CULTURA
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Memoria y desgarro

Saúl Sosnowski es autor de las novelas “Decir Berlín, decir Buenos Aires” y “El país que ahora llamaban suyo”. Fundador y director de la revista de literatura “Hispamérica”, acaba de publicar “Rasgada obsesión”, en la que, en palabras de Ana María Shua, “se mueve en dos registros complementarios: por un lado, la obsesión sobre el pasado y la necesidad de volver sobre los horrores del siglo; por otro, la irrupción de lo íntimo, lo erótico, lo inesperado”, y en la que, sin ofrecer certezas ni clausuras, “pone en práctica la experiencia de una escritura vibrante donde memoria, deseo y política se entrelazan para recordarnos que la literatura sigue siendo un espacio de resistencia y de vida”.

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Sosnowski. “Entre memoria y desgarrro”, dice Ana María Shua en este artículo, “se aparta de la retórica previsible y plantea que la memoria debe repensarse constantemente, en tensión con el presente”. | cedoc

En Rasgada obsesión, Saúl Sosnowski escribe una novela que no se limita a narrar, sino que interpela, interroga, se abre y desarma al lector. Su prosa avanza en un territorio movedizo donde la memoria histórica, la reflexión política y la intimidad se confunden hasta volverse inseparables. Es admirable cómo logra que lo íntimo no se desvanezca frente al peso de la historia, sino que la ilumine, la atraviese y hasta la contradiga. El resultado es un libro en el que la experiencia amorosa y corporal no aparece como evasión, sino como resistencia frente al olvido.

El protagonista, Carlos, es un argentino atravesado por la Shoá, por la violencia del siglo XX, por las dictaduras latinoamericanas. Sin embargo, Sosnowski evita el tono solemne del cronista: su personaje se mueve entre archivos y cafés, entre las calles lluviosas y la calidez de los encuentros amorosos. Lo político no aparece como abstracción, sino como experiencia encarnada que roza la piel y los vínculos cotidianos. Así, lo íntimo y lo histórico se enfrentan en espejo, multiplicando sentidos hasta el infinito.

La novela no es lineal ni se acomoda a etiquetas de género. En todo caso se ofrece como un palimpsesto en el que se superponen capas de pensamiento, deseo y memoria. El lector se pregunta constantemente si está frente a un recuerdo personal, una reflexión teórica o una escena de deseo. O todo eso simultáneamente. Esa oscilación, núcleo de la propuesta estética, convierte la lectura en una experiencia intensa y ambigua. Rasgada obsesión exige un lector dispuesto a aceptar que la vida no puede compartimentarse en categorías fijas.

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Uno de los grandes logros es que el peso de la historia nunca anula lo íntimo. La memoria de los campos de exterminio, las dictaduras o la violencia estatal aparecen como trasfondo que intensifica cada gesto cotidiano. El amor, con su erotismo y sus malentendidos, se vuelve una forma de resistencia: la ternura y el deseo contrarrestan la maquinaria del olvido. Allí donde el horror amenaza con paralizar, la experiencia erótica se convierte en afirmación vital.

El estilo acompaña esta apuesta. Sosnowski escribe con una prosa torrencial, cargada de asociaciones y enumeraciones, como si la mente del protagonista se negara a fijarse en un único punto. Esa escritura “obsesionada” responde a un imperativo ético: no simplificar lo inabarcable. Sin embargo, también hay pausas: escenas sensoriales de esquinas, encuentros, tormentas físicas y mentales nos recuerdan que la vida está hecha de fragmentos fugaces. El título mismo condensa esta tensión: la obsesión por la memoria aparece desgarrada por lo inesperado, por encuentros que abren grietas y nuevas lecturas.

Otro aspecto clave es la problematización de la memoria. La novela dialoga con testimonios, con categorías jurídicas como “genocidio” o “crímenes de lesa humanidad”, y con el estatuto de la verdad histórica. Pero lo hace desde lo íntimo: Carlos no es solo investigador, es nieto y heredero de un dolor transmitido en relatos familiares. Así, la memoria colectiva se encarna en biografías individuales. A la vez, Sosnowski interroga la banalización del horror, cuestiona etiquetas académicas, denuncia la hipocresía de sociedades que celebran la memoria mientras toleran discursos fascistas. Pensar y narrar se vuelven inseparables.

El vínculo amoroso con Sofía, “la mujer del taco”, que podría parecer secundario, se convierte en eje. El deseo entre ambos es prueba de que la vida insiste incluso frente al trauma. La pasión funciona como metáfora de lo irreductible: aquello que no puede borrarse ni por cifras ni por discursos del poder. La escritura erótica, lejos de lo decorativo, se vuelve núcleo de resistencia frente a la pesadez de la historia.

En este cruce entre memoria y desgarrro, la novela se mueve en dos registros complementarios: por un lado, la obsesión sobre el pasado y la necesidad de volver sobre los horrores del siglo; por otro, la irrupción de lo íntimo, lo erótico, lo inesperado. El arte de Sosnowski está en mantener esa tensión sin que un registro anule al otro. La estructura fragmentaria, que alterna reflexiones, escenas narrativas y evocaciones líricas, refleja la imposibilidad de reconstruir una experiencia total. El lector debe aceptar la deriva y acompañar a Carlos en sus recuerdos entrecortados.

La obra dialoga también con la tradición argentina y latinoamericana de la literatura de la memoria, pero con distancia crítica. Sosnowski se aparta de la retórica previsible y plantea que la memoria debe repensarse constantemente, en tensión con el presente. Así, se suma a una generación de escritores que conciben la literatura como resistencia crítica, más que como mero espacio de representación.

Al finalizar la lectura, queda la sensación de haber atravesado un libro incómodo y necesario. Incómodo porque obliga a confrontar tanto con el horror histórico como con las contradicciones del presente. Necesario porque devuelve a la literatura un papel activo: abrir preguntas, mantener viva la tensión entre lo que recordamos y lo que quisiéramos olvidar. Rasgada obsesión no ofrece certezas ni clausuras, sino la experiencia de una escritura vibrante donde memoria, deseo y política se entrelazan para recordarnos que la literatura sigue siendo un espacio de resistencia y de vida.