El arte de volverse invisible solía ser una de las virtudes que se le solicitaban a un escritor y uno de los destinos que le cabían en suerte, dentro y fuera de la página. Ya no. Un mundo como el actual, que hace del exhibirse una materia no optativa, y una literatura contemporánea que alienta la exacerbación de un “yo” que termina pareciéndose a todos, convierten a la reticencia, a la renuencia a mostrarse, en potestades que, por mera oposición a lo reinante, son relativamente fáciles de ejercer.
El planeta tenía otro semblante hace unos años y desparecer tenía un valor y una resonancia distintos. Hoy desaparecer, así sea por un lapso breve, se asemeja a un juego, un truco fácil, el modo más accesible de –así lo creemos– volvernos automáticamente más interesantes. Como si verse con otros no le permitiera a alguien ser interesante, ni para sí mismo ni para los demás.
El lector se volvió espectador. No hay género que se haya difundido más que la entrevista, y que haya facilitado más –casi hasta anularla– la tarea de la crítica.
Desaparecer o no provoca el mismo efecto: el lector de estos días es un curioso impertinente. Como si ya no quisiera leer bien, es decir olvidado de la figura del autor. Quiere verle la cara. De esa cara de la que el propio escritor quiere huir. Su deseo de fugarse es el de darse un descanso de sí mismo, abandonar por un tiempo el peso de una vocación que ni siquiera parece elegida.
La diferencia básica entre los escritores parece ser la siguiente: quienes aspiran a evaporarse y quienes pierden la cabeza si se vuelven invisibles ante los demás. La tentación del borramiento por iniciativa propia tal vez provenga de la disparidad entre el reconocimiento que se cree ameritar y el real, sea justa o no la apreciación del resto. En La caja de Houdini, Adam Phillips señala: “Si uno quiere huir de alguien, es que este se ha vuelto muy importante”. Si un escritor desaparece a veces puede facilitarles a los otros la indiferencia –que mejora la concentración hacia la obra propia–, y a veces –J.D. Salinger y Thomas Pynchon– produce el efecto contrario, el de la persecución más fanática. En principio el ocultamiento busca, o finge, privilegiar la obra pero termina llamando más la atención sobre el artista. El máximo desafío sería el camino inverso: el del escritor que cuanto más disponible y visible está, más misterioso se vuelve.
La desaparición de un escritor tiene una taxonomía colorida: se esconde, se suicida, pierde la vida en un testimonio o un enfrentamiento, se interna en un bosque, se desconoce su paradero, abandona las letras, se abandona. En casi todos los casos legendarios se trata de ausencias desprovistas de coquetería, de estrategia, de pose. La desaparición tiene modos y modales. El caso del que se recluye es, paradójicamente, el más discutido, el más expuesto. Otra vez: Salinger, Pynchon, Blanchot. La silla vacía del presente-ausente, aquel que sabemos está detrás de las persianas bajas. Desaparecer equivale en esos casos a negarse a la foto actuada, a la sonrisa por encargo.
No es difícil dejarse guiar por la creencia de que únicamente quedándose solo se es el escritor que uno tenía que ser. ¿Quién no trabaja en secreto?
En literatura, como en otros ámbitos, el silencio es un recurso siempre a mano, siempre poderoso, siempre renovable. Hay libros que una vez escritos son para el autor una oportunidad de desaparecer del mundo. Todos los casos auténticos demuestran que para desaparecer hay que haber escrito un libro que, él solo, induzca al autor a retirarse. Basta pensar en el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, en El paseo de Robert Walser. Desertores célibes: ¿sólo alguien sin hijos puede pasar a la invisibilidad?
Voluntarios o accidentales.El modelo a seguir se planteó hace siglos, cuando el propio Shakespeare actuó de fantasma en las primeras funciones de Hamlet. El inasible dramaturgo fue un prodigio tal que algunos llegaron a preguntarse si un solo nombre no encubriría el de varios autores, un puñado de firmas que se extinguieron al precio de la gloria. La misteriosa muerte de otro isabelino, Christopher Marlowe, fue motivo de amenas teorías. Un caso igual de precoz y no menos inquietante fue el de Rimbaud, que necesitó irse al Africa para cambiar de armas.
Lo que llama la atención en el poeta no es que haya abandonado la escritura sino que abandonara la lectura. Por un lado porque no lo hizo del todo –siguió leyendo, pero eran sobre todo libros técnicos, prácticos, didácticos, acerca de oficios y materias muy variados– y porque invita a preguntarse si aquella lectura pura que sí había leído con intensidad no fue encarada también de un modo utilitario, en función del escritor que intuía que sería o podría ser. ¿No se trataría de una facilidad única para aprender oficios –incluido el de la poesía–, para pasar por ellos, fulgurar, y dejarlos atrás? “Aquí no hay nadie, y sin embargo hay alguien”, anunciaba el poeta aficionado a “comerciar con lo desconocido”. ¿Se desaparece para no cederle la iniciativa a la muerte?
En buena parte de los casos se trató de prófugos involuntarios, accidentales. El mito de su desaparición es no sólo la mejor obra del poeta y boxeador Arthur Cravan, tal vez sea la única. Se embarcó a los treinta y un años desde México hacia el puerto de Buenos Aires y se hizo humo, o agua, en el golfo de Tehuantepec. Cravan reeditó el caso del poeta romántico Shelley, a quien en julio de 1822 lo sorprendió una tormenta en una goleta en el golfo de La Spezia.
El viajero de inmejorable prosa Kevin Andrews murió nadando en el Peloponeso. Saint-Exupéry anticipó su fin en el Mediterráneo, cerca de Marsella, derribado durante una misión hacia el final de la segunda guerra.
Otro espíritu esquivo localizado en México fue B. Traven, cuyo verdadero nombre todavía se disputa. Una breve carrera de actor lo preparó lo suficiente para adoptar y convivir con una máscara. El cambio de nombre es una recurrente maniobra de desertor, como lo prueban los ejemplos de los peruanos Martín Adán y César Moro. La antología Los malditos testifica que la locura es una forma de desaparecer: así lo demuestran el propio Adán, Jorge Cuesta y Samuel Rawet. Curiosamente, Adán, Rawet y Robert Walser compartieron la deferente y envenenada costumbre de internarse solos en un psiquiátrico. No pocos compatriotas lo acusaron de demente a Yukio Mishima –otro seudónimo– después de una muerte programada, sin atenuantes, a los cuarenta y cinco años.
La muerte prematura prestigia y mitifica (la literatura se especializa en muertes inoportunas). En este sentido los casos de W.G. Sebald y Roberto Bolaño son tristemente elocuentes.
Maneras de ausentarse.El alcohol y el tabaco no eran suficientes como modo de esfumarse para Fernando Pessoa, cuya compulsión por el uso de seudónimos le sugirió patentar una nueva categoría –el heterónimo–, que terminó poblando una obra entera con las voces que propagaba su método. Añadirse más y más nombres para perderse con más facilidad. Al modo del mago Houdini, Pessoa se dejó atar de manos –por la clase de proyecto en que se embarcó– para después desanudarse, precisamente por medio de aquello que consiguió escribir.
Otro que recalaría en México sería Ambrose Bierce, que terminó sus días en 1914 durante una guerra civil, o ejecutado por espía. Uno de los traductores –especialista en sigilo– del Diccionario del diablo fue Rodolfo Walsh, que demostró que la desaparición puede ser un último acto de coraje, no de cobardía.
Un día de 1955 encontraron el auto del poeta Weldon Kees, con las llaves puestas, al lado del puente de San Francisco. En una nota decía que se iba a México –que a esta altura parece el abracadabra del desvanecimiento– y nunca más se lo vio.
El autor de Las enseñanzas de Don Juan, Carlos Castaneda, era el hombre que quería volverse invisible y terminó por invadir su obra; su juego de ausencias se volvió imprescindible. Borró su biografía para provocar una falacia más rentable para la literatura: un mito.
Desaparecer, sí, pero a dónde: esa es la pregunta del viajero, el fugitivo profesional. No pocos de los mejores relatos de desaparición son crónicas de viajes, como las de Norman Lewis y Redmond O’Hanlon.
El caso de quien se pone en riesgo de borrarse sin que ese sea su objetivo, o que registra una desaparición en el momento mismo en que sucede. Buenos ejemplos provee el andariego Duncan Fallowell en los cinco relatos de How to Disappear, que insinúan entre líneas que la clave es en qué ocasión se reaparece.
Es una instancia que a menudo deciden otros, cuando se embarcan en una operación de rescate. Hay escritores que se eclipsan por largas décadas: Roland Camberton, Alexander Baron y Derek Raymond se beneficiaron con los buenos oficios de ese revisionista serial que es Iain Sinclair, que ha dedicado un sinfín de páginas a caritativas obras de resurrección.
Sinclair fue uno de los defensores de David Seabrook y su notable All the Devils are Here, que concluye diciendo: “Me habré ido hace tiempo, y los que queden estarán mirando expertamente en la dirección incorrecta, como en las viejas películas mudas”. A los cuarenta y nueve años, Seabrook fue hallado muerto en su departamento, después de publicar un libro sobre ese ausente serial, Jack el destripador.
Es un hecho, un sinnúmero de los más interesantes fueron los que desaparecieron solos, sin esfuerzo, sin plan, como por gracia de la obra –de la clase de obra que hicieron–, incluso después de gozar de cierto renombre. Se trata de aquellos que viven en un limbo entre lo visible y lo velado, los que se disipan de a ratos, como las escritoras Angela Carter, Penelope Fitzgerald, Jean Rhys, Anna Kavan y Mary Butts.
No dar la cara. Los animales favoritos del cineasta y escritor Chris Marker, que se negaba a ser retratado, son los que saben mirar: gatos y lechuzas. Tal vez por eso son un poco díscolos, quieren mirar sin ser vistos ni estorbados.
Dejarse fotografiar –dejarse publicar– es la condición indispensable de la fuga futura. (Cuando murió Salinger aparecieron fotos por todas partes.)
Hans Blumenberg, el filósofo que no se dejaba fotografiar, ahonda en Descripción del ser humano en aquello de “estar absolutamente a merced de la visibilidad… piénsese en los niños que cierran los ojos cuando no quieren ser vistos”.
Para el autor de Teoría del mundo de la vida “esconderse no sirve de nada si uno sigue siendo el mismo, y no sólo para sí mismo”. Sobre las máscaras venecianas, Blumenberg apunta algo bastante sugerente: “Se adopta el aire de alguien que tiene algo que esconder porque se está harto del aburrimiento de no tener nada que esconder”.
Es posible que Hans Blumenberg haya dado en el centro de la cuestión de la negativa a fotografiarse: “La visibilidad y la opacidad se superponen en un punto del cuerpo humano: la cara. Constituyen la singularidad de lo que es una cara, de lo que significa tenerla y de lo que significa perderla. Es el lugar tanto de la sinceridad como de la hipocresía, que ocurren allí incluso sin la palabra hablada…
La cara también es el lugar de la máxima involuntariedad, de completa pérdida de sí, de permeabilidad para los movimientos más vehementes que son los que menos puede ocultar: el dolor y la ira, la vergüenza y la arrogancia, el entusiasmo y el desaliento.”
El rostro nunca capturado de Maurice Blanchot era el de un hurón que se dedicó a escribir “como sin nombre”. Lo tentaba la idea de la literatura como disolución: “La literatura va hacia sí misma, hacia su esencia que es la desaparición”.
Es improbable que la lectura pierda su lugar: el modo más sublime y más discreto de esfumarse. La literatura tiene margen para seguir siendo esa travesía por el Sahara en la que los viajeros son testigos de cómo los objetos van apareciendo y desapareciendo por efecto de la luz