CULTURA

Razones necesarias para el silencio

El escritor sudafricano Premio Nobel de Literatura 2003 está en la Argentina, donde impulsará la difusión de la obra de dos colegas australianos en su cátedra Literaturas del Sur de la Universidad Nacional de San Martín (Unsam). Y presentó “Cartas de navegación”, un libro en el que explora la producción de los autores que considera sus mayores influencias.

Presentacion. El miércoles pasado, durante la presentación de Cartas de navegación, en el Malba. Arriba, junto a la escritora Anna Kazumi Stahl.
| Guyot / Mendoza

En las facultades de teoría literaria, donde acostumbran a formar ineptos para cualquier tipo de actividad productiva en términos pecuniarios, suelen decirte que el autor no importa, que lo único que en verdad interesa es el texto. Y esto, quién lo iba a decir, puede tener una aplicación práctica en la vida real y resultar un cálido consuelo cuando un Premio Nobel responde un tercio de las preguntas que le mandaste por escrito y de manera tan escueta que, una de dos: o lo consideras el destilado de una sabiduría para iniciados que de casualidad llegó a tus manos y lo pones en un marco o tratas de armar una nota con fuerza de voluntad y bastante imaginación.
J.M. Coetzee (Ciudad del Cabo, 1040) tiene fama de esquivo, de susceptible, hasta de desagradable. Pero esto a los que hacemos de periodistas no nos importa porque la vanidad es más fuerte. En el fondo todos pensamos que vamos a ser como Bernard Pivot, cuando logró entrevistar a Nabokov en 1975, a pesar de lo mucho que el escritor odiaba ser entrevistado. Luego viene la realidad y nos pasa por arriba.

Coetzee está en Argentina para dirigir la cátedra de Literaturas del Sur en la Unsam. “Mi interés se centra en las relaciones literarias y culturales entre las tierras del Sur geográfico, principalmente de América Latina, Africa y Australia. Lo que la gente de estas regiones sabe de las literaturas de cada uno está mediada casi en su totalidad a través de Londres y, en menor medida, Nueva York. En su forma más cruda, esto significa que, para los lectores de Australia, el acceso a los escritores latinoamericanos está determinado por lo que un editor en Londres cree que es bueno para los australianos”. Además de impartir clases a unos cuantos elegidos, el autor de Desgracia presentará la edición al español de Cartas de navegación, “un libro en colaboración entre mi persona y el crítico David Atwell, que ofrece un mapa del trabajo que hacía en los años 1970 y 1980”, dice Coetzee, atesoremos estas palabras. El libro, publicado en 1992 con el titulo Doubling the point, explora la obra de aquellos autores que Coetzee considera sus mayores influencias (Beckett, Kafka o Dostoievsky) a la vez que elabora una reflexión sobre qué significa ser escritor en un contexto de violencia extrema, como lo fueron  los años del apartheid en Sudáfrica. Los ensayos muestran la evidente preocupación de Coetzee por el problema del arraigo y el desarraigo en relación a la producción de un escritor. Una sensación (la del desarraigo) que lo ha acompañado desde que su familia perdiera esa granja en la región de Karoo, circunstancia sobre la que Coetzee se niega a dar mayores datos, porque para algo está su obra, para que la leamos y dejemos de importunarlo: “los Coetzee, bebiendo té y murmurando en el porche de la granja, son como las golondrinas, hoy aquí y mañana allá”.

Coetzee, que es de todo menos un optimista, dice en Diario de un mal año que su opción interior es “la vía del quietismo, de la oscuridad voluntaria, de la emigración interior”. Lo paradójico está en que mientras por un lado se ofusca ante la presión mediática, por el otro no puede decirse que sea un solitario. Coetzee participa en encuentros de escritores en todo el mundo, imparte clase a centenares de alumnos y sus opiniones son de armas tomar. “Sobre la dicotomía entre civilización y barbarie, lo cierto es que son dos términos muy emotivos que en lo personal tiendo a evitar. Sin embargo, es difícil no aplicar el término bárbaro a la destrucción deliberada de nuestro patrimonio cultural por parte de militantes que dicen estar actuando en nombre del islam”.
David Atwell, profesor de historia inglesa nacido en Sudáfrica y entrevistador oficial del Nobel da una respuesta a esta aparente paradoja y nos cuenta que Coetzee no es un intelectual que participe activamente en la esfera pública, entre otras cosas, porque  considera que para entrar en la arena política hay que adoptar el discurso del poder, un precio demasiado alto. La misantropía de Coetzee procede entonces de una postura ética, es una encarnación de la máxima cartesiana del larvatus prodeo (avanzo ocultándome).
“Nunca he encontrado placer en el acto de la escritura por sí mismo, aunque sin duda experimento una sensación de logro cuando termino algo que considero que es bueno”, dice Coetzee sobre su oficio. Y no tiene mucho más para añadir, tal vez porque considera que ya lo ha dicho todo en sus libros. “Soy una escritora y lo que escribo es lo que oigo. Soy una secretaria del silencio”, dice el personaje de Elizabeth Costello, suerte de álter ego de Coetzee. La fe en el escritor como mediador de una verdad preexistente puede parecernos un acto de soberbia sin precedentes o bien lo contrario: la asunción humilde de un oficio tan apabullante, tan agotador, tan necesitado de suma atención que no deja resto ni energías para nada más. Coetzee no es locuaz, nadie puede decir lo contrario, pero nosotros, en un sano ejercicio de autoconvencimiento, encontramos las razones necesarias para justificar su silencio.

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