He verificado en mi biblioteca diez tomos de Groussac. Soy un lector hedónico: jamás consentí que mi sentimiento del deber interviniera en afición tan personal como la adquisición de libros, ni probé fortuna dos veces con autor intratable, eludiendo un libro anterior con un libro nuevo, ni compré libros –crasamente– en montón. Esa perseverada decena evidencia, pues, la continua legibilidad de Groussac, la condición que se llama readableness en inglés. En español es virtud rarísima: todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible porción de la molestia con que fue trabajado. Fuera de Groussac, sólo he comprobado en Alfonso Reyes una ocultación o invisibilidad igual del esfuerzo.
El solo elogio no es iluminativo; precisamos una definición de Groussac. La tolerada o recomendada por él –la de considerarlo un mero viajante de la discreción de París, un misionero de Voltaire entre el mulataje– es deprimente de la nación que lo afirma y del varón que se pretende realzar, subordinándolo a tan escolares empleos. Ni Groussac era un hombre clásico –esencialmente lo era mucho más José Hernández– ni esa pedagogía era necesaria. Por ejemplo: la novela argentina no es ilegible por faltarle mesura, sino por falta de imaginación, de fervor. Digo lo mismo de nuestro vivir general.
Es evidente que hubo en Paul Groussac otra cosa que las reprensiones del profesor, que la santa cólera de la inteligencia ante la ineptitud aclamada. Hubo un placer desinteresado en el desdén. Su estilo se acostumbró a despreciar, creo que sin mayor incomodidad para quien lo ejercía. El facit indignatio versum no nos dice la razón de su prosa: mortal y punitiva más de una vez como en cierta causa célebre de La biblioteca, pero en general reservada, cómoda en la ironía, retráctil. Supo deprimir bien, hasta con cariño; fue impreciso o inconvincente para elogiar. Basta recorrer las pérfidas conferencias hermosas que tratan de Cervantes y después la apoteosis vaga de Shakespeare, basta cotejar esta buena ira: “Sentiríamos que la circunstancia de haberse puesto en venta el alegato del doctor Piñero fuera un obstáculo serio para su difusión, y que ese sazonado fruto de un año y medio de vagar diplomático se limitara a causar ‘impresión’ en la casa de Coni. Tal no sucederá, Dios mediante, y al menos en cuanto dependa de nosotros, no se cumplirá tan melancólico destino”.
*Extracto del texto dedicado a Groussac e incluido en el libro Discusión, publicado originalmente en 1932.