Aunque ahora parezca carne del mito, hubo un tiempo cuando el premio Alfaguara –una vez que volvió a la vida, luego de décadas desaparecido– fue un garante de calidad y prestigio. Por ello, en 1998 dos novelas latinoamericanas se disputaron el galardón con igual fortuna. Una, Caracol Beach, del cubano Eliseo Alberto, demostró que García Márquez había echado fecundas raíces en el trópico. Otra, Margarita está linda la mar, volvía conocido para las nuevas generaciones a Sergio Ramírez, un autor nicaragüense que ya contaba con sus lectores pero no con la exposición a la que lo sometió el éxito de su novela sobre la muerte del poeta Rubén Darío y el dictador Anastasio Somoza.
Ramírez, que se ha desempeñado como periodista, narrador, político y abogado, es uno de los escritores latinoamericanos más prolíficos de su generación y sin duda uno de los ejemplares más acabados del intelectual de Estado en la estirpe de Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa: se trata de escritores que también –y algunas veces sobre todo– son políticos. Y así como el primero fue embajador de su país en Francia y el segundo perdió la contienda por la presidencia del Perú ante Fujimori, Ramírez fue vicepresidente de Nicaragua de 1985 a 1990. Acaso no sea ocioso recordar que fuera de la Argentina, en todo el continente, el hombre de letras ha sido también uno de los rostros del licenciado.
A su paso por Buenos Aires, PERFIL dialogó con el autor de una vasta obra narrativa y ensayística en ocasión del lanzamiento de su novela Sara, una historia que cuenta con el prestigio de venir macerada desde las entrañas del Antiguo Testamento.
—En su caso, siendo a la vez escritor y político, quisiera preguntarle qué significado tiene para usted ser un escritor político, es decir, desempeñar el papel de opinador profesional.
—Para mí, un escritor es alguien que opina. No necesariamente de política activa –cosa que abandoné hace casi veinte años– sino el hecho de ejercer el derecho a la opinión. Hablo no sólo sobre Nicaragua, sino sobre cualquier asunto que me preocupe. Sin embargo, la escritura no se define por si uno opina o no opina; hay una multitud de escritores silenciosos que no se ocupan de lo que pasa a su alrededor. Pero sí, yo me siento cómodo en esa categoría de escritor público.
—¿No cree que se trata de una figura en peligro de extinción, dado el auge imperante de los especialistas?
—Me parece que tiene que ver con el escepticismo que hay sobre la política. Hoy los escritores jóvenes son más escépticos respecto de los asuntos públicos. Se ocupan más del mundo particular de su escritura que de las generalidades del mundo que les rodea. Sin embargo, creo que siempre se ven escritores que sienten el deber de manifestarse en la tradición de Fuentes, Saramago, Octavio Paz o Vargas Llosa, quien sigue opinando.
—Ha habido un declive evidente de los poderes plenipotenciarios del narrador, así como el siglo XIX fue testigo del ocaso de la figura del poeta nacional.
—Puede ser que se trate de un asunto temporal. Creo que esto tiene mucho que ver con la naturaleza de la escritura en América Latina, puesto que por mucho que haya esfuerzos de algunas generaciones de desembarazarse de temas tradicionales, se trata de temas recurrentes en la medida en que sigue cambiando eso a que mí me gusta llamar “la anormalidad de la vida pública”. La diferencia tiene que ver con la técnica de escribir, una cuestión de lenguaje y de cómo se cuenta una historia, pero los temas vuelven a estar ahí. Antes eran los dictadores, lo folclórico, las sagas familiares, y hoy otra vez son los personajes folclóricos del poder y las familias en el poder, que son las de los narcotraficantes. Poder y literatura son un tema recurrente por donde lo veas, las migraciones forzadas de Centroamérica a través de México hacia los Estados Unidos, etcétera. No es tanto un fenómeno colectivo, puesto que la literatura no se ocupa de lo colectivo, sino de los dramas individuales que despiertan estos fenómenos y trastocan la vida de la gente: creo que la corrupción es el gran tema de nuestro tiempo, aunque exista otra literatura que no se ocupe de eso. Y no hablo de reglas ni de juicios de valor, sino de tendencias.
—Al respecto de su novela “Sara”, ¿por qué utilizar una historia bíblica?
—Yo encontré un misterio en la historia de Abraham y Sara que para mí tenía el atractivo de ser una historia contada de manera muy escueta, con muchos silencios. El porqué de que una pareja deje el lugar donde vive por seguir una voz a través del desierto hacia una tierra desconocida. Y luego el conflicto entre la pareja. El hombre que es obediente y la mujer que no y se pregunta qué es lo que está pasando y comienza a gestarse un odio entre ella y la voz. Eso está en la historia bíblica. A mí me tocaba entenderlo, escribirlo, reimaginarlo y completarlo. Tratar de salvar las contradicciones de por qué una mujer atractiva y hermosa, incluso deseable para el faraón, tiene 120 años. ¿Cómo se resuelven esos enigmas a través de la narración? Se trata de una pregunta a la que intenté dar respuesta escribiendo