Tanto en el amor como en la literatura –lo que sea que estas palabras signifiquen–, se sabe que la primera impresión suele ser decisiva. Entre el amante y el lector se pueden hallar más puntos de convergencia de los que uno creería. Uno de ellos es que ambos suelen esperar que en una primera fase del cortejo, o de la captatio benevolentiae, al menos se les respete su inteligencia, y un inicio fallido es muy probable que los vuelva impiadosos con lo que sigue. Por eso, a quienes pretenden conquistarlos los aqueja la misma pregunta: cómo empezar, por dónde.
Hace unos años, un escritor alemán, Uwe Timm, publicó un ensayo donde analiza algunos buenos inicios en la historia de la literatura, y una de sus conclusiones es que los principios más logrados son aquellos en los que se advierte la huella de lo que hay antes del principio, es decir, el magma insondable que apura las primeras frases, ese caos primigenio sin el cual la escritura a lo sumo puede aspirar a darse por oficio, o por disciplina personal, más allá de que el autor crea haber ideado una buena trama, o algún personaje original, o se haya documentado concienzudamente sobre un tema: no se trata de una actividad meramente intelectual, y en este sentido la experiencia que cuenta la escritora suiza Monique Schwitter respecto de su último libro, Los amores de una vida (editorial Edhasa), es reveladora.
—Yo estaba reuniendo mucho material sobre el tema del amor, historias de amor que me contaban, que me parecían apasionantes, pero nada de eso me llevaba a la escritura. Es decir que estuve en una crisis con el libro hasta que lo que hice es googlear mi primer amor y el shock que me generó esta búsqueda fue lo que me dejó en claro que no se puede escribir un libro sobre el amor con una serie de historias que uno va reuniendo, organizando y ordenando, y que uno tiene que abandonar ese marco tan cuidado y trabajar a partir de los lugares en los que uno está afectado personalmente, o donde uno se queda sin palabras.
En la novela, la protagonista es una escritora que tiene dificultades para empezar su novela hasta que, como Schwitter, decide googlear el nombre de su primer amor y descubre que se ha suicidado. Pero no se trata, aclara ella, de un texto autobiográfico. Si bien hay muchas coincidencias –el año del nacimiento, el hecho de que ambas se dediquen a la literatura y al teatro–, “lo que vivimos no suele ser suficiente para escribir una novela. La vida no alcanza: siempre hay que inventar”, dice; aunque en cierto modo la noticia del primer amor suicidado las impacta de manera similar a las dos. En el caso de la protagonista, a partir de entonces la escritura le empieza a fluir con la misma intensidad que los recuerdos, y el texto se va transformando de a poco en una suerte de “biografía amorosa” donde va repasando el itinerario de relaciones cuyo último eslabón es su actual marido: un ludópata repleto de deudas con el que tuvo dos hijos.
—Lo que intenté fue trabajar con el tema del amor tratando de dejar de lado todo el patetismo, todo lo más sentimental, pero parecía ser una ilusión trabajar de esa manera. Solo se puede lograr en el momento en que el amor nos da un respiro. O sea, la temática del amor es una especie de campo minado: hay cientos de trampas en las que uno puede caer y no sería razonable pensar que podemos evitar caer en alguna de ellas.
—Una de esas trampas sería, como dijiste, el patetismo, el exceso de pathos, pero ¿cuáles son las otras trampas en que el escritor puede caer en estos casos?
—La mayor trampa quizá sea caer en lo convencional. El amor arrastra consigo toda una serie de sentimientos y por eso se hace muy difícil tener una mirada muy precisa sobre el asunto, y preguntarse qué parte tiene que ver con la convención y cuál no. En las reacciones al libro, por otro lado, también se ve la importancia que tienen estas convenciones en la lectura. Muchas personas estaban indignadas al leer algunas escenas, y se preguntaban por ejemplo cómo puede ser que la protagonista abandone a sus hijos y se vaya a otra ciudad, “una madre no haría eso”, decían, o cómo puede ser que inmediatamente que la deja el novio tenga sexo en un baño público con un extraño.
—¿Acá en Argentina, o en el mundo hispanohablante en general, tuviste una recepción similar a la de los lectores en lengua alemana?
—No puedo decir nada sobre la reacción en Argentina porque no tengo todavía esa devolución. Pero la primera impresión que tengo del país es que no es para nada conservador.
—Tratándose de una novela cuyo tema principal es el amor, ¿por qué, más allá de esa situación sugerida en un baño público que mencionaste antes, decidiste omitir la descripción del acto sexual?
—Esto tiene que ver con que yo no tolero las escenas sexuales en la literatura. Es más, si hay alguien presente ahora en esta sala que cree que hay algún escritor que ha logrado reproducir de manera lograda escenas de sexo, le daría una cachetada, directamente, porque yo creo que no hay lenguaje para eso, no hay manera de reproducirlo a través del lenguaje. No me parece posible ni interesante, ni que haga justicia a la esencia de las cosas, describir una escena sexual tal como describiríamos un desayuno o un viaje en tren.