CULTURA
Apuntes en viaje

Lana

Aunque yo no soy tan cuidadosa y algún invierno olvidé ponerle naftalina, la frazada tiene algunos agujeros pero me niego a tirarla y la seguimos usando.

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Lana. | marta toledo

Encontré un par de medias de lana de oveja. Las habré dejado aquí, alguna vez, por si venía en el invierno. Este es un sitio amable en el verano, así que casi nunca veníamos en épocas de frío. No me acuerdo de dónde salieron estas medias. ¿Las compramos en alguna feria de artesanos? ¿Me las regaló mi madre? No las tejió ella, seguro, porque tienen formado el talón y hacer medias con talón requiere una técnica de cinco agujas que ellas no domina. Tienen algunos agujeros, de polillas seguramente. Y hasta ayer las había mirado con distancia pues son demasiado gruesas y al mismo tiempo quedan flojas en el pie. Como doy clases a la noche, sentada por más de dos horas, quieta, los pies se me congelan. Ayer se me ocurrió ponerme las medias de lana arriba de las otras. Una obviedad que dio resultado de inmediato. Por supuesto no puedo usar un calzado normal: sería imposible ponerme los borcegos o cualquier zapatilla. Pero confieso que mi calzado de cuarentena son una especie de botas cortas más parecidas a pantuflas que a botas, en realidad, unas chancletas de piel sintética con peluche adentro, que se adaptan fácilmente.

En la casa de mi mamá siempre hubo cocina a leña. Ahora hay una cocina a leña en la cocina propiamente dicha y una salamandra (qué nombre hermoso) en el comedor. Cuando voy a visitarla y un rato antes de meternos en la cama, pongo a calentar un ladrillo sobre la cocina. Luego lo envuelvo con papel de diario y lo pongo a los pies de la cama. Algunas veces pusimos el ladrillo tan caliente que al otro día las sábanas estaban quemadas. Hay una dicha infantil en meterme en la cama helada y tocar con los pies ese rincón caliente, dejar que el calor del ladrillo suba por el cuerpo. Cuando trabajaba en el Hospital Ramos Mejía usaba bolsa de agua caliente que me llevaba del depósito donde tenía mi escritorio. A veces esas bolsas estaban años guardadas ahí y cuando las ponía en la cama amanecía con los pies mojados: con el tiempo la goma se reseca y se agrieta al contacto del agua caliente.

Me gustaría tener de nuevo un pulóver de lana cruda. Creo que el último que tuve me lo tejí yo hace casi treinta años. Era una lana de un color raro, medio amarillento con vetas marrones, no estaba teñida, era así como había sido sacada de la oveja. Tenía ochos trenzados y no tenía ni puños ni pretina, lo que daba un aspecto de túnica tejida. Me acuerdo de una foto en la que estamos con mi amiga Bourdin en Formosa, habrá sido justo uno de los pocos días fríos del invierno formoseño porque tengo puesto el pulóver, estamos comiendo chipá, era la primera vez que la probaba, y nos estamos riendo. Tendríamos dieciocho años tal vez. Si justo me agarraba la lluvia el pulóver desprendía un olor a oveja intenso, era como llevar un corderito a upa.

Como la obra de mi casa está suspendida por la pandemia, casi toda la casa está embalada en cajas. En alguna de esas cajas quedó una frazada, también de lana cruda, tejida al telar. Era de José Bertoni, uno de los tíos solterones de mi madre. Es de una plaza y la heredé yo. José Bertoni era muy cuidadoso así que la cobija estaba como nueva, quizá nunca la había usado. A veces compraba para más adelante. Aunque yo no soy tan cuidadosa y algún invierno olvidé ponerle naftalina, la frazada tiene algunos agujeros pero me niego a tirarla y la seguimos usando. Le decimos “la josé bertoni”. La extraño. Es el primer invierno desde que el tío se murió, hace más de diez años, que tengo que dormir sin la josé bertoni, agujereada y todo como está.