Seis semanas de nieve estrenaron el Año Nuevo de 1776 con un tiempo inusualmente riguroso. Se sacaron los viejos trineos, usados por última vez cuando el padre del rey era joven. El tintineo de los arreos engalanados con oro impregnaba el aire; los caballos iban adornados con penachos blancos y las damas de la corte paseaban con máscaras por los Campos Elíseos. María Antonieta podría haberse deleitado recreando los placeres de su infancia, pero en el aire se respiraba una frialdad que nada tenía que ver con el invierno; en esta ocasión, las críticas de que este divertimento era demasiado «vienés» la llevaron a abandonarlo. La relación con el rey, que durante el año anterior no había cobrado calidez, se había entibiado visiblemente.
Saltaba a la vista la falta de intereses comunes. En una carta reveladora al conde Rosenberg en abril de 1775 (era uno de los corresponsales que gozaban del visto bueno de María Teresa porque la informaba del contenido), María Antonieta no se molestaba en ocultar la realidad. No obstante, el tono era defensivo, como siempre que escribía a Viena. En la misiva, invitaba al experto diplomático a hacer caso omiso de todas las habladurías que llegaran a Austria sobre su conducta: “Tú sabes cómo es París y Versalles, has estado allí, así que puedes juzgar por ti mismo”. La reina se mostraba sincera con él. “Por ejemplo, no tengo los mismos gustos que el rey, que sólo muestra interés por la caza y la metalistería. Me darás la razón si te digo que a mí me saldría una figura extraña en una forja; a mí no me toca interpretar el papel de Vulcano [el dios del Fuego] y, si interpretara el papel de Venus, le gustaría mucho menos de lo que le agradan mis verdaderos gustos, los cuales no desaprueba.”
Sin embargo, dieciocho meses después, esta noble actitud comprometida que comentaba a grandes rasgos María Antonieta, en la que se han fundamentado y se fundamentarán muchos matrimonios reales satisfactorios, ya no era perceptible. El barón Goltz, enviado prusiano al corriente de la situación, se enteró de que se estaban produciendo nuevas escenas, lo cual indicaba un absoluto distanciamiento entre la pareja real. En opinión de los austríacos, sólo podría resolverse con una visita del emperador José, a quien Goltz advirtió que, dada la diversidad de sus caracteres, no iba a ser tarea fácil.
Al menos, en público, la reina siempre mantenía una actitud “muy sumisa” hacia su marido. Pero empezaba a encarnar lo que María Teresa llamaba con enfado “el espíritu de la disipación” tanto de día como de noche, pues la emperatriz no había perdido ni un ápice de virulencia en sus cartas con el paso de los años. ¿En qué consistía esa “disipación”? En parte era bastante inofensiva. La reina se aficionó a participar en carreras de caballos en el Bois de Boulogne, en las que la acompañaba el primo de su esposo (también primo suyo), Felipe, duque de Chartres. La exaltada anglofilia del propio heredero del primer príncipe de sangre –que iba desde las instituciones políticas hasta la confección– se extendía al estilo inglés de las carreras de caballos y a los caballos de pura sangre ingleses.
Más peligrosa era la creciente pasión de la reina por diversos juegos de naipes con que se entretenían en Versalles. Esta afición no era exclusiva de María Antonieta ni de la corte francesa. El juego era un peligro endémico en lugares recreativos y privilegiados como ése, ya en el siglo anterior, en que la marquesa de Montespan, amante de Luis XIV, había ganado 700.000 écus durante una partida el día de Navidad. La moda vertiginosa del momento había empezado en realidad durante el reinado de Luis XV. La generación anterior, como los padres de María Antonieta, eran entusiastas de los juegos de cartas. Por desgracia, como las partidas en las que María Antonieta participaba (jugaban sobre todo al lansquenete y al faraón) se alargaban hasta tarde, tenían dos efectos concretos. La apartaban del rey durante la noche, lo cual seguramente era su intención, y contribuían a causarle problemas económicos, lo que sin duda no sucedía. (Asimismo, daba problemas económicos a los cortesanos cuando ella ganaba.) Pero no lo hacía por ganar; la reina jugaba simplemente para estar a la moda y para entretenerse. En enero de 1778, el conde Mercy sostuvo que la reina pasaba tales estrecheces, que ya no se entregaba en cuerpo y alma a las obras de caridad que tanto solían gustarle.
Cierto episodio cuenta una partida de cartas en la víspera del vigesimoprimer cumpleaños de la soberana, en 1776, en el que participaron los reyes. María Antonieta convenció a Luis XVI para que hiciera traer a jugadores de París, que harían las veces de banqueros. La partida empezó la noche del 30 de octubre y se alargó hasta la mañana del 31, y se reanudó hasta las tres de la madrugada de Todos los Santos. Cuando el rey censuró a su mujer por ello, ella replicó con picardía: “Dijiste que podíamos jugar, si bien no llegaste a concretar hasta cuándo”. El rey se limitó a reírse y a soltar con buen humor: “Sois todos despreciables”.
Sin embargo, este frenesí no consistía en una apasionada intriga de amoríos como las que solían darse entre buena parte de los moradores de Versalles. Al contrario, como escribió el príncipe de Ligne, María Antonieta tenía «una cerrilidad encantadora que mantenía a distancia a cualquier posible amante». Le gustaba que los hombres mucho mayores que ella le dedicaran admiración distinguida y coquetearan con inocencia, pero con galantería. En sus Mémoires, Saint-Priest comentaba que «en el fondo era coqueta». Se esperaba que dichos admiradores supieran cantar y, cómo no, bailar con cierta elegancia, destrezas de las que el rey carecía. Ella misma hizo una lista con algunos de esos pretendientes en la carta al conde Rosenberg en que rechazaba “la forja de Vulcano”. Los grupos que cantaban estaban compuestos de damas elegidas por sus voces y “algunos hombres agradables que, sin embargo, ya no eran jóvenes”. Aparte del duque Jules de Polignac, de treinta años, en la lista aparecía el duque de Duras, suegro de una de sus dames du palais, sesentón, el duque de Noailles, de setenta y dos, y el barón de Besenval, que rondaba los cincuenta.
El barón de Besenval, teniente coronel de la Guardia Suiza, era el perfil de hombre mayor que resultaba atractivo a la reina como compañero divertido. El conde de Ségur escribiría de él: “Su agradable frivolidad, francesa en todos los aspectos, te hacía olvidar que era suizo”. Se le consideraba el mejor anecdotista del grupo de Polignac, virtud que contaba mucho a su favor en estos ambientes, frente a otros vicios menores como la bebida y las mujeres. Más adelante, sus contemporáneos le acusarían de espolear el espíritu de mofa de la reina (cuyos amigos lo entendían como su propio sentido del humor), si bien se extralimitó con una declaración de pasión inapropiada. Al parecer, hubo un malentendido por ambas partes. María Antonieta creía que las canas de Besenval la protegían de atenciones más serias, mientras que Besenval, a raíz de la amistad que le profesaba la reina, se hizo ilusiones creyendo que esas atenciones serían bien recibidas. Cuando Besenval se le declaró de rodillas, la reina de Francia lo reprendió en tono gélido: “Levántese, señor. El rey no será informado de una ofensa que le sumiría en la desgracia de por vida”. Besenval balbució una disculpa y se retiró.
Casi sucedió lo mismo a un libertino todavía más célebre, el duque de Lauzun, quien se le declaró, animado por el espectáculo de una reina joven y bella. En este caso, la falsa impresión se debió al malentendido que suscitó una magnífica pluma blanca de garza real que Lauzun llevaba un día en el salón de la princesa de Guéméné, y que María Antonieta elogió. Olvidada la admiración, la reina se asustó al ser obsequiada con la pluma a través de la princesa. “Como Lauzun lo llevaba puesto, la soberana no imaginaba que se le pudiera ocurrir regalárselo”, escribió madame Campan. Puesto que lo más importante era el protocolo, bastaría con que María Antonieta se adornara el cabello con las plumas en presencia de Lauzun para no ofenderlo. Por desgracia, la vanidad del duque lo llevó a ver algo más en el gesto y, al igual que el barón de Besenval, fue rechazado con palabras frías y majestuosas: “Váyase, señor”. Mientras Besenval permaneció en el círculo de Polignac por ser, a fin de cuentas, demasiado divertido para prescindir de él, Lauzun se desplazó al círculo opuesto, el orleanista.
Estos rechazos siempre iban acompañados de cierto histerismo, pero un histerismo comprensible: la reina sabía muy bien que su castidad, así como el estado de su matrimonio, siempre sería objeto de murmuraciones y conjeturas. Por ejemplo, se creó toda una historia de amor en torno a un incidente en el que un joven guapo y algo tonto de la familia Artois, al que llamaban “le beau Dillon”, se desmayó en público. La reina, alarmada, le puso una mano en el pecho para saber si seguía con vida, un gesto espontáneo que supuso una “imprudencia” o que hizo por preocupación, según el punto de vista. Correspondió a quienes hablaron mal de ella con una fuerte animadversión. Un buen ejemplo de ello fue el príncipe Luis de Rohan, embajador francés en Viena, a quien empezó a reprobar, sentimiento que compartía con su madre.
Un caso más grave sería la amistad del conde de Artois. Era innegable que María Antonieta disfrutaba de la compañía del hermano más atractivo del rey, durante mucho tiempo uno de los personajes preferidos de los libelistas. Sacaron conclusiones soeces sobre los placeres de la reina, comparando la virilidad indiscutible de Artois con la impotencia de Luis XVI. De hecho, la soberana se mostraba con Artois como una hermana mayor (él era dos años menor), si bien compartía más gustos con él que con su esposo. Fuera como fuere, si María Antonieta hubiera querido iniciar una historia de amor, su cuñado era la última persona a la que habría elegido. El riesgo de que saliera a la luz era excesivo, teniendo en cuenta que los mismos hijos de Artois podían beneficiarse de la ruina de la reina; habrían tenido todavía más posibilidades en la sucesión.
Si la cuestión de las relaciones íntimas de su matrimonio no se resolvía, lo normal sería que María Antonieta se sintiera incómoda, o simplemente repudiada, con respecto a todo el proceso sexual. Es cierto que madame Campan calificó de “extremo” el pudor de la reina. Es comprensible, pues, que María Antonieta apreciara a los admiradores que la cortejaban sin llegar a declararse, bien por respeto o bien por ya estar comprometidos. Dado que el guapo y joven aristócrata sueco, el conde Fersen, se hallaba en el extranjero (ambos recordaban el breve encuentro), la galantería de aquellos hombres mayores reforzaba la confianza de la reina y le permitía dar rienda suelta al coqueteo inofensivo que tanto le gustaba. Por ejemplo, el duque de Coigny, uno de sus favoritos, le llevaba casi veinte años. Había luchado con lealtad en la Guerra de los Siete Años y ahora era un modelo de sirviente fiel. Sus modales exquisitos y su devoción eran muy elogiados, pero quienes lo conocían sabían que no tenían una relación apasionada.
En cuanto a los hombres más jóvenes, María Antonieta solía acoger con más gusto a los extranjeros, porque llegaban a Versalles con unas expectativas materiales que no coincidían con las de los franceses, y también porque tratarían de evitar las intrigas familiares que infestaban la corte. La reina quedó fascinada con otros jóvenes suecos que visitaron la corte, quienes, además de ser agradables y apuestos, dominaban el francés. Por otra parte, la presencia de varios aristócratas británicos que venían del otro lado del canal era constante, debido a la relación que mantenían las cortes francesa e inglesa, al margen de las prosaicas diferencias políticas. De hecho, el emperador José (que tenía una pésima opinión del antiguo aliado de Austria) acusó a su hermana de coquetear con jóvenes ingleses “negados”. Lo cierto es que, años después, hubiera o no coqueteos, a María Antonieta le entusiasmó el espectáculo que ofreció el joven lord Strathavon, famoso por tener un buen par de piernas al bailar la danza tradicional escocesa en Versalles. Ella misma danzó con “este encantador escocés”, supuestamente algo más convencional.
María Antonieta tuvo relaciones más duraderas con el príncipe de Ligne y el conde Valentín Esterhazy, que le llevaban veinte y quince años respectivamente. El príncipe provenía de Bélgica, pero se había trasladado a Viena a los dieciséis; su madre era una princesa de Salm, y su mujer, una princesa de Liech-tenstein con la que se había casado en torno a la fecha de nacimiento de María Antonieta. Se trataba de un hombre muy cosmopolita a quien le unía el parentesco, no sólo con los Habsburgo, sino también con los reyes de Francia, Prusia y Polonia. ¿Cómo un hombre así, que se describía como “un austríaco en Francia (donde tenía una casa en la Rue Jacob de París) y un francés en Austria” no iba a gustar a María Antonieta, otra expatriada? Es más, en cuanto a “elegancia en el pensar y en el hacer”, el príncipe de Ligne nunca tuvo competidor, según comentara madame Vigée Le Brun.
El conde Valentín de Esterhazy era de origen húngaro, pero había crecido en Francia y también había luchado con valor en la Guerra de los Siete Años. Madame de la Tour du Pin escribió que la reina se dirigía a Esterhazy como “hermano” y lo trataba como a un amigo. A la emperatriz le sorprendió que un mocoso sin distinción particular formara parte del círculo de su hija; influía en su opinión el que la familia de Esterhazy hubiera tomado parte en una revuelta contra ella. Pero Esterhazy demostró ser un cortesano tan desinteresado como gallardo, y la reina recompensó su lealtad ayudándole a concertar su matrimonio con una heredera joven y rica de quien el conde se había encariñado. También gozaba del beneplácito de Luis XVI, que le envió una preciosa nota por la llegada de su primer hijo: “Ha nacido un pequeño húsar”, firmado “Una persona de Versalles”.
* Autora de una amplia bibliografía de temas históricos, en los que abundan las biografías de personajes d eprimera magnitud. Obtuvo los premios James Tait Black Memoria (por "María Estuardo, reina de los escoceses") y Wolfson de Historia (por "The Weaker Vessel: Women's Lot in Seventeenth-Century England"). En 1999 fue nombrada Comander of the British Empire y en 2000 recibió la Medalla Norton Medlicot otorgada por la Historical Association.