o aquello u otra cosa, la verdad es que no me importa. Decir es inventar. Falso como lo cierto”.

Cuerpos llagados, con arterias estropeadas y faltantes, ocupan el centro de la escena, profiriendo monólogos que fluyen en random. En las tres novelas, no hay tregua para el dolor que coloniza absolutamente todo. “No voy a hablar de mis sufrimientos. Sumergido en ellos hasta lo más hondo, no siento nada. Ahí es donde muero, sin que mi carne enferma se entere”, comenta el agonizante Malone. La moribundia como poética impulsa una escritura cáustica, una verborrea que glorifica lo abyecto, una noria macabra con sortijas de espinas, una inculpación que no reclama redención.

Fetichización de la indumentaria y determinados objetos (sombreros, lápices, zapatos, bastones), situaciones disparatadas, asesinatos inmotivados, disquisiciones extemporáneas, alimentan discursos electrificados, nerviosas corrientes que se retroalimentan constantemente. La escatología señala las fallas de la especie, su patetismo: “Cuatro pedos cada quince minutos. No es nada. Ni siquiera un pedo cada cuatro minutos. No es creíble. Vamos, vamos, apenas soy un tirapedos muy modesto, fue un error sacar el tema. Es extraordinario cómo las matemáticas nos ayudan a conocernos”, dice Molloy.

La demolición ontológica pone en crisis la cuestión de la identidad que se manifiesta endeble, precaria, intercambiable. Los narradores son apenas receptáculos de una voz que los posee y conduce a su arbitrio: “Como verán, es una voz bastante ambigua y no siempre fácil de seguir, en sus razonamientos y decretos. Pero la sigo de todas formas, más o menos, la sigo en este sentido, en que la comprendo, y en este sentido, en que la obedezco”, se sincera el detective Jacques Moran.

La narración se desliza entre imperativos antojadizos y analogías. La reducción al absurdo opera como cesura, tajea todo hilo narrativo, interviene las tramas hasta convertirlas en un adefesio, en una sucesión de desplantes humorísticos (“¿Cuánto tiempo nos va a hacer esperar el anticristo? ¿Qué carajo hacía Dios antes de la creación?”). La ritualización de lo ordinario conlleva la puesta en marcha de una serie de complejos mecanismos y estrategias.

Penitentes por generación espontánea, peregrinos ad hoc, internos psiquiátricos, lisiados, cuentan detalladamente sus odiseas, las estaciones de un calvario plagado de obstáculos insólitos. Hay un goce por la búsqueda misma, una obsesión por el registro. El parloteo infernal aturde pero es condición de posibilidad de la prosecución de la existencia: “Hay que seguir, entonces voy a seguir, hay que decir palabras, mientras las haya”, se escucha en el gran final del Innombrable.

El legado de Beckett despliega sus largos tentáculos en el siglo XXI, donde seguimos esperando a Godot, desamparados en una tierra baldía y enferma.  Pero hay que seguir aunque no se pueda.