Entre los textos que componen Historias de cronopios y de famas, el libro que Julio Cortázar escribió en 1962, hay una serie que podemos agrupar como “instrucciones”: para dar cuerda al reloj, para subir una escalera y también para llorar. Estos ejercicios de escritura fueron, en su momento, deslumbrantes, originales, divertidos. Los ingredientes de estos experimentos son, al menos, dos: lo que los formalistas rusos definieron como la “ostranenie” y el dictado del Surrealismo que se transforma en la segunda vanguardia a mediados del siglo pasado. El efecto de extrañamiento se logra al apropiarse de algo muy familiar (o habitual) para dotarlo de una singularidad desacostumbrada. En estos casos, las acciones más obvias, llorar, darle cuerda a un reloj, la mismísima subida a una escalera, se vuelven sofisticadas lecciones de enseñanza y adiestramiento inhabituales: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente”.
Luego continuaba con el modo en que se debía poner el pie en cada escalón, la manera de colocar las manos. Sin embargo, los preceptos no solo se limitan a desarmar la acción propia de atravesar la escalera, la idea de pie descripto como si fuera algo nunca visto sino a la escalera misma. Es despojada de todos los atributos que le conocemos, el plano tan cercano de su morfología no permite identificarla plenamente, al tiempo que Cortázar extrema la relación entre el significado y el significante como otra posibilidad para este procedimiento de escritura.
Fue lo primero que pensé, cuando vi Escalera horizontal, de Leandro Erlich, en Fundación Santander. En verdad, lo segundo. Al principio, frente a los veinte metros de estructura con forma de helicoide que se despliegan como una serpiente y giran como un sacacorcho gigante, no pude sino traer la imagen de las escaleras de M.C. Escher. En especial, Relatividad, la obra del grabador holandés nacido en 1898 en la que no podemos distinguir si suben o bajan, si están de frente o de costado, al tiempo que las personas comen y pasean por ese espacio suspendido y ajeno a las leyes del movimiento, tal y como las pensó Einstein de una vez y para siempre.
De Escher salté en el tiempo al Desnudo bajando una escalera Nº 2, la pintura de Marcel Duchamp de 1912 que en su primera presentación, en el Salón de los Independientes de París, fue rechazada nada menos que ¡por los cubistas! Ellos decían que un desnudo se reclina pero no baja una escalera. La suposición es rara pero lo que les molestaba, si tal hipótesis fuera válida, era ese mapa del movimiento que hace Duchamp con el cuerpo que desciende.
Aunque hubo otra ocurrencia anterior: mientras la miraba girar recordé el tópico de la contemplación muy tematizado en la música. Les cantó John Lennon que amaba verlas dar vueltas (I’m just sitting here watching the wheels go round and round/ I really love to watch them roll) y Otis Redding, que se sentaba en el muelle de la bahía y veía los barcos y las mareas ir y venir como si rodaran (Watchin’ the tide roll away, ooh/ I’m just sittin’ on the dock of the bay/ Wastin’ time) Dos formas análogas de perder el tiempo en un mismo modo de filosofía.
Posteriormente, me entusiasmé con esa desautomatización del lugar común de Cortázar en el plano de la lengua que es deudora de muchos de los postulados de los surrealistas para hacer estallar los límites del lenguaje. Más aún, para pensar la escalera horizontal de Erlich, obra que conlleva el oxímoron en su propio título, la contradicción entre “escalera” y “horizontal”, la operación del escritor argentino parece perfecta, en términos de una analogía imaginaria. Como si Erlich hubiera diseñado con esta obra de sitio específico las instrucciones que Cortázar había escrito. No tanto en las instrucciones para subirla sino en unas para subirla pero al revés: “Hágase la prueba con cualquier escalera exterior. Vencido el primer sentimiento de incomodidad e incluso de vértigo, se descubrirá a cada peldaño un nuevo ámbito que, si bien forma parte del ámbito del peldaño precedente, al mismo tiempo lo corrige, lo critica y lo ensancha. Piénsese que muy poco antes, la última vez que se había trepado en la forma usual por esa escalera, el mundo de atrás quedaba abolido por la escalera misma, su hipnótica sucesión de peldaños”.
Escalera horizontal
Leandro Erlich
Exhibición permanente
Fundación Santander
Avda. Garay y Paseo Colón