CULTURA

La transfiguración de Octavio Paz

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Los poetas bajaron del Olimpo” (gracias a la irreverencia creativa de Nicanor Parra), y la noción de “poeta nacional” se convirtió en un gravamen. Tal vez por culpa de Víctor Hugo, multiplicado por sus monumentos, el único poeta que dejó incompletas sus obras completas: no cesan de aparecer nuevos manuscritos suyos. Antonio Machado fue casi canonizado como emblema trágico de la Guerra Civil española, y luego casi santificado por la naciente democracia. Un relativo olvido le ha hecho bien a su poesía, ahora podemos leerlo libre del ditirambo, ese mármol de todo oficialismo. No menos redundante es la idea de las “generaciones” (del 50, del 60, del 70, del 80...), casi un directorio telefónico reciclado. Los marcos locales de lectura periódica se han vuelto melancólicos; los nacionales, museológicos. Hoy predomina un diálogo más civil, la posibilidad de una república literaria sin policías.

“El presente es perpetuo”, resumió Octavio Paz desde su fe radical en el lenguaje, la que fue el centro de su poética. Hoy el presente es una enunciación: lleva la fuerza del instante. Pero el desafío de Paz declara su aventura: no hay sino presente. Los poetas demasiado fecundos nos resultan incómodos porque prolongan la charla. Nuestros protocolos se han hecho más civiles y orales. Gracias a esta economía expresiva, Borges ha sido recuperado como poeta de la concisión. José Emilio Pacheco demostró que la voz y la escritura se funden en el acto de devolvernos la palabra. Neruda, en cambio, sintió la obligación de cantar la historia, el paisaje y el pueblo: su monólogo es planetario. Lo definió Paz: “la monotonía geográfica de Pablo Neruda”.

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Con los buenos poetas hay que aprender a conversar. Paz desarrolló su largo diálogo como una auscultante, urgida y fecunda indagación de la poesía misma, de su dicción moderna y su afincamiento histórico, de sus poderes prometidos y sus formas proteicas. El poema, descubrió Paz, es la convocación de la poesía, el ritual de su deseo y, siempre, la búsqueda renovada de su felicidad compartida. Como los grandes modernistas (Mallarmé, Eliot, Vallejo), Paz supo que la poesía no está en el poeta sino en el lenguaje, y que el poeta oficia entre el lenguaje y el lector. Por eso, la práctica poética de Paz está hecha por el doble movimiento de decir y desdecir. Y también por eso, corregía una y otra vez sus poemas, incluso los publicados. Su método de escritura pasaba por esas etapas de autocrítica rigurosa y pasión del oficio. La segunda edición de su poesía reunida fue más breve que la primera. La autocrítica no fue una duda sobre la poesía sino, lo que es más interesante, afirmaba su fe en la poesía. De inmediato reconocemos el ardor de su lenguaje, la tensión de su prosodia, la fuerza de su clara inteligencia.

Para no dejar de leerlo, hay que recuperarlo como intelectual serio (hecho en la capacidad de dudar, incluso de sus propias opiniones); como poeta lúcido (siempre buscando el poema en el mar del lenguaje); como ensayista creativo (provocando un debate que casi nunca logró); y como polemista ardoroso (cuyo afán de actualidad era una verdadera pasión). Al final de su vida llegó a la melancólica conclusión de que lo querían más en España que en México. Sus mayores intorlocutores, soy testigo, fueron Carlos Fuentes, Haroldo de Campos, Severo Sarduy, Pedro Gimferrer, Juan Goytisolo, Julián Ríos, Eliot Weinberger; y, en México, el más sabio: Alejandro Rossi, con quien uno sigue conversando. Fue, no sin razón, crítico puntual del voluntarismo de las izquierdas tanto como del fundamentalismo del mercado.

Paz nos dice que somos una parte excéntrica de Occidente, pero no lo dice con entusiasmo sino con resignación: la modernidad es, finalmente, residual; nos ha hecho perder el mundo natural, y nos ha convertido en sujetos del mercado universal. Darío habia escrito “Yo busco una forma”, significando su proyecto moderno como el proceso de una identidad prometida plenamente por la poesía como cristalización del Sujeto en el lenguaje. Paz, más bien, buscaba un centro articulatorio, un afincamiento en el sentido, no sólo en la convicción poética, sino en una significación que hiciera del arte la verdadera conciencia del ser y del estar, del pensar y del actuar, del hablar y del callar. Sus mejores poemas, por eso, son una pregunta por el poema, una búsqueda siempre más allá del Yo y de la forma misma, una estrategia desplegada como la convocación de la poesía. Paz debe haber sido el último poeta del modernismo internacional, cuya fe en el poder de la poesía como eje central hacía del poeta una suerte de sacerdote responsable de la palabra, tanto de la privada como de la pública, y cuya idea de la autonomía del arte –o, por lo menos, de su suficiencia– situaba a la poesía entre los lenguajes del esclarecimiento. El Premio Nobel de Literatura (1990) reconoció la calidad internacional de ese lucidísimo diálogo latinoamericano.

Así como los objetos de Marcel Duchamp son un despojamiento de la tradición representativa y de la densidad semántica del arte, de su estatuto hermenéutico tanto como de su lugar en este mundo; la forma del poema paziano, ese cuerpo verbograficado de contrapuntos, antítesis, analogías, ese precipitado barroco que se contra-dice mientras se sobre-dice, actúa como la instrumentación misma del acto poético, como una figura que lo transfigura. Blanco es el momento culminante de este proceso. Porque la operatividad de una forma inductiva ocurre en la misma serialización fragmentaria; y porque el espacio poético es desplazado de la discursividad: allí es donde la enunciación tiene su código generativo.
El mejor tributo a sus muchos trabajos es leer su poesía en el horizonte dialógico que ayudó a forjar como el proyecto de una conversación inclusiva con las grandes operaciones artísticas de la modernidad reapropiada como nuestra. Nos ha hecho contemporáneos de la comunidad de la lectura.