En primer lugar quiero situar esta novela en una “tradición olvidada”; me refiero a la transmisión –entre nosotros, Antonio Dal Masetto y Ricardo Piglia, entre muchos otros–, de parte de los escritores de los años 70, de la literatura italiana. Creo que con Cesare Pavese se impuso un oficio de vivir y de escribir. Después, vinieron, Giorgio Ba-ssani, Carlo Emilio Gadda, Pier Paolo Pasolini e Italo Calvino. Otros lectores posteriores, como Guillermo Piro, en los 90 comenzó a “difundir” al escritor norteamericano más italiano de todos: John Fante.
La tradición de la novela política está encabezada por Alberto Moravia, Vasco Pratolini, Carlo Levi (Cristo se detuvo en Éboli). De aquellos tiempos, la industria editorial actual rescato Las pequeñas (grandes) virtudes de una escritora como Natalia Ginzburg. Y los poetas editados de la mano de Luis Tedesco y Jaime Rest: Giuseppe Ungaretti y Salvatore Quasimodo.
La hermosa juventud en que crecimos con el cine italiano. Sí, Amarcord; sí, Los desconocidos de siempre; sí, Los compañeros; sí, La armada Brancaleone. Vittorio Gassman nos sorprende en sus primeras páginas de sus Memorias (Un gran porvenir a la espalda) cuando declara: “Mi escritor preferido es Onetti”.
Las citas y los nombres propios no siempre responden al elogio ni al método del catálogo.
No dejemos que la novela italiana se convierta en un astillero. Los escritores debemos, trasmitir eso que fue más que una experiencia: un estilo de vida.
Jurame que nunca, de Graciela Schvartz, cuenta la conversación entre una madre, Iris, y su hija Teresa –cómo no evocar el Coloquio en Sicilia de Elio Vittorini–; y también la de Vicente, el marido de Iris, y el padre de la chica, que se nos presenta en una foto: Vicente está en Roma, junto a la Fontana de Trevi… tiene poco más de cincuenta años, es buen mozo… “Del campesino que desembarcó hace tres décadas en la Argentina no queda nada…”. Hace falta jurar que no quedó nada.
La novela es la historia de un matrimonio que emigra de Génova a la Argentina.
Si hubiéramos vivido aquí es el título de la conmovedora novela de Roberto Raschella sobre la inmigración. Ese mundo en que los inmigrantes italianos se volvieron nosotros y nosotros, ellos.
La pérdida de memoria no se reduce a una cuestión confinada a un diagnóstico neurológico. En Jurame que nunca domina la fatalidad de la lengua: “Iris muchas veces ahora habla en italiano, su idioma de infancia, el que su madre usaba para hablarle a ella”. Esa lengua que nos remite al sainete.
Jurame que nunca. El verbo jurar, en su acto performativo, parece siempre más próximo al sentimiento que a la gramática.
¿Por qué el juramento resulta siempre insuficiente? Solo hay que llevarse los dedos a los labios como un rezo, y jurar por la madre. Jurame que nunca. Si fuera de amor: Jurame que siempre. O, nunca me dejarás de amar. Desde su título, esta novela lo inmiscuye al lector en esa espera: de que la palabra dada se cumpla.
Es algo que una madre le pide a una hija: “–Teresa. –Sí mama? ¿Qué? –Jurame que nunca –¿Qué nunca qué? –No deja, nada. No importa”.
Al instante lo olvida, como si no quisiera quedarse a esperar que su hija lo cumpla, ni tampoco condenarla a que quede presa de su juramento.
“Jurame que no me va a odiar.”
Iris juega con las palabras y la máquina de escribir, las teclas son casi una música nocturna.
Entonces la infancia genovesa vuelve de golpe. Porque el tiempo va y viene. Con ese hilo de memoria que amenaza con cortase a cada instante.
En la novela hay una carta de la madre Inés a su hija Teresa. En ella encontramos frases que tienen el mismo valor sentencioso que el juramento, cuando ésta le escribe: “¡Ah si las palabras bastaran y la realidad no fuera una lápida que ahoga!”
Iris padece de olvidos, agujeros en la memoria, los llena con relámpagos de la lengua italiana que vuelve, para iluminar y apagar su memoria.
En esta historia se apela al juramento. Esto quiere decir: te cuento este secreto y jurame que nunca se lo contarás a nadie. Es lo que una madre, veladamente, amparada en el olvido, le pide a su hija.
El lector queda capturado en esa conversación que descose, cose y zurce, los agujeros de la memoria materna desde la primera hasta la última página.
Este libro con fragmentos poéticamente escritos: “Tuve tanto frío a la noche. Como si hubiera un fantasma de hielo al lado mío y no me dejara mover. Cuánto frío y qué dolor”. Si Iris, le respondería, se valdría del título de la novela de Gadda: “No hay aprendizaje del dolor”.
Quizás la verdadera literatura italiana es la más política y sentimental. Recordemos cómo comienza Aquel antiguo amor, la novela de Carlo Laurenzi: “Los abrazos y las lágrimas”. En esa breve frase se podría condensar esta historia entre Iris, la madre, y Teresa, la hija. Siguiendo con Laurenzi: las dos mujeres hablan de “una amargura lejana”.
Jurame que nunca evoca también una nostalgia que, cuando se la lee, hace eco con el territorial verso de César Vallejo: “Nunca tan cerca arremetió lo lejos”.
Rara vez sucede. Esta vez, como lector, me sucedió.
*Escritor. Entre sus últimos libros se encuentran Cuentos elegidos y Ni muerto has perdido tu nombre, ambos publicados por Edhasa.