Un día en la vida es el último tomo de Los diarios de Emilio Renzi, la obra que el escritor Ricardo Piglia (1941-2017) trabajó en sus últimos años, cuando le detectaron una extraña enfermedad que lo paralizó y llevó a la muerte. A diferencia del segundo tomo, Los años felices, en éste Piglia parece haber estado consciente de que se trataba de un libro póstumo, por lo que puso todo lo que un escritor como él podía poner. No se trata de un desahogo ni de una lenta agonía por la cual habría que sentir pena, sino de todo lo contrario: hay un escritor entero, joven, con mucho por entregar, sin miedo a mirar a la muerte y con las ganas y el deseo –intacto– de escribir. Aquí retoma algunas reflexiones de Los años felices sobre el formato diario: “Pensaba publicar Renzi sus notas personales siguiendo el orden de los días, porque luego de desechar otros modos de organización, por ejemplo, seguir un tema o una persona o un lugar a lo largo de los años en sus cuadernos y darle a su vida un orden aleatorio y serial, había comprendido que de ese modo se perdía la experiencia confusa, sin forma y contingente de la vida, y por lo tanto era mejor seguir la disposición de los días y los meses”.
¿Pero qué es lo diferente de Un día en la vida? Primero, y quizá de forma inevitable, el tema: la muerte atraviesa el volumen, que está dividido en tres partes, la primera es el diario cronológico de la dictadura entre 1976 y 1982, donde sabiamente omite Malvinas; la segunda son observaciones dispersas que se acercan a lo novelesco, sobre todo por la aparición de voces, como la del barman o de la carta que le escribe Renzi a un supuesto Ricardo Piglia, y la tercera son formas breves dentro del formato diario. Piglia trata, y lo logra, de desarrollar un diario que vaya más allá del típico diario íntimo o de escritor, haciendo de este tomo una forma enciclopédica, que era el modo en que estaba concibiendo la novela. Un día en la vida es la fugacidad, pero también es, quizá, la primera novela que sale de esos diarios. Y para lograr esto dialogó con el Diario de Witold Gombrowicz, que tampoco se planteó como un diario íntimo o de escritor, sino –en palabras del escritor español Enrique Vila-Matas– como un lugar donde estaban “en igualdad de condiciones fragmentos con carácter de ensayo filosófico, brillantes polémicas, partes líricas, bromas grotescas, y también abiertamente ficción literaria”. Es decir, la forma enciclopédica.
Pero Piglia va más allá en este último tomo y da un paso hacia adelante, porque la ficción lo engloba todo y hace que, a diferencia de la obra de Gombrowicz, se pueda leer, en palabras del mismo Piglia, como “una novela verdadera, un testimonio real y un documento histórico” de alguien que está muriendo: el que muere es Renzi, pero quien narra su vida es Piglia. Y el narrador es fundamental, tanto como la reescritura, porque no se trata de los cuadernos que Piglia fue llenando desde su adolescencia, ése fue su material de trabajo o, para decirlo con sus palabras, hubo un momento en el que su “dolencia”, como le decían los médicos, le permitió “dedicar todo su tiempo y toda su energía a revisar, releer, revisitar, sus diarios, de los que había hablado demasiado en otra época, porque siempre estaba tentado –en otra época– de hablar de su vida, aunque no se trataba de eso, sino de hablar de sus cuadernos”.
La primera parte de estos diarios encuentra a Renzi intentando escribir La prolijidad de lo real, la novela que luego se titulará Respiración artificial, pero no es una tarea fácil, sobre todo por los tiempos en los que se viven. Renzi se siente paranoico, imagina –cosa que efectivamente sucede– que lo van a ir a buscar, además toma anfetaminas y piensa en el suicidio, pero el refugio con los amigos y la escritura o, como dirá en un futuro, la literatura entendida como una cadena de amigos, lo salva. Entre esos amigos están los escritores Andrés Rivera, Tamara Kamenszain, Héctor Libertella y Luis Gusmán y los críticos Beatriz Sarlo, David Viñas y Carlos Altamirano. Gusmán, en este tomo, es un refugio para Piglia, sobre todo cuando por las tardes lo visita en la librería Martín Fierro, de la que él era librero. Gusmán recuerda que principalmente hablaban de literatura, mujeres y fútbol, y por eso quizá era “un intervalo en una realidad densa y peligrosa”. Al final Piglia se llevaba un libro, pero eso no es tan importante como ciertas anécdotas: “Con Ricardo siempre estábamos en la pizzería de la esquina en Banchero tomando café. Un día yo le había regalado el libro Salvador Gaviota a la vedette Giselle Durcal que estaba sentada en una mesa. Días más tarde, salíamos de Martín Fierro para Banchero y la vedette que entraba al teatro se detuvo y me agradeció el libro. Yo mido 1,83 y ella me llevaba más de una cabeza. Ricardo era bajo. Y recuerdo que dijo algo acerca de la cabeza de Goliat, el cuento de Martínez Estrada. Sus referencias siempre eran de un libro o de una película. Ese recuerdo me quedó grabado y quizás lo busque inútilmente en las páginas del diario”.
Kiwi Sanz es otra persona que aparece en Un día en la vida; ella y Gusmán fueron los únicos que hablaron en el entierro del autor. Aunque al pasar, es una cita que demuestra no sólo conocimiento de ella de parte del autor sino de su familia. Se trata de una cena de amigos en el restaurante La Cátedra en Palermo, a la que ya habían llegado Gerardo Gandini y su mujer, cuando de pronto aparecieron “al mismo tiempo, bajando de tres taxis cada uno por su lado, Emilio y Carola, Germán y Graciela, además de Roberto Jacoby y Kiwi con Cecilia, la hermana de Kiwi, que venía con José Fernández Vega, el vibrante filósofo oficial del grupo”. Kiwi no recuerda qué se pudo haber dicho o charlado aquella vez, ya que “salir a cenar era algo frecuente. Sólo puedo aportar algo muy muy singular, y es que lo entrevisté a Ricardo para Olé Amateur en 2013, como hincha y como futbolista. Fue la entrevista que más le gusto que le hicieran en su vida”. Esta sensación de no reconocer o no recordar los hechos que están registrados en estos diarios se puede deber, como explica Gusmán, a que “hay hechos que pertenecen a la memoria del otro. Y hasta es posible que del mismo hecho o anécdota uno tenga otro recuerdo”. Pese a ello, el autor de El frasquito y de La música de Frankie señala lo inquietante que es imaginar al amigo dejando por escrito cada encuentro que tuvieron en esa época: “En ese recuerdo anotado, uno se encuentra y se pierde. Se reconoce y se desconoce”.
La segunda parte de los diarios es más desarticulada y novelesca; no se percibe, como en la primera parte, un orden cronológico, y eso se debe, como el mismo Piglia explica en la introducción, a que decidió “ponerse de espaldas a los cuadernos”, porque creyó que “la vida no debe ser vista como una continuidad orgánica, sino como un collage de emociones contradictorias, que de algún modo obedecen a la lógica de causa y efecto”. Aquí Piglia ya está en Estados Unidos, en Princeton, es decir que hay un salto desde 1982 y también hay una mezcla de fechas, e incluso hay más voces, como la de un barman y la del propio Renzi que le escribe una carta a Piglia. En esta parte el artista y amigo Roberto Jacoby es muy mencionado, cosa que a Jacoby, en todo caso, no le sorprende, porque en el segundo tomo lo había hecho, cuando relató la venida de Umberto Eco a la Argentina en 1969, y Piglia encarnado en Renzi invitó a Jacoby al encuentro: “Allí Ricardo le muestra una revista que se llamaba Sobre, que hacía yo en esa época y que era un sobre con papeles sueltos adentro. Pensó que, como vanguardista, él iba a entender, pero no le dio pelota. Cuando salimos dijo: ‘Este tano no entiende nada’”. En el tercer tomo menciona dos o tres veces a Jacoby. Primero durante una exposición de León Ferrari que se llamaba Rojo y negro. Es una peripecia divertida, porque a Renzi se le juntaron dos o tres ex, pero luego se detiene en una charla entre Renzi, León y Jacoby, el primero de ellos abre los fuegos:
“–La literatura debe profundizar su impulso conceptual y avanzar hacia un arte sintético a priori”.
Con lo que Ferrari coincide:
“–Y esto en dos sentidos. Primero, aligerar la práctica, buscar la concentración máxima, decirlo todo en poco espacio.
–Hay demasiadas palabras en el mundo y demasiadas páginas escritas para leer, y por lo tanto hay que buscar la velocidad.
–La brevedad y la circulación material.
–Nosotros desmaterializamos –dijo divertido Jacoby, que se había acercado.
–Claro –dijo León–, buscamos obras livianas, baratas y ultracríticas”.
Jacoby cuenta que si bien fueron muy amigos por cuarenta años eso no explica que lo cite: “Quizá me menciona porque no soy del mundo de la literatura, lo mismo que Gandini, que venía de la música”. La escena con Gandini es la otra donde sale, más precisamente una cena donde está Gandini junto a otros amigos más. Pero otra explicación es que mientras “Ricardo era un artista clásico”, Jacoby iba por la experimentación, “y eso a él le interesaba, porque recuerdo que él decía que la literatura tenía que ser menos literaria”. Con respecto a las palabras específicas que pudo decir Jacoby, este artista es partidario de la invención: “Cuando me adjudica eso de que ‘nosotros desmaterializamos’, yo nunca iba a decir una cosa así, menos a un amigo de cuarenta años. Porque eso sería como ir con un cartel que dijera que estoy a favor de un arte desmaterializado”. Tanto para Jacoby como para Gusmán, Piglia está muy presente, de hecho Gusmán lo extraña y lo sueña, “quizás mucho más de lo que creí. Unos días antes de irse, me escribió el último correo contándome que me había soñado. Entonces es posible que volvamos a encontrarnos”.
La tercera parte es la más fragmentaria: parece como si recién tomara conciencia de lo que ha estado escribiendo y publicado; se muestra activo, saludable, hasta el último capítulo titulado “La caída” cuando escribe: “Morir es difícil, algo me sucede, no es una enfermedad, es un estado progresivo que altera mis movimientos. Esto no anda. Empezó en septiembre del año pasado, no podía abrochar los botones de una camisa blanca”. Cecilia Palmeiro, ayudante de Piglia en Princeton y cercana en esta época, tiene el mismo sentimiento que Gusmán y Jacoby, y es que el afecto era mutuo. Cuando enfermó recuerda que “Ricardo concentró toda su energía en trabajar, que era una forma de seguir viviendo y haciendo lo que más quería, que era terminar su obra con la publicación de sus diarios. La escritura funcionaba como un antídoto y una razón para luchar contra la enfermedad. Su compromiso con la literatura se volvió un motor de vida: escribía para vivir y vivía para escribir”. Las jornadas de trabajo eran de doce horas por día, con la ayuda de equipo de trabajo formado por jóvenes “y con una máquina de altísima tecnología que su mujer, Beba Eguía, había logrado traer al país”. De este modo encontró un método eficiente para obviar un poco los efectos de su enfermedad y estar “en su momento de mayor lucidez, intelectual y espiritualmente”.
Con el progreso de la enfermedad, y contrario a lo que podría pensarse, “se convirtió en una especie de Buda, siempre sonriendo; era puro amor, aceptando lo que le estaba pasando como en una especie de iluminación, en un estado de gracia”. De ahí que verlo trabajar fuera para todos los que lo rodeaban muy estimulante, sobre todo porque le gustaba corregir muchas veces, buscando siempre la palabra justa con el fin de, en palabras de Ezra Pound, lograr la máxima precisión en sus escritos, cosa que se evidencia en este tomo. “Estar con él –recuerda Palmeiro– era participar de ese laboratorio de escritura increíble, y era un modo de estar juntos, de conectarse haciendo algo superador de la situación. Era como un pliegue extraño en el que se encontraban vida y obra, vanguardia y autonomía”.
“Mi vida”, escribe Piglia en la penúltima página de Un día en la vida, “depende ahora de la mano derecha, la izquierda empezó a fallar en septiembre después de que terminé el programa de televisión sobre Borges. Me sucedió en ese momento, pero no a causa de eso. Los médicos no saben a qué se debe”. Julieta Mortati, editora de Tenemos las Máquinas y que formó parte del equipo de trabajo de cinco jóvenes que ayudaron a Piglia en este tercer tomo, es menos elocuente a la hora de analizar su desempeño y relación con él. Ya en su última entrevista Piglia había adelantado que “la literatura es una cadena de amigos”, y Mortati concuerda con eso cuando dice que fue un privilegio “estar cerca suyo” porque, entre otras cosas, “aprendí mucho”. En cuanto a la lectura de este tomo, y al igual que Cecilia Palmeiro, aún no lo encara, “lo voy leyendo de a poco”, y agrega: “Los libros son de las pocas cosas que nos permiten seguir conversando con quienes ya no están. Efectivamente Ricardo no paró de trabajar en ningún momento, la literatura fue el sentido de su vida, y leer y escribir fue lo que hizo hasta el final”. La editorial de Mortati publicó el último libro en vida de Piglia, Escritores norteamericanos, una recopilación de breves perfiles de autores como William Faulkner, Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, además del ensayo Cuentos policiales norteamericanos, que había sido publicado en 1968.
La enfermedad de la que habla Piglia en sus diarios y que lo paralizó se llama esclerosis lateral amiotrófica (ELA): provoca una parálisis muscular progresiva y hace que los pacientes vayan perdiendo peso hasta su muerte. En 2014, es decir un año después de enfermar, se conoció de una droga aún en experimentación que le dio esperanzas de tener una mejor vida, pero su prepaga se negó a proporcionársela, por lo que él tuvo que pagar las dos primeras dosis de su bolsillo, es decir, doscientos mil dólares, entre septiembre y diciembre de 2015. Para ello tuvo que vender su legendario estudio, donde estaba su biblioteca, en Barrio Norte, y que es parte sustancial de la primera parte de este último tomo. De nada sirvió una campaña que inició Roberto Jacoby en Change.org para juntar firmas que hicieran que la prepaga asumiera su “obligación”. La droga que se aplicaba le había significado ganar peso, por lo que su pareja tenía esperanzas: “Para que continúe así no hay que interrumpir el tratamiento, y por eso necesitamos obtener las dosis que faltan”. En las últimas páginas se puede leer la constancia de lo que se tuvo que desprender para seguir viviendo: “Vendo mi biblioteca, necesito espacio”. En vez de dinero, Piglia escribe espacio, y tiene razón, no hay que dedicarle tiempo a prepagas cuando el tiempo se ha acabado. Murió el 6 de enero de este año habiendo trabajado hasta el último momento, como si todo su trabajo hubiera sido tan sólo un día en su vida.