Cuando era chica había una idea instalada, no creo que sea así ahora, ya no, de que leer libros era como viajar o de que los libros en sí mismos eran un viaje a universos muy distintos de los que habitábamos a diario. Los libros y los viajes estaban unidos también físicamente: llevarse libros a las vacaciones, a los aviones, a los micros… el viaje, en fin, como un espacio de lectura. Y también hay una idea instalada en los suplementos literarios de hacer todos los años la lista de mejores libros, libros recomendados, etcétera. Así que haciendo uso de estas dos ¿costumbres? voy a recomendar algunos libros que leí este año y que tienen, de alguna manera, un viaje o suponen uno.
El puente de las ánimas, de Gustavo Farabollini (Modesto Rimba) es una crónica sobre uno de los accidentes más tremendos ocurridos en la provincia de Santa Fe. Un micro que hace un trayecto bastante corto entre la ciudad y algunos pueblos cercanos, en los años 70, cae al arroyo Leyes, repleto de personas; eran los tiempos en que los pasajeros viajaban de pie cuando ya no quedaban asientos disponibles. Solamente sobreviven seis. Entre ellos una beba de poco más de un año que flota en las aguas gracias a la bombacha de goma que usaban entonces los niños encima de los pañales de tela. Farabollini reconstruye esa historia cuarenta años después: entrevista a los sobrevivientes, a los familiares de quienes murieron en el accidente y trama una narración coral en la que las ánimas del título parecen susurrarnos constantemente.
Cometierra, de Dolores Reyes (Sigilo) es un viaje al conurbano profundo, pero también un viaje íntimo que sigue el camino de los muertos sin justicia, de los cuerpos desaparecidos, de los cuerpos insepultos. La tierra que tocaron y que la protagonista lleva a su boca es su propio viaje, uno en el que debe atravesar una y otra vez la zona indefinida (como la llama Nicolás Correa en La virgencita de los muertos). El libro de Farabollini y el de Reyes traen las voces de los y las que ya no tienen voz porque fueron callados por la muerte repentina.
Chau, chau, chau, de Florencia Gómez García (Conejos), como si fuera un viaje en el tiempo, narra la historia de una adolescente durante los últimos meses de 2001 y los primeros del siguiente. El estallido que se va construyendo despacio fermenta en la intimidad de departamentos alquilados, de la plata que no alcanza, de la promesa fatua de los concursos de televisión… la desintegración social del menemismo sigue flotando sobre el país como una nube tóxica que nos encandila con los ídolos de la tele. Una novela deliciosa y una voz que surfea encima de la melancolía, el humor y el cinismo.
Ol de pritty jorses, de Andrés Hax (17 Grises), un ¿ensayo? ¿autobiografía? Todo eso. Si el amor fuera una droga este libro sería un viaje psicodélico y alucinado al corazón de uno de los autores más brillantes de los EE.UU., Cormac McCarthy. Pero lo es, sobre todo, al corazón fascinado de un lector devoto, el mismo Hax. Un libro extraño y hermoso que no hay que dejar pasar si ya leímos a McCarthy o si ni siquiera sabemos quién es.
Y dejo para el final el libro que estoy leyendo, Naturaleza moderna, de Derek Jarman (Caja Negra). Decir el diario de un jardinero sería simplificarlo. Pero acaso sea tan simple y precioso como eso. En una de las primeras entradas habla del romero, la hierba del recuerdo, la que tenía Ofelia en su bouquet y la que se ponía entre las manos de los muertos. ¿Acaso el recuerdo no es también un viaje?n