CULTURA
Apuntes en viaje

Nubes colchón

Atravesó el mercado y su gentío, corrió por las vías muertas del subterráneo. Una persistente llovizna alejaba al mar de transeúntes que asiduamente recorría la zona.

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Nubes colchón. | marta toledo

La redacción estaba tal cual. Dos pilastras de madera conducían al salón, la extensa llanura, decoración solemne etcétera. Cortinados metálicos eclipsaban el resplandor intenso del mediodía. Un afiche extendido sobre una de las columnas recordaba el horario de la próxima asamblea. Fuertes luces y profundas sombras recortaban las figuras de los obreros. Un etéreo túnel anaranjado conducía a la caja blindada del gran anfitrión. Ya nadie quería escuchar viejas historias de guerra: todo el terror llegaba de los castañeteos. Percheros, hasta el tope de sacos e impermeables, y paraguas plegables, y corbatas de saldo (llevaban prendidas las etiquetas). Un murete oscuro, cargado, ribeteado por macizos ficus enanos. Porciones de vértebras y fibras y costillas y carne se retorcían detrás de los escritorios. El violento paisaje se veía borroso bajo la enramada húmeda, densa además. Caras arrugadas, cuerpos preñados por las tensiones diagonales y el tedio, haciendo esfuerzos desesperados por respirar (caras-cuerpo). La grava asfáltica seguía resquebrajada por la mitad. Algunos habían perdido un ojo y hasta tres dedos de una misma mano. Otros dejaban ver sus misérrimos muñones. El traqueteo constante del teclado, las palmadas sordas con cada abrazo, carcajadas alborotadas, el sonido latoso de los teléfonos en flor. Se percibía el intenso olor del almizcle. Sobre uno de los escritorios laterales había un antiguo balde de hojalata con una botella plástica dentro. El sendero apaisado jalonado por dos hileras de escritorios de fórmica berreta. Alejandro se sintió ligero, acaso, como si flotara de hecho. En la ribera de la monumental oficina del jefe lo atendió X, la secretaria polirubro. Espesa cabellera rojiza, ojos marrones opacos, párpados flexibles ligeramente caídos, blusa oscura; llevaba por falda un trozo de pana gris, con graciosos grabados pardos. Estaba allí desde siempre. Detrás del ventanal, el jefe, sujeto que bebía café en cantidades industriales, aborrecía el fitness y los yogures light, abusaba del pastillero y era al único a quien se le estaba permitido fumar, en el baño, con la sola condición de que no dejara rastros de colillas ni de cenizas a la vista fina del resto de la tropa. 

(El sueño me tironeó al sobresalto; instantes después volví a trenzarlo.)

Corrió para desaparecer. Sobre el césped mojado, entre los campos cenagosos, senderos de asfalto, por la orilla marchita, a la vista de árboles desnudos, con ambición soberana. Atravesó el mercado y su gentío, corrió por las vías muertas del subterráneo. Una persistente llovizna alejaba al mar de transeúntes que asiduamente recorría la zona. La calma, el silencio y una presencia fuliginosa envolvían el entorno. Los hombres-bolsa transpirados (aturdidos) gritaban y cantaban el resultado, gritaban y cantaban. Una enfermera paseaba a un anciano en silla de ruedas por los senderos de rosales recién podados. Al final del camino, un racimo de piedras y por sobre éstas, el inmenso cartel de Coca-Cola que daba crédito a la megalomanía de la empresa: “Podemos cambiar el mundo”. La atmósfera límpida permitía contemplar un amplio riacho, tanto más extendido por el corte reciente de pastos, aires y nubes colchón. Un muchacho dejaba ver sus fauces en la orilla, aguardaba entonces el momento exacto del pique para tirar de la caña y dar con el desayuno: un simpático pescado marfil. Detrás del frondoso bosque de coníferas alzaba sus músculos de piedra la colosal estación central, con los faroles sudados. No somos más que instrumentos, construyó mentalmente Alejandro. Tenía los labios secos, pero las manos gruesas curiosamente húmedas. Cruzó la calle larga y desembocó en la entrada reducida de un quiosco 24hs.

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