CULTURA
Apuntes en viaje

Locro

Nosotros éramos simplemente clientes, pero había una familiaridad contagiosa que me hizo acordar a los días patrios en mi casa de infancia. Hasta la Morcilla ligó unos huesitos de chancho y unos pedazos de carne.

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| MARTA TOLEDO

Empecé a comer locro de grande. En mi casa no se hacía. Mi padre es un gran cocinero de buseca, que tiene como ingrediente principal el mondongo. Ese era el plato de las fechas patrias que caen en invierno. También lo hacían las cooperadoras de las escuelas, los bomberos, los clubes de fútbol. Después la comisión de bomberos se pasó al Chanchomóvil: en la caja de una camioneta plantan un asador y el chancho se va haciendo mientras recorren las calles del pueblo vendiendo una rifa. Cuando termina la cocción, se hace el sorteo y el chanchito llega de la camioneta a la mesa del suertudo.

El último locro que comí, ahora para el día de los trabajadores (no: del trabajo, como se decía cuando era chica), empezó por un lechón. Remontábamos la calle Gavilán hacia nuestra casa, un sábado al mediodía, y vimos el pizarrón, casi en la calle, con letras gordas escritas en tiza, en mayúsculas de imprenta, que gritaba: Hay Lechón. No hizo falta más que un mutuo gesto de entendimiento para que con Grillo agarráramos una de las poquitas mesas que se desperdigaban en la vereda de esa esquina donde está la parrilla La gran familia (Neuquén y Gavilán). Lechón tibio con porción de rusa y media jarra de vino de la casa y sifón y hielo. Al lado hay un taller mecánico de chicos jóvenes, uno metía mano al motor mientras su novia con tatuajes en piernas y brazos retocaba la pintura de un abollón en la carrocería. Se habían llevado el plato, apoyado en un saliente de la pared del taller, y picaban y fumaban mientras trabajaban bajo un día soleado. El mozo, que es el yerno del asador, es un muchacho simpático y nos contó que a los lechones los cría su suegro en un campito que tiene en Santa Fe. Una vez servidos los platos, vino el propio criador y asador a preguntar si estaba rico. Es un hombre de ochenta años y a la parrilla la llevan con su esposa, la hija y este muchacho que es el marido. Ese día nos contaron que también hacían locro y que se venía el primero del año, justo para el primero de mayo.

Así que el día en cuestión, volvimos. Extraño los viejos otoños cuando el frío empezaba a aparecer a fines de marzo, puntualmente. Hoy cuando mayo ya arrancó, es un día primaveral, húmedo, pegajoso. Pero soy fanática de las comidas de olla, así que no estoy en la fila de los remilgados que dicen: qué calor para locro. El de La gran familia es delicioso: con sus patitas de chancho, sus cueritos, chorizo, poroto, garbanzo, zapallo… bien espeso y contundente, con la salsa de pimentón y cebolla de verdeo, picantona. Pero además del locro, lo que me gustó es el ir y venir de los vecinos con los taper y las ollas, comprando las porciones y llevándolas a su casa. Nada de esas bandejas descartables inmundas. Hombres y mujeres con niños pequeños entusiasmados con la romería que se armó en la vereda, donde había una mesa grande con familiares de los dueños que habían venido a compartir el almuerzo con ellos. Nosotros éramos simplemente clientes, pero había una familiaridad contagiosa que me hizo acordar a los días patrios en mi casa de infancia. Hasta la Morcilla ligó unos huesitos de chancho y unos pedazos de carne y quedó con los pelos blancos del hocico teñidos de amarillo.

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Una calma festiva envolvía la escena y sin embargo me vino a la cabeza esa canción de Zitarrosa: “Patrón, si esa sombra en luz estalla y ve que avanza, / como una aurora, en su garganta, / patrón, se le vuelve daga, / ése es su peón”.