CULTURA
textos de la guerra

Nuevas narrativas religiosas ante la paranoia nuclear

La conexión de las armas nucleares con lo divino no debería sorprendernos. De alguna manera la mente articula el misterio de la aniquilación con el instante de la creación. Cuando Dios en el mito instituye el mundo, cual alquimista, transforma la energía en materia; asimismo, el hombre, en el pecado de suplantar a la divinidad a través de la ciencia logra transmutar la materia en energía participando del proceso olímpico, llegando a ser un “contra creador”. ¿Qué ocurre hoy con la amenaza creciente del cataclismo absoluto?

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El Reloj del juicio final, una representación creada por los científicos de la Universidad de Chicago, rápidamente se está adelantando. Ahora se halla tan solo a unos pocos segundos de la medianoche, y si llegase a ese punto preciso, simbolizaría el lugar de no retorno, es decir, el cataclismo total. No solo se utiliza para marcar los riesgos de un probable enfrentamiento dantesco de carácter bélico, sino que también se emplea ante el avance de la devastación ambiental. Empero, una vez más, las agujas fueron colocadas cerca de las cero horas a raíz de las amenazas del presidente de Rusia Vladimir Putin, de atacar a Ucrania y a Occidente con su arsenal nuclear. Está acorralado y teme perder la guerra. Más allá de esto, lo cierto es que estamos cada vez más próximos de que ese “infierno tan temido” ocurra, quizás tanto como en 1983 durante el gobierno de Ronald Reagan (que en ese entonces pasó desapercibido), o de la crisis de los misiles en Cuba en 1962. Aunque es difícil que hoy se llegue a mayores la paranoia apocalíptica está y, junto con ella, reaparecen las vastas narrativas con contenidos religiosos.

Por lo dicho se desprende que hay otras perspectivas que son ricas para considerar, me refiero que ante la posibilidad de la muerte se movilizan estructuras de carácter espiritual. En la amenaza de la extinción de nuestra especie innegablemente salen a la luz aquellos “arquetipos” colectivos de los que nos hablaba Carl Jung, los que están presentes como patrones en los mitos ancestrales de todas las culturas. En 1945, durante la detonación de la primera bomba atómica en un campo de pruebas del Estado de Nuevo México, se pudo observar que de manera innata surgió el pavor de lo sagrado. A ese campo, por sincronicidad, por casualidad o por cinismo se lo bautizó como “Trinidad”. Al ver la luz del hongo expansivo uno de los científicos involucrados en el proyecto Manhattan, Robert Oppenheimer, versado en filosofías orientales, más específicamente en el Bhagavad-Gita, recitó las palabras de Arjuna cuando contempló el esplendor del dios Krishna: “Como un relámpago de mil soles que aparecieran de improviso en el cielo, tal es el resplandor que emana de esta alma divina”. No debemos olvidar que las dos bombas arrojadas luego sobre Japón en Hiroshima y Nagasaki fueron contra un “Imperio solar” que creía que su líder Hirohito era un dios encarnado, y a los dioses, siempre se los combate en una batalla escatológica. Curiosamente los intelectuales de la época, como, por ejemplo, Jean-Paul Sartre, sorprendentemente callaron ante semejante horror. Solo un periodista y escritor tuvo la lucidez de advertir sobre esto. Albert Camus en el editorial de Combat del 8 de agosto de 1945 denunció que “…la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas”.

La conexión de las armas nucleares con lo divino no debería sorprendernos. De alguna manera la mente articula el misterio de la aniquilación con el instante de la creación. Cuando Dios en el mito instituye el mundo, cual alquimista, transforma la energía en materia; asimismo, el hombre, en el pecado de suplantar a la divinidad a través de la ciencia logra transmutar la materia en energía participando del proceso olímpico, llegando a ser un “contra creador”. Si en el inicio de la modernidad el cogito cartesiano se independizó de la tiranía del cielo, en nuestra época el sujeto se transfiguró en un Homo Deus. Ya no era solo en la fantasía literaria donde la hybris colocaba al ser en un altar de superioridad, sea el homúnculo del Doctor Fausto imaginado por Johann Goethe o en el ente artificial de la obra de Mary Shelley, sino que ahora se constituía en la realidad. Antes, la potestad de traer el fin del mundo era una hegemonía de los dioses: Shiva, en la mitología de la India es el destructor del cosmos; asimismo, Cristo, quien en El libro de las Revelaciones cabalga sobre un caballo blanco y blande una espada con la cual desata el Armagedón. A todas luces, ese poder, es actualmente expropiado por un Dasein finito. 

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Estas armas, inconscientemente cumplen el papel que antes cumplían los monstruos del inframundo, que no solo habitaban bajo la tierra, o bajo las aguas, o sobre las nubes, estáticos, omnipresentes, preparados para despegar en cualquier momento, sino que hoy funcionan como redentoras. Su poder soteriológico consiste en que, precisamente porque existen, actúan como barreras de protección para “salvar” a la humanidad. Este doble juego, esta ambivalencia, es la misma que resulta de la paradoja de la misericordia de Dios quien, precisamente por ello, inflige castigo a los impíos. Herbert Marcuse abre su obra El hombre unidimensional interrogando sobre este hecho contradictorio: “¿La amenaza de una catástrofe atómica que pueda borrar a la raza humana, no sirve también para protegerla por causa de las mismas fuerzas que perpetúan este peligro?”. 

El armamento nuclear es solidario con un nuevo absoluto. Estas ojivas no solo son asumidas como titanes, sino que también provocan, en palabras de Rudolf Otto, “el sentimiento de absoluta dependencia”, de aquella sensación inefable ante lo inmenso de lo sublime. Las armas nucleares producen el “terror de lo tremendo”, al mismo tiempo que seducen por lo “fascinante” de la providencia. La singularidad de lo sobrenatural, de la salvación por medio del estrago donde el yo cae en la esquizofrenia, permite la apertura hacia abismos insondables; pero, al mismo tiempo, también ahí se encuentran las esperanzas para seguir existiendo en el marco de una sociedad desorientada que aún aguarda en lo sobrenatural, que sigue siendo profundamente religiosa, que pretende la desmesura del consumo a la vez que se arraiga con devoción a un Dios que, a pesar de las bondades de la era digital, no ha podido ser superado.