CULTURA
Apuntes en viaje

Huerta

Allí las verduras crecen en alegre desorden. Apenas ponemos un pie adentro nos envuelve el perfume de la albahaca y de la menta.

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Huerta | marta toledo

Hacía unos pocos meses que me había mudado a Buenos Aires cuando se murió Rodrigo. Fue un sábado o un domingo, no me acuerdo bien. Me había levantado tarde y mientras preparaba unos mates con la televisión prendida, dieron la noticia. Me quedé helada. Unos años antes había muerto Gilda, también en un accidente, pero yo recién la conocí el día que se murió. En cambio, Rodrigo me gustaba: sus canciones, la sexualidad que irradiaba, la mirada lánguida de estrella de cine de los años cuarenta. Los chismes que se contaban de él en los programas de la farándula de los que yo era una fiel espectadora. De la vez que fue al programa de Mirtha y se encerró en el baño con la nieta de la diva. O del trío que hicieron en Cuba con el Diego y la novia que tenía cuando se murió. No me perdía una sola pelea de las que tenía con la madre de su hijo. Su propia madre era todo un personaje. Hasta no hace tantos años todavía colgaba una gigantografía suya en el frente de Fantástico Bailable y cada vez que pasaba por ahí me daba tristeza.

Algo de la nostalgia de esa época, los primeros años del dos mil, mis primeros tiempos en Buenos Aires, me vino de repente el sábado frente al retrato de Rodrigo a la entrada de la villa que lleva su nombre. Es una estructura metálica enorme en una pared blanca. Parece un esténcil.

Fuimos con mi amiga Julia a visitar a un grupo de mujeres que tiene una huerta en la villa. El proyecto lo empezaron con Julia y Las Jardineras del Mundo hace un par de años. Hoy es un predio con un vivero donde cultivan árboles nativos y huerteras al aire libre donde reverdecen los almácigos de acelga, achicoria, rúcula, rabanitos, zanahorias, pimientos, kale y huacatay. Pregunto qué es y me explican que es una hierba que se usa para hacer la ocopa, un platillo peruano. La mayoría de las personas que viven en la villa son de origen peruano y, en menor número, boliviano.

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Cuando Julia empezó a trabajar con ellas y a formarlas como jardineras, el vivero era el sueño con el que fantaseaban mientras se tomaban un descanso en el espacio mínimo que les dieron para hacer la huerta. Entonces recién empezaban a levantarse los edificios de departamentos a los que se van mudando de a poco algunas familias.

Es de tarde y hace muchísimo calor. Mi amiga está contenta de encontrarse con ellas, no las ve hace meses. Todas se dicen que se ven más lindas que la última vez. Cuentan anécdotas de esos otros sábados que compartieron durante un año trabajando la tierra. Me invitan a conocer el origen de todo, que fue ese pequeño espacio que les cedieron, árido, donde solo crecía la maleza, y que ellas convirtieron en un vergel. No se parece en nada al moderno vivero: un portón de chapa y alambre lo mantiene cerrado para que no entren los perros del barrio. Allí las verduras crecen en alegre desorden. Apenas ponemos un pie adentro nos envuelve el perfume de la albahaca y de la menta. Las calabazas se trepan por el cerco de alambre y se desparraman por el suelo, algunas calabazas verdes engordan en el pasto que les hace de nido. Hay flores de colores. Una que se llama cresta de gallo y que abundaba en los jardines de las viejas de mi pueblo. Debajo del retrato de Rodrigo, que está al lado, hay un cantero lleno de lavandas. Una vez plantamos amapolas, me dice Julia: florecieron todas el mismo día.

Aunque es sábado, se ve poca gente. Nadie escucha cuarteto y no sé por qué la villa se llamará Rodrigo Bueno. Un trap tartamudo y pegajoso como el día nos llega de a ratos, de alguna parte.