CULTURA
adelanto: la biografia

Retrato de un sentenciado

Recordamos con el siguiente texto que integra Apuntes para una biografía (Ediciones B) cuando el escritor fue prohibido y condenado primero por la Triple A y luego por el proceso.

Momentos. Con la periodista cubana Paquita Armas Fonseca en 1975, en La Habana; Galeano fue prohibido en épocas de la Triple A comandada por López Rega.
| Gentileza Casa de las Américas

En febrero de 2014, el Ministerio de Defensa argentino hizo públicos los documentos que confirmaban lo que algunos periodistas en los años ochenta y noventa ya habían denunciado: las listas negras. A comienzos de 1974, la Triple A (AAA), llamada también Alianza Anticomunista Argentina, hizo circular una lista con los nombres de artistas, intelectuales, periodistas, sindicalistas y políticos que la organización paramilitar había condenado a muerte. Un ejercicio de terror eficaz y muchas veces llevado a la práctica. La Triple A se caracterizaba por asesinar a sus víctimas y dejarlas en lugares públicos con los cuerpos destrozados o cosidos a balazos. La mejor semilla para amedrentar a quienes tuvieran dudas sobre sus intenciones. En esas listas elaboradas por los asesinos estaba fatalmente el nombre de Eduardo Galeano.

Cuando el rol de asesino fue blanqueado y asumido por el Estado en manos militares fue la propia dictadura la responsable de la situación de amenaza y de disponer una forma encubierta de persecución para quienes la Triple A ya había preparado una bala. Según la documentación publicada por Defensa, el motivo por el que “Hughes Galeano, Eduardo Germán María - Pasaporte Uruguayo Nº107.808” fue declarado persona no grata por el gobierno argentino y debía abandonar el país era su rol de “Periodista-Director de la Revista Crisis”. Era considerado de alta peligrosidad según la aclaración de las referencias del código que acompañaba su nombre en el listado: F4.

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“Registra antecedentes ideológicos marxistas que hacen aconsejable su no ingreso y/o permanencia en la administración pública. No se le proporcione colaboración”. De esta manera, la dictadura militar definía a los “Fórmula 4”, grupo que incluía a intelectuales, periodistas, artistas y comunicadores que, al percibir de los responsables del terrorismo de Estado, revestían el mayor nivel de peligrosidad.
Como “Fórmula 1” eran calificados los que tenían “antecedentes ideológicos marxistas”. Un nivel superior era “Fórmula 2”, que revestían quienes sus antecedentes “no permiten calificarlos desfavorablemente desde el punto de vista ideológico marxista”. Como “Fórmula 3” aparecían los que registran “algunos antecedentes ideológicos marxistas pero los mismos no son suficientes para que se constituyan en un elemento insalvable para su nombramiento, promoción, otorgamiento de beca, etc.” Como dijimos, los “Fórmula 4” (o simplemente “F4”) eran, a los ojos de la dictadura, los peores de todos, a quienes no se podía emplear, ni promover, ni otorgar beneficios. Definitivamente, Galeano era el peor de todos o estaba entre los peores.

El autoritarismo de los gobiernos y la crueldad de las dictaduras atraviesa toda la obra de Galeano, pero aparece especialmente como vivencia en los años sesenta y setenta. El es uno de los pocos que se salvó de las garras asesinas y pudo afinar sus sentidos para percibir en toda su magnitud las implicancias de esos años de cultura militar capilarmente transmitida a las sociedades latinoamericanas. Desde Guatemala, clave de Latinoamérica (1967) hasta Días y noches de amor y de guerra (1978), escrito en el exilio, los textos de Galeano recogen, con la urgencia que corresponde a cada uno de esos momentos, la incidencia del autoritarismo militar en la región; primero como denuncia, luego con la poesía que puede anidar en el dolor y el desgarro. Aquella denuncia hecha en 1960 bajo la forma de carta en el Correo de lectores de Marcha por la escritora argentina Estela Canto, en la que describe un allanamiento ilegal hecho presuntamente por la Policía Federal a su domicilio con amenazas incluidas, constituía el prolegómeno de los años duros y la represión legal e ilegal a partir de los golpes militares.

La vida y la muerte caminaban de la mano por la calle, emanaban de los edificios de gobierno, de las dependencias militares, de las policiales. Se colaban en las casas, las universidades, las fábricas, los espacios sociales comunitarios. La amenaza era la mejor semilla para sembrar el terror. Económica y expansiva, se colaba por los poros donde era permeable el miedo. Autos en las calles vigilando, militares exhibiendo armas largas, controles en las rutas y en el transporte público. Los documentos eran revisados y retenidos sus poseedores en comisarías mientras las fuerzas de seguridad verificaban el prontuario de cada ciudadano. El clima de tensión crecía mientras descendía sobre la ciudad como una espesa bruma en busca de inundarlo todo. Y los resultados empezaban a verse en la vida cotidiana.
Con las amenazas oficiales y extraoficiales hay por lo menos dos anécdotas públicas que grafican el clima de terror. A fines de julio de 1976, el obispo riojano Enrique Angelelli, quien realizaba un trabajo de profundo compromiso hacia los pobres, recibe un aviso particular, diferente a las amenazas que le llovían desde 1974. Estaba en Chamical, provincia de La Rioja, celebrando misa en pleno velorio de Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville, sus dos sacerdotes asesinados el 18 de julio y dejados con signos de tortura y mutilación a un costado de las vías en las afueras de la ciudad. Mientras transcurre la misa y toda la provincia está pendiente e indignada por el crimen, el padre Juan Carlos Gorosito queda encargado de la catedral en la capital riojana. Una mujer se acerca para confesarse y le susurra que su hermano es un hombre de inteligencia del ejército y la semana próxima llegará desde Córdoba, asiento del Tercer Cuerpo de Ejército, la orden de asesinar a Angelelli. “Si logran sacar por una o dos semanas al obispo del país, la orden caerá y vendrá otra lista con nuevos nombres pero ya no el de Angelelli. Por favor, sáquenlo del país solo por esos días y le salvarán la vida”, dijo la mujer. Gorosito desesperado llama a Chamical para transmitir la noticia a Angelelli. El obispo ya conoce su suerte pero elige quedarse. Lo asesinaron el 4 de agosto mientras volvía a la catedral desde Chamical.

Otra, esta vez del propio Galeano. Escribe en Días y noches de amor y de guerra una anécdota de los días del miedo ya en abril de 1976 con la dictadura instalada y afilando sus colmillos. Vicente Zito Lema, director de Crisis, recibe una llamada de teléfono. Era un comisario de la policía; una mañana, en un bar porteño se encontró con él. El policía había tenido un par de años antes problemas judiciales por cheques sin fondos y Zito Lema le había ayudado en la cuestión sin cobrarle nada. “Yo estoy en un comando para operaciones especiales y he recibido la orden de matarlo”.
El consejo, como en el caso de Angelelli, era salir del país o esconderse por unos días hasta que la orden dejara de tener efecto. El mecanismo revela también una práctica y sistematización del aparato represivo de la dictadura que más tarde sería tenida en cuenta durante los juicios por delitos de lesa humanidad retomados en 2004. Cada semana llegaban nuevas listas a los centros clandestinos de detención y los represores salían a recorrer la ciudad en busca de sus presas. El policía, a su manera, con códigos mafiosos, pretendía devolver un favor. Si bien Zito Lema era un abogado defensor de presos políticos, en pleno 1975 no era un objetivo importante para las patotas de la dictadura. “Tenemos mucho que hacer y usted no es muy importante. Ahora estamos en paz. Si vuelvo a verlo en otra situación lo mato”, fue el mensaje contundente recordado por el amigo de Galeano. En pleno 1974, año de crecimiento exponencial de la Triple A, los integrantes de la redacción estable de Crisis y sus colaboradores empezaron a recibir amenazas de muerte. Algunos por su labor en la revista, otros por su actividad anterior; según los represores anónimos, el prontuario de estos se agravaba aún más con la aparición de textos suyos en la publicación. El primer atentado de la Alianza Anticomunista Argentina fue perpetrado el 21 de noviembre de 1973, cuando una bomba hizo estallar el automóvil de Hipólito Solari Yrigoyen, senador nacional por la Unión Cívica Radical, opositora al gobierno de Juan Perón, y le produjo heridas que obligaron a su internación. “En la redacción recibíamos amenazas. Era algo cotidiano”, recuerda Vicente Zito Lema, durante una entrevista con el autor. “Una vez estábamos con Galeano en la redacción, suena el teléfono y atiende él. Escucho que contesta enojado: ‘Acá estamos trabajando, ¡dejen de molestar! Cuando le pregunto quién era, me dice ofuscado pero con cierta naturalidad: ‘Eran de la Triple A.’ ¿Y les contestás así?, le pregunto. ‘Pero, ¡¿qué querés que haga si me tienen podrido?!’, me respondió Eduardo. Otro día me pasó algo parecido a mí. Otra vez el teléfono que suena, estoy escribiendo, atiendo y era una amenaza de muerte. ‘Espere, espere, ya lo atiendo, estoy terminando un poema, me falta la última palabra y lo atiendo’, dije. No éramos guapos pero el clima de tensión que se vivía reclamaba dos respuestas posibles. O te ibas del país o si decidías quedarte, te lo tomabas con humor para no volverte loco”. Como ya le había ocurrido en Montevideo cuando lo fueron a buscar a su casa y él decidió entregarse días más tarde, en Argentina con el panorama más oscuro y dramático, caer en manos de las fuerzas represivas legales o ilegales ya no era opción.