Pronto la India será el país más poblado del mundo, desplazando a China. En el subcontinente indio, sus creencias ancestrales perviven. Una de ellas: la reencarnación. “Inevitable es la muerte de todo lo que nace, inevitable es el nacimiento de todo lo que muere”, sentencia el Bhagavad Gita, texto sagrado del hinduismo.
Credo extraño para Occidente, estimado como mera rareza folclórica, como delirio o como conveniente justificación del sistema de castas, que aún impera en el gran país asiático.
La idea de nacer, morir y renacer, asociada a la creencia tradicional de las muchas vidas en la India, no es ajena a la observación de los procesos naturales que luego conducen a concepciones metafísicas y espirituales. En la naturaleza, todo deviene y se transforma en procesos circulares de nacimiento, extinción, renacimiento. El ejemplo más evidente, la dinámica vegetal: el nacimiento de las nuevas hojas del árbol, su decaimiento otoñal, su perecer invernal, su renacer primaveral, en el devenir de la rueda de las estaciones. Frente a este fenómeno, ¿por qué el ser humano debiera de estar exceptuado de esa ley del renacer circular?
En otras culturas también se intuyó el devenir cíclico: para los estoicos, el universo nace, se desarrolla, llega a su fin y después reaparece un nuevo mundo. El eterno retorno. En la mitología griega, el dios Dioniso nace desde profundidades subterráneas; es perseguido por los titanes; es capturado y despedazado; y luego, al final, renace. Aztecas y babilonios, y otros también, tuvieron dioses que expresaban este proceso del renacimiento vegetal en el radiante calor estival, tras la navaja helada del invierno. E incluso Cristo, como Dios hecho hombre, expresa la muerte que da lugar a una nueva vida.
Pero las creencias del nacer, morir y renacer extendidas a todos los seres humanos es propia de la India, que hoy se acerca a los 1.400 millones de habitantes. En sus grandes ciudades, como Nueva Delhi, Bombay, Calcuta, la influencia occidental, a través del período de dominación británica o de la globalización de las comunicaciones, es innegable. Pero en su idiosincrasia profunda, reencarnación y karma permanecen a buen resguardo.
Los budistas de los orígenes, y de hoy, creen que la realización máxima del individuo es escapar del ciclo de nacimientos y muertes (Samsara). Porque cada nueva existencia es subyugada por el deseo que nunca supera la insatisfacción; y hace de la vida breves instantes de felicidad ahogados en torbellinos de niebla y dolor.
Buda nació hace 2.500 años, en Nepal, en el cobijo de una familia encumbrada. El relato de su vida, zurcido entre el mito y la historia, habla de su despertar, de su ver las realidades de la vejez, la enfermedad, la muerte; de su decisión de expandir su espíritu; de su lucha contra demonios y tentaciones, y de las flagelaciones inútiles de su cuerpo. Y, al final, la serenidad. El reposo. La meditación. Debajo de un árbol. Todo un día del Buda. En concentración, introspección. Con las piernas troqueladas en posición de loto. Entonces, aconteció la iluminación. La comprensión de que el deseo reinstala, una y otra vez, la mordedura de la infelicidad. La única solución es entonces romper el ciclo del nacer, el morir y un nuevo nacimiento, para escapar del sufrimiento insistente.
La liberación solo despliega alas cuando la conciencia comprende que todo procede de una realidad última, un vacío que no está “vacío” sino que es plenitud espiritual. Un estado divino y superior incompresible para el ojo de la lógica, al cual el alma debe retornar.
En la concepción de la India milenaria, no se cree en la continuidad de un mismo yo, de una identidad inalterable, sino de un cuerpo sutil en el que se concentran las consecuencias de cada acción de esta existencia, y de las anteriores. Aquí asoma la fundamental noción de karma, esencial en el budismo y el hinduismo.
El hinduismo, surgido en la tierra que hoy es la más poblada del planeta, alcanza a 900 millones de seguidores, principalmente en la India misma, y Nepal. Una religión descentrada, sin una autoridad máxima, sin un único fundador, o una escritura sagrada y dogmática.
“La religión viva más antigua del mundo”, según Óscar Pujol, sanscritista, doctor en Filología Sánscrita por la Universidad Hindú de Benarés y director del Instituto Cervantes de Nueva Delhi. Pujol, como Henrich Zimmer en Filosofías de la India, avala que buena parte de las religiones y filosofías de la India abrazan como creencia nodal la existencia de la reencarnación y el karma. La India de la sofisticación tecnológica, del progreso, de los misiles nucleares o de la gran pobreza y la explotación textil que provee a grandes cadenas de comercio de Occidente convive con la actualidad de su trasfondo ancestral.
Karma es la acción y sus efectos malos o buenos que determinan las condiciones de un nuevo nacimiento. El karma es una ley de causa y efecto. Cada quien es responsable de sus acciones y sus efectos. Pero esta creencia le era conveniente a la casta de los brahmanes y de los poderosos para explicar, como efecto de la metafísica del karma, la desigualdad e injusticia propia de las castas. Quien nace en la pobreza, en la desprotección, en la carencia de derechos y la exposición al abuso es responsable de esa degradación, como consecuencia de su karma, y no de una perversa inequidad social. Es el caso hoy de los dalit, la casta más desfavorecida, los llamados “intocables”. Su realidad es la marginalidad, discriminación, abusos, exposición a la violencia sin amparo legal, que se repite a diario. Aproximadamente diez mujeres dalits son violadas cada día.
En Occidente, como tendencia en quienes no creen en la promesa de una vida eterna de las religiones, el escepticismo nada en la creencia de la extinción total, la ilusión de todo renacer cíclico tras la muerte.
Por contraste, una multitud que supera las poblaciones de muchos países occidentales considerados por separado cree en el regreso después del morir. Esta diferencia coexiste con la globalización y su actual resquebrajamiento. Pero las creencias permiten no solo advertir la diferencia entre las culturas sino también una distancia cultural entre quienes en Occidente tiemblan ante la muerte como final absoluto, y los practicantes, por ejemplo, del Kumbh Mela, el rito fundamental del hinduismo. La concentración religiosa de peregrinos más grande del mundo celebrada cada doce años, que suele reunir cien millones de personas, quienes ansían purificarse en el Ganges y otros ríos, para sanearse y mejor renacer.
La diferencia y la distancia entre las creencias desde las que los humanos intentamos enfrentar lo que no comprendemos.
*Filósofo, escritor, docente.