Leí Pride and Prejudice por primera vez a los trece, años después de que Colin Firth inmortalizara a Mr. Darcy en la miniserie de la BBC y diera inicio a mi larga saga de amores no correspondidos con héroes byronianos (aunque el último, el irremplazable, acabó siendo Mr. Rochester, Darcy ocupa holgadamente el segundo lugar). La de la BBC es sólo una de cientos de adaptaciones del clásico, en formatos que van del blanco y negro hasta el cómic y la novela de zombies. La más reciente, una obra de teatro guionada por Kate Hamill y dirigida por Amanda Dehnert, acaba de estrenarse en el Hudson Valley Shakespeare Festival en Garrison, Nueva York. Es la primera vez en su historia que el prestigioso HVSF monta una producción ajena al Bardo: el bicentenario de la muerte de su compatriota, que muchos creen su más digna sucesora, amerita la excepción.
Lo primero que noté al instalarme en mi butaca fue la escenografía de época ya dispuesta sobre el escenario, a tono con gran parte de lo que vendría después: vestidos de corte imperio; breeches gloriosamente ceñidos; acentos británicos; registro austeniano. Personajes también fieles, en su mayoría, al original: Nance Williamson brilla como Mrs. Bennet, mujer de nervios lábiles que vive para casar a sus hijas con hombres pudientes; Mark Bedard interpreta a un memorable Mr. Collins —mitad pomposo, mitad servil— a partir de un timbre nasal, un tartajeo que se manifiesta cada vez que intenta adornar su ya afectado discurso (“es mi deber promover… eh eh eh… establecer… eh eh eh… inspirar… la caridad”) y el crescendo en el volumen de su voz cuando menta a su patrona, Lady Catherine de Bourgh (interpretada, al igual que la imprudente Lydia, por Kimberly Chatterjee). Amelia Pedlow retrata a una Jane tan angélica y pasiva como la de la novela, aunque con cierta cuota de irreverencia que la redime respecto de su contraparte literaria. Lo mismo ocurre con Mr. Bingley (John Tufts), el bonachón acaudalado de quien Jane se enamora: Hamill lo caricaturiza al punto de equiparar su respeto por Darcy con una suerte de lealtad perruna (a lo largo de la obra, recibe de su amigo órdenes del tipo “Sit!” o “Stay!”). Tufts, además, hace las veces de Mary, la poco agraciada hermana menor de Elizabeth que, aunque carente de genio y buen gusto, se aboca al estudio y disfruta sermoneando a los demás. Su retrato es, junto con el Collins de Bedard, lo mejor de la puesta: a lo gratuitamente gracioso de que un hombre grande y peludo interprete a una joven poco atractiva se suma la reacción de sus familiares, que inevitablemente se asustan cuando se la topan de improviso o alaban, tras una pausa incómoda, su altura e instrucción en lugar de su apariencia. Chris Thorn interpreta a Charlotte Lucas, la amiga de Elizabeth que acepta como esposo a Mr. Collins para asegurarse un futuro económicamente estable y salvarse, a los veintisiete, del inminente rótulo de solterona; también a Mr. Bennet, mezcla extraña de elocuencia, sarcasmo, reserva y capricho, que prefiere reírse de los excesos de su esposa e hijas a enojarse por ellos (en esto falla Thorn, que le otorga una dosis de mal genio inexistente en el original).
Lo peor de la puesta, como a veces pasa, son sus protagonistas: les falta sutileza. Parte de lo que humaniza a Darcy en la novela —lo que hace que lo queramos cuando Lizzy todavía lo detesta—, es la forma en que la mira o se sonríe levemente al escucharla, ya encantado pero cauto. Estos gestos desmienten la rigidez de su porte y discurso, que de a poco empezamos a atribuir menos al orgullo que a la timidez. Acaso porque es difícil comunicar medias sonrisas u ojos encendidos a un público distante (el teatro carece de primeros planos), el actor Jason O’Connell intenta suavizar a Darcy a partir de otros gestos: la torpeza al bailar, por ejemplo, o su enardecida primera oferta de matrimonio a Lizzy. El problema es que estos atributos también lo alejan del hombre que en la novela se mueve con gracia (“me causó placer verle bailar”, asegura William Lucas) y que, a pesar de sus pasiones, lucha por “guardar la compostura”. O’Connell transforma al héroe byroniano en bufón.
La interpretación que la propia Hamill hace de Lizzy, en su doble rol de actriz y guionista, es igualmente caricaturesca. La heroína de Austen tiene “una disposición alegre y juguetona” y “se deleita en lo ridículo”, pero al mismo tiempo se cuida de “no ridiculizar lo que es sabio o bueno”; aunque su temperamento es “menos flexible” que el de su hermana Jane (y el de muchos otros), sabe mantener la calma si el contexto lo requiere. Cuando su madre la obliga a escuchar la confesión de “amor” de Collins se siente “disgustada y violenta” pero cree “sensato acabar con todo aquello lo antes posible, en paz y tranquilidad”; intenta entonces “disimular, por un lado, la sensación de malestar, y por el otro, lo divertido de aquel asunto”. Cuando las críticas de Darcy a su familia la enfurecen, busca “componerse y contestarle con calma”. A la Lizzy de Hamill, en cambio, le falta decoro —baste decir que su reacción a Darcy y Collins es en cada caso idéntica y consiste en correr de punta a punta del escenario a los gritos—.
Su comportamiento es coherente con la visión del amor y el matrimonio que se le da en la puesta. Para la Lizzy de Austen, el amor representa una “pasión pura y elevada”; aunque en las primeras páginas de la novela deja en claro que no necesita casarse, en ningún momento lo descarta. De hecho, se prepara “con más esmero que de costumbre” y “el mejor de los ánimos” para conquistar a Wickham cuando aún no sabe de sus indiscreciones, y al descubrir que ama a Darcy, lamenta la presunta pérdida de su afecto primero y lo acepta con “placer y gratitud” después. La Lizzy de Hamill, en cambio, cree que el amor y el matrimonio son “un chiste”, “un juego”, “un error irreparable”. A la consulta de Lydia sobre cómo encontrar al hombre adecuado, responde con ironía: “¡lo sabrás cuando un rayo caiga del cielo y te fría como a un huevo!”; tras que Jane declara que el verdadero amor consta de “un perfecto y tácito entendimiento entre almas”, Lizzy la acusa de “hablar tonterías”. Fiel a su cinismo, jura una y mil veces que jamás se casará.
De hecho, en otro giro radical respecto de Austen, su respuesta a la segunda oferta de Darcy es primero un “no” y enseguida un “no sé”: no puede asegurar que “harán una buena pareja”. Es cierto que la relación entre ambos se desarrolla demasiado fugazmente sobre el escenario como para justificar certezas. En la novela tienen la posibilidad de conocerse, enamorarse y deshacerse de sus vicios a partir de una serie de encuentros más o menos prolongados; en la puesta, que necesariamente comprime casi trescientas páginas en poco más de dos horas, gran parte de esos encuentros se omite y el resto no dura más de un par de minutos. Con todo, la evidente enemistad entre ambos evoca desde el vamos un tropo que, parafraseando a Austen, es universalmente aceptado en el terreno de la ficción: quienes empiezan a los gritos acaban a los besos. Además, para quienes conocen la trama del original, el hecho de que se haya más o menos respetado hasta el momento deriva en la expectativa de que también se respete su final. Así las cosas, el “no sé” de Lizzy nos toma por sorpresa.
Mientras los actores saludaban y el público se deshacía en aplausos, me pregunté por el valor de aquel plot twist final. Lo primero que pensé fue que les confería al fin cierta complejidad a los protagonistas: el fervor gratuito de Darcy y el escepticismo igualmente exagerado de Lizzy a lo largo de la obra —el “sí” y el “no” rotundos al amor— convergían ahora en la pausa reflexiva de la duda. Al mismo tiempo, algo me molestaba. Decidí atribuírselo al purismo del que a veces peco y re-evaluarlo más tarde, pero entonces habló el hombre sentado a mi derecha.
Su veredicto fue del todo elogioso: el desenlace, dijo (no a mí sino a su esposa), era perfecto porque no planteaba al matrimonio como ideal femenino y se apartaba así del conservadurismo de género de la novela. No es el primero en pensarlo: para muchos, el que la heroína alcance el cenit de la felicidad tras aceptar a un hombre adinerado por esposo habla de renuncia, de sumisión.
Tildar a Austen de conservadora por defender la institución, sin embargo, es ignorar el contexto en el que escribió: en la Inglaterra de fines del siglo dieciocho y principios del diecinueve, hasta los más vocales progresistas lo hacían —entre ellos, la valiente Mary Wollstonecraft: “el matrimonio es el cimiento de casi toda virtud social”, asegura en su Reivindicación de los derechos de la mujer (1972)—. En ese aspecto, Austen fue una mujer de su época.
Lo que sí partía las aguas era la visión sobre el rol de la mujer dentro del matrimonio. La autora Jane West, una de las máximas exponentes del conservadurismo, defendió el paradigma imperante de obediencia femenina: “la hija atenta y sumisa”, escribió, “será una esposa amable y atenta”. Wollstonecraft y sus correligionarios se atrevieron a decir lo que hace rato no hace falta ni aclarar: la mujer es tan racional como el hombre; no debe tratársela como si dependiera de él sino instársela a cultivar su entendimiento y ocupar su rol de par.
Incluso en esto, la Lizzy de Austen es más progresista que reaccionaria: no duda en confrontar a su padre acerca de su actitud para con Lydia, por ejemplo, y más tarde hace de su esposo el “objeto de francas bromas” porque “una mujer puede tomarse (esas) libertades”. El propio Mr. Bennet le asegura que “la viveza de su talento” la pondría “en el más grave de los peligros” si contrajera “un matrimonio desigual”, y Darcy le confiesa que se enamoró de su “impertinencia” y “el vigor de su mente”; estaba “harto de cortesías, de deferencias, de atenciones” por parte de mujeres que “pensaban sólo en ganarse su aprobación”.
Pero la novela no sólo no es conservadora en este aspecto: es radical. Hay quienes piensan que su vanguardismo yace en la crítica a las uniones “económicas”. Después de todo, la narradora ironiza desde el comienzo el revuelo que genera la llegada de un hombre afluente a la comunidad de Meryton y Mrs. Bennet es ridiculizada sin tregua en su rol de cazafortunas. En términos aún más explícitos, cuando Charlotte le revela a Lizzy que ha aceptado la propuesta de Collins, la heroína cree que “se ha desacreditado” y le pierde “mucha de la estima que le tenía”. Es cierto que el matrimonio por conveniencia todavía era una realidad, pero iba en franco declive: quince años antes de la publicación de Pride and Prejudice, la propia West escribió A Tale of the Times, novela en la que la joven Geraldine ignora el consejo de su padre y elige por esposo a un noble rico e irresponsable en lugar de a su humilde y virtuoso primo. A partir de entonces, es víctima de todo tipo de tragedias.
Para el padre, no obstante, la virtud del primo radica en que “es su pariente masculino más cercano” y que “continuará otorgando la misma noble benevolencia y hospitalidad patriarcal” a los miembros de su comunidad cuando él ya no esté: su hija debiera casarse, ante todo, con quien pueda perpetuar ese orden social. Para Wollstonecraft, la prioridad es otra: a la hora de elegir esposo es esencial que se trate de alguien moral e intelectualmente “respetable”, con quien pueda forjarse una “amistad duradera”. Con todo, ambas coinciden en algo. West piensa que “el amor mutuo es innecesario” y hasta peligroso: Geraldine elige al hombre equivocado por “sucumbir a un exceso de pasión y sentimiento” y el destino se lo cobra. Wollstonecraft declara que no hay que caer en la trampa de juzgar a un candidato por sus “cualidades como amante” porque pronto ya no lo será; marido y mujer debieran “dejar de amarse con pasión” poco después de sellada su unión y cultivarse sin ese tipo de “distracciones”.
He aquí el progresismo de Pride and Prejudice: mientras que a gran parte del mundo intelectual inglés, de un extremo y otro del arco ideológico, descreía amor, su autora hizo de él una bandera. Lizzy rechaza a Collins porque “sus sentimientos se lo impiden” y a quien acaba siendo su esposo, en un primer momento, porque “sus sentimientos han fallado en su contra”; lamenta que Charlotte acepte a Collins sacrificando “sus mejores sentimientos” y cree que “le será imposible ser feliz”. Aunque entiende que la unión entre Lydia y Wickham pondrá fin al oprobio de su vínculo extramarital, la censura porque “jamás notó que Lydia se sintiese atraída” por él y “no le es difícil conjeturar lo poco estable que ha de ser la felicidad de una pareja unida únicamente porque sus pasiones son más fuertes que su virtud”. Ella y Jane, en cambio, conocerán “la felicidad que un matrimonio por verdadero amor puede proporcionar”.
Para Austen, la felicidad conyugal no depende esencialmente del dinero ni del deber ni de la respetabilidad. Aunque estas cosas tengan su peso, aceptar a un candidato únicamente en base a ellas constituye una elección sólo en el sentido más básico de la palabra: no da cabida a las preferencias individuales de quien elige, sino a parámetros externos y preestablecidos. Lo que nos enamora del otro, en cambio, es netamente personal: “estoy decidida a actuar del modo que crea más conveniente para mi felicidad sin tenerla en cuenta a usted ni a nadie”, le dice Lizzy a Lady Catherine cuando ésta intenta disuadirla de que acepte a Darcy por esposo. Elegirlo por amor es elegirlo en base a valores ya no sociales sino propios, es decir, ser por primera vez realmente autónoma. Por eso me molestó el final de la puesta de Hamill y Dehnert: al trocar el “sí” de la heroína por un “no sé” le niegan un gesto que hoy es obvio y hasta obsoleto, pero que a inicios del diecinueve fue rebelión.
Las citas de la novela corresponden a la traducción de Editorial del Cardo (2006); las de la obra de teatro son de la autora.