CULTURA
novedad

La esperanza como antónimo de realidad

El sello porteño El Cuenco de Plata acaba de publicar, con traducción de Silvio Mattoni, una recopilación de ensayos de Yves Bonnefoy que tratan de develar la figura y la obra de quien tal vez sea uno de los mayores poetas de todos los tiempos: Arthur Rimbaud.

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El poeta. La recopilación de ensayos sobre Rimbaud fue originalmente publicada en 2009. | cedoc

Nos encontramos frente a una de las mejores lecturas que se han hecho sobre Rimbaud, y que bien podría fortalecer los horizontes y pasos ganados de la crítica rimbaudiana. Pienso, de forma estricta, en los aportes de René Char, Steve Murphy, Enid Starkie y Martin Heidegger.

Yves Bonnefoy (Tours, 1923-París, 2016), poeta, traductor y crítico literario, desde el inicio de esta recopilación de ensayos (publicados originalmente en revistas y libros) y conferencias (dictadas en All Souls College, Oxford y en el Musée d’Orsay), escribe sobre Rimbaud desde su amistad con el poeta francés, desde su relación con él en el mundo, desde su relación con Rimbaud en la “verdadera vida”.

De sus innumerables aportes, hay uno que resulta fundamental para leer la extensión (y por tanto interrupción) de la obra poética de Rimbaud. Para Bonnefoy, la vida y obra de Rimbaud se dinamiza a partir del cruce o doble necesidad de “esperanza”, por un lado, y de “verdad”, por el otro. Esta distinción se ve, de forma continua, en sus propios trabajos, en su propia experiencia. No se trata de un corte transversal, analítico, sino de un movimiento constante que vislumbra Bonnefoy a lo largo de toda la carrera literaria del poeta francés. Obra que es luz, esperanza, pero que a su vez experimenta una necesidad de verdad, y por tanto de sombra: “La misma ambigüedad en Rimbaud, el mismo conflicto de una esperanza que se enreda en quimeras y de una necesidad de verdad a la cual se adhiere siempre ese ser que no puede dejar de ver las cosas como son”.

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El esperanzado Rimbaud, que ya había escrito El barco ebrio, llega a París desde Charleville hacia 1871 para juntarse con su admirado Paul Verlaine (denominado por él mismo como “poeta vidente”, junto a Baudelaire y Mérat, en su carta a Paul Demeny fechada en 1871) y el ambiente literario parisino. Detrás quedaba el horizonte definitivo de las Ardenas, las obligaciones ordinarias, el mandato materno, el insoportable silencio de una provincia desierta. Nacían, de esta forma, nuevas sensaciones, nuevas experiencias, nuevas vocales. Pero de forma decisiva, cuando finalmente llega a la idealizada ciudad de la Comuna, Rimbaud se encuentra con literatos pueriles y superficiales, y ve con sus propios ojos la inconsecuencia y debilidad de Verlaine, casado con una joven acomodada, de costumbres burguesas. Es el momento, por otro lado, del desarreglo razonado de todos los sentidos (ya prefigurado en sus dos cartas del vidente, fechadas antes de su estancia en París), de los escándalos y excesos parisinos. Bonnefoy, radicalmente rimbaudiano, se pregunta: “Y dado que él mismo no rompía de inmediato con las falsificaciones evidentes de la ambición poética, ¿no debía concluir que también él no era más que inconstancia, aunque angustiada? ¿Y que debajo de las ilusiones que habían transportado sus primeros poemas había una más, y la peor, la de pensar que verdaderamente era un poeta?”.

La esperanza es un antónimo de la realidad. Y el propósito de Rimbaud, de transformarse en un vidente mediante el desarreglo de todos los sentidos (es decir, experimentar voluntariamente todas las formas de amor, de sufrimiento y de locura: “Imagínese a un hombre que se implanta y se cultiva unas verrugas en la cara”) no tardaría en lastimarlo, despedazarlo lentamente.

No resulta anecdótico lo que señala Bonnefoy respecto al consumo de opio (posterior al uso de ajenjo y hachís) de Rimbaud junto a Verlaine en Londres, en su etapa del desarreglo razonado. Si bien Bonnefoy no lo señala, podrían los lectores familiarizados con Opio, de Jean Cocteau, encontrar similitudes (desintoxicación narrativa) con el proyecto de prosa poética de Una temporada en el infierno. Además, para el crítico francés, la homosexualidad de Rimbaud (no registrada en otras épocas de su vida) no deja de ser otro de los componentes fundamentales de su “desarreglo”. Así describe este enfrentamiento interno el mismo poeta en Mala sangre: “No partimos. Retomamos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que extendió sus raíces de sufrimiento en mi costado, desde la edad de la razón –que sube al cielo, me golpea, me da vuelta, me arrastra”.

De la misma forma que Murphy, Char y Heidegger, Bonnefoy lee el trabajo poético de Rimbaud en paralelo con sus Cartas del vidente, es decir, con su proyecto poético experiencial.

Y el posterior silencio de Rimbaud tampoco resulta para Bonnefoy un misterio o enigma a descifrar: “Rimbaud deja de escribir desde que el final de la infancia, más coercitivo que cualquier decisión intelectual, lo priva de la esperanza de cambiar la vida”.