Jenny Erpenbeck (1967, Berlín) es una de las escritoras estrella de la narrativa contemporánea en alemán, además de autora de obras de teatro y directora de ópera. Si hay alguien que encarna el perfil de mujer culta, intelectual y talentosa a rabiar es ella. Tan perfecta y sofisticada que parece de ficción. Como los cultivados personajes de Haneke en Caché. Su primera novela, publicada en 1999, Historia de una niña vieja, fue un éxito sensacional. El libro fue traducido a doce lenguas y algunos medios lo consideraron uno de los mejores debuts literarios de todos los tiempos. Nada sucede por casualidad. Erpenbeck disponía de las herramientas suficientes para plantarse en el mundillo literario y hacer estragos. Hija y nieta de escritores, la autora se crió en un ambiente de gente muy preocupada por su formación intelectual. “Nunca quise ser escritora. En mi familia abundaban los escritores y mi madre traducía literatura del árabe al alemán. Todos ellos pasaban horas sentados en sus escritorios. Por todo esto, yo quería hacer algo totalmente diferente, algo propio. Me formé como encuadernadora de libros, trabajé en algunos teatros en utilería y vestuario, estudié artes escénicas y finalmente dirección de ópera”. Hasta que un día Erpenbeck cambió de idea y mandó un manuscrito a una editorial. “De niña fui una lectora apasionada, incluso llevé un diario todos los años. La escritura se dio de forma natural. Sencillamente, un día terminé sentada en un escritorio, algo que hago con mucho gusto, por cierto”.
La escritura de Erpenbenck es hipnótica, podría decirse surrealista, aunque nunca pierde la conexión con el mundo real y sus circunstancias. La rareza, el extrañamiento, no es con el afuera, sino con el lenguaje, como si las palabras fueran espejos inciertos que reflejan la realidad de manera oblicua. En La pureza de las palabras –la tercera novela de Erpenbeck, publicada en español por Edhasa– una niña sin nombre que habita en un país latinoamericano del que tampoco se revela el nombre (aunque se habla del sol y del eco de los disparos) trata de ponerle nombre a las cosas que componen su vida. Papá, mamá, coche. Aunque las palabras nunca significan lo que dicen, sino que tienen “mitades silenciosas que te arrastran a la profundo como si fueran pesos pesados”. “El libro tiene una prosa muy poética. Fue un efecto buscado. Es la historia la que construye el lenguaje. La perfección de la forma es correlato de la crudeza de lo que en verdad sucede por debajo de la superficie. Cuanto más bello es el lenguaje, mayor es la altura de la caída. Ahí reside la infamia”.
El horror es un rumor de fondo, un riachuelo inmundo escondido bajo el lindo paisaje de lo que se supone que debe ser la infancia. Canciones de cuna, juegos, rezos antes de ir a dormir, jardines iluminados por el sol, delicados cuidados de papá y mamá. Pero resulta que papá es un fanático del orden social que tiene un trabajo que la niña no acierta a comprender; que en la calle desaparecen personas; que los aviones surcan el cielo sin dirigirse a ningún lugar en concreto y que la niña, la voz de esta historia, se siente levemente dislocada en ese mundo que la rodea y que parece tan amable. Aunque ella no puede pronunciarse con demasiada precisión ni conocimiento, porque justamente es una niña, y como tal se expresa a través de los miedos compartidos y universales: el miedo que todo niño ha experimentado alguna vez a que sus padres no sean de verdad sus padres. Un miedo que tal vez tenga como fundamento la eterna duda sobre quiénes somos, de dónde venimos. “Un año y medio después de que naciera mi hijo, vi por casualidad en la televisión un documental sobre una mujer argentina que se había enterado recién de adulta de que era hija de desaparecidos. Al descubrir esto, surgió el interrogante sobre su sentimiento de pertenencia a una u otra familia, a la biológica o a aquella en la que había crecido. ¿De qué modo puede la crianza surtir tal efecto que alguien decida ponerse del lado equivocado cuando la verdad está ante sus propios ojos? ¿Hasta qué punto la educación es manipulación?”.
Para Erpenbeck, el niño es un sujeto todavía fuera del sistema, libre de moral. El niño observa, aprende. Si los adultos le mienten, le enseñan un mundo equivocado para el resto de su vida. La voz narradora de la niña exaspera, igual que por momentos exaspera el teatro Beckett o Pinter con sus personajes abocados pasivamente a la inercia existencial. “Sin nombres propios no hay salvación”, dice el protagonista (ese bulto sin miembros condenado a proferir un monólogo incesante, estéril desde un pequeño cántaro colgado junto a la puerta de un restaurante) de El innombrable, de Beckett. El nombre propio, depositario de la identidad, es el signo individualizante por excelencia. Erpenbeck elige no concederle un nombre a la niña muy a conciencia. Durante toda la novela la voz de la protagonista acompañará al lector como una presencia lúgubre recubierta de vestidos infantiles, un abismo de significado de cuyas profundidades emana una cantinela en apariencia inocente pero “arrastra, arrastra hasta el fondo”, como escribe la propia autora.