Recorrer el interior profundo de la provincia de Buenos Aires es una aventura que en principio, puede resultar bastante monótona. Apenas uno se aleja un poco de esta gran cabeza de Goliat que sigue y seguirá siendo la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, lo que encuentra es más o menos la nada misma: kilómetros de pasto bruto intercalados con plantaciones de soja; silobolsas dispersas donde en ocasiones los productores acopian los granos para esperar otra jugosa devaluación. Cada tanto, alguna estación de ferrocarril abandonada –en varias de ellas se improvisan museos con algunos fierros viejos–, construcciones antiguas ganadas por la vegetación y pueblos donde sobreviven algunas pocas decenas de habitantes de los que se alimentan los tábanos hembras y otros dípteros que arruinan cualquier posibilidad de encontrar una paz bucólica.
Sin embargo, a lo largo de esta terra aún ignota que los huincas ganamos alguna vez a punta de sables y Remington uno se encuentra con algunos lugares sorprendentes, y en cierto modo también inverosímiles, sobre todo por su ubicación. Sobre la Ruta 3 y cerca del pueblo Micaela Cascallares, por ejemplo, se abre un camino de ripio por el que cabe un solo coche y que termina en el borde de un barranco debajo del cual se vislumbra lo inesperado: una profusa cascada de ocho metros –la más alta de la Provincia–, adonde uno puede acercarse y arrojarse cuando ya no resiste el sol o a los tábanos. Bastante más al Oeste, en la localidad de Carhué, hay un lago en el que se puede flotar casi como en el mar Muerto y un poco más allá, pasando el ahora lúgubre matadero del prolífico arquitecto Francisco Salamone, un paisaje único en el mundo: las ruinas de Epecuén, ese pueblo que resurgió de las aguas con el aspecto de una ciudad arrasada por aviones bombarderos de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora bien, además de estos paisajes naturales –y los anteriores son apenas dos de muchos otros ejemplos que se podrían dar–, en la Provincia también hay varias perlas culturales de las que pocos tienen conocimiento. De hecho se podría trazar una suerte de cartografía cultural, e incluso literaria, de aquellos sitios en los que dejaron su huella muchos de los escritores que hoy conforman nuestro canon, o de los lugares en los que transcurren algunas de sus ficciones. A pocos kilómetros de la cascada que mencionamos –“la cascada Cifuentes”–, sin ir más lejos, está la poco conocida “Cueva del Tigre”, donde en el siglo XIX se solía esconder el gaucho matrero Felipe Pascual Pacheco, más conocido por su apodo de “El Tigre del Quequén”. Hasta allí en el año 1877 se acercó un Eduardo Gutiérrez que estaba dando sus primeros pasos en la literatura y le hizo la entrevista que algunos años después publicaría como folletín en La patria argentina. En ese mismo periódico, unos años más tarde, también publicaría su obra más conocida: Juan Moreira, personaje del que, por supuesto, también se pueden seguir sus rastros. En el pueblo de Navarro, por ejemplo, se puede visitar –siempre y cuando el dueño no esté durmiendo siesta– una de las pulperías donde el matrero iba a calentar la garganta antes o después de pasar a cuchillo algún incauto. En el mostrador, que está rodeado de barrotes, hay un cartel que reza una ordenanza municipal del año 1892: “Prohibido escupir en el suelo”. Pero suponemos que pocos la respetaban.
Como sea, si se quiere continuar el recorrido gauchesco una opción es salir de Navarro y tomar la Ruta 41 hasta Areco. De pasada también se puede entrar a Mercedes y visitar la casa de Roberto Payró, antes de que el tiempo y el desinterés la terminen de derrumbar, como pasa por cierto con muchos de estos espacios a los que nadie le presta atención. En Argentina usualmente los objetos o el archivo de los escritores o se van a una universidad extranjera o se los deja fenecer por la humedad o por las polillas.
De todos modos hay que decir que éste no es el caso del Parque Criollo y Museo Ricardo Güiraldes, en Areco. Se trata de una casona que se levanta casi como una fortaleza, a la que se accede luego de cruzar “el puente viejo” que atraviesa el río. Allí se conservan algunos manuscritos del escritor, pinturas de Eduardo Sívori y objetos que dan cuenta de la vida campera; pero tal vez lo más interesante es que en el predio también está “La blanqueada”, una pulpería de más de 150 años, muy bien restaurada, que constituye uno de los escenarios en los que transcurre Don Segundo Sombra, obra que contribuyó a la fama de Areco, como por cierto suele suceder con la obra de muchos escritores. ¿O quién sabría de la existencia de, por ejemplo, ese pueblo perdido en los bordes de la Provincia, General Villegas, de no ser por las novelas Manuel Puig? En su momento, cuando se publicó Boquitas pintadas, los vecinos –y esto lo muestra muy bien un documental que salió hace poco, Regreso a Coronel Villegas– se escandalizaron porque en muchos de los personajes podían verse identificados a sí mismos, a algún pariente o alguien a quien conocían, y casi nunca en una situación decorosa. Hoy, sin embargo, el rencor parece haber cedido al orgullo territorial, todos lo quieren, incluso lo ostentan, y en la entrada al pueblo hasta hay un cartel enorme que invita a visitar General Villegas con el argumento de que es “el pueblo de Manuel Puig”.
En Villa Pardo, localidad cercana a Las Flores –a más o menos 200 kilómetros de Buenos Aires–, ocurre algo similar, pero con Bioy Casares. Allí el municipio busca captar turistas jactándose de haber sido el lugar en el mundo de nuestro escritor más casanova y bon vivant, y de hecho casi todo lo que uno encuentra habla un poco de él, o de alguien de su linaje. En la entrada, sobre la Ruta 3, se llega a ver su estancia Rincón Viejo, donde pasaba largas temporadas. Ahí escribió su primera obra en conjunto con Borges: un folleto de 12 páginas sobre los beneficios de la leche cuajada. Se lo había encargado su tío Miguel Casares, director de la empresa La Martona, y el pago fue bastante generoso para la época: 16 pesos por página. Un dinero que al Borges de la década del 30 no le venía nada mal.
Ya en el interior del pueblo, atravesado por vías de ferrocarril que van delineando una larga plaza, hay una especie de centro de salud y una escuela. Ambos con el apellido Casares en sus fachadas. También está el almacén de ramos generales que construyó Juan Bautista Bioy, el abuelo del escritor, y donde hoy funciona un hotel que conserva la estructura y una buena parte del mobiliario de ese entonces, y que en cierto modo ofrece una experiencia distinta: hospedarse en el mismo lugar en el que Adolfito –no es difícil suponerlo– habrá descargado su libido más de una vez. Toda una osadía gay friendly.
Saliendo del hotel, a pocos metros, también está la opción de visitar el Museo Ferroviario, que tiene algunos objetos que pertenecieron a Bioy, o al menos eso dicen, porque cuando este humilde cronista llegó la delegada no estaba, a pesar de que en ese horario debería haber estado. Algunos vecinos intentaron comunicarse con ella –en un pueblo de 180 habitantes se conocen todos hasta los tuétanos–, pero no hubo caso. “Es probable que esté durmiendo una siesta”, dijo alguien, y otro agregó que iba a tratar de encontrarla. “Casi nunca llegan turistas y una vez que llegan...”.
Es el inconveniente habitual con que uno se encuentra cuando visita estos lugares. A los horarios reducidos –un par de horas a la mañana, en general– a veces se le suman estas cuestiones, y en suma no basta con llegar en hora: también hay que tener algo de suerte, y como este cronista no la tiene le volvió a pasar lo mismo cuando llegó a Bahía Blanca con el objetivo de visitar la casa de Martínez Estrada, donde hoy funciona una fundación del mismo nombre. Las persianas estaban bajas –no se podía siquiera saltar un cerco y espiar– y en la puerta no había un cartel que indicara algún horario, o que avisara de algún cierre por vacaciones o por lo que fuera. Todo lo que se podía ver era la fachada (quizás en Argentina es así: hay que acostumbrarse a ver, literal y metafóricamente, nada más que las fachadas) y una especie de patiecito que conecta con el garaje y en el que a lo mejor en su momento –apelemos a la imaginación– el escritor habrá pergeñado El verdadero cuento del Tío Sam o sus Exhortaciones. Quién sabe. De cualquier modo si a uno le gustan las fachadas después también puede pasar por la casa natal de Héctor Libertella, a unas cuadras de la plaza Rivadavia, y continuar sobreexigiendo la imaginación y reconstruyendo, sobre todo en este caso, arquitecturas fantasmas.
Pero volvamos un poco al Oeste de la Provincia. A poco más de 150 kilómetros de la Capital, hay dos pueblos que albergaron otros dos grandes escritores. Uno de ellos es Chivilcoy. Allí vivió Julio Cortázar desde 1939 hasta 1944, cuando se va a dar clases de literatura francesa a la Universidad Nacional de Cuyo. Allí, a pocas cuadras de la estación de ómnibus, si se apela a la buena voluntad de los directivos se puede visitar la Escuela Normal donde dio clases, y donde fue el único profesor en negarse a besar el anillo del obispo de Mercedes, según cuenta en una de sus cartas firmadas con el seudónimo “Julio Denis”. Cerca de la plaza principal está la pensión donde vivió, y desde la que escribió algunos relatos como “Casa tomada”, que publicaría algunos años más tarde. A unas ocho o nueve cuadras de ahí también hay una plazoleta, inaugurada hace unos años, que lleva su nombre, y en uno de cuyos muros se ve un mural de un Cortázar bastante más grande que el joven imberbe que pasó unos años en Chivilcoy. El pueblo cada tanto le rinde algún homenaje, lo que en cierto modo no deja de representar una ironía, ya que el cronopio de Banfield –cuya casa de infancia, digámoslo de paso, fue demolida porque quienes la compraron no sabían, o al menos eso dicen, que ahí había vivido él– nunca le gustó mucho el pueblo y hasta vivió el día de su partida como un “día de la independencia”, de acuerdo a lo que dejó escrito en otra de sus cartas.
A la salida del pueblo, y siguiendo con el tour literario, una opción es tomar la Ruta 30 y hacer unos 50 kilómetros hasta Chacabuco, pueblo que vio nacer y crecer a Haroldo Conti, y pasar por alguno de los lugares que él frecuentaba, o en los que transcurren algunas de sus ficciones. Pero otra opción desde Chivilcoy es tomar la Ruta 5 y atravesar 300 kilómetros de soja y desierto hasta Trenque Lauquen, donde alguna vez dejó sus huellas un poeta popular hoy bastante olvidado: Pedro Bonifacio Palacios, mejor conocido por su seudónimo de “Almafuerte”. El autor de Lamentaciones estuvo ahí entre 1894 y 1896, ejerciendo la docencia en una escuelita rural donde también se alojaba, hasta que le pasó lo mismo que algunos años antes en Chacabuco: lo relevaron de sus funciones por no tener un título que lo habilitara (“y contra la ignorancia guerreaste/ sin títulos que te respalden”, dice al respecto en uno de sus poemas). Hoy es un museo muy bien cuidado (también hay uno en La Plata, vale recordar) que exhibe algunos de sus manuscritos, varios muebles de la época, objetos y documentos que dan cuenta de la vida en el pueblo desde fines del siglo XIX.
Después se puede volver por Guaminí, visitar uno de los mataderos abandonados de Francisco Salamone (la entrada está cerrada, pero dando un par de saltos uno puede llegar a alcanzar una de las ventanas y exponerse con alegría a probables derrumbes) y seguir por la Ruta 205 hasta Buenos Aires. En el camino está el pueblo de San Carlos de Bolívar, de donde es oriundo el genial Adolfo Pérez Zelaschi, tal vez uno de nuestros escritores más infravalorados, pero no hay mucho que lo recuerde. Solo un Instituto de Formación Docente que lleva su nombre desde hace algunos años.
Ya cerca de Buenos Aires por supuesto también está Villa Ocampo, en San Isidro, o la casa de Ernesto Sabato, en Santos Lugares. Pero esos son sitios que se conocen bastante más, y la idea de esta nota era mostrar que también puede haber vida, y “cultura”, más allá de la ciudad o de sus alrededores, o más allá de la Ruta 2. El suelo del interior de la provincia de Buenos Aires no solo ha producido granos de cereales: una gran parte de los escritores que hoy conforman nuestro canon literario –la mayoría, si uno saca cuentas– proviene de ahí, y no está de más aprovechar alguna escapada para seguir sus huellas. O admirar siquiera las
fachadas.