Roberto Fontanarrosa murió en 2007 y gracias a un acuerdo judicial entre sus herederos, se están publicando en libro su obra inédita. Planeta se encargó de lanzar al mercado “Quiero verte otra vez” y “Manual del hincha”. Ahora fue el turno de “100% Negro”, el tercer tomo de rescates.
De esta nueva publicación, anticipamos el relato “El que gana tiene razón”, una ironía contra el resultadismo y a favor del fútbol como el arte que es. Si ahondáramos en viejas grietas futboleras, podríamos ver que el genial rosarino está hablando de la guerra entre César Luis Menotti y Carlos Salvador Bilardo. El primero, un cultor del buen juego y del espectáculo, el segundo, del resultado duro y puro, sin importar ni las formas ni las mañas para ganar. De ahí, el paralelismo con el mismísimo Adolf Hitler, “ganador” en la invasión a Polonia que desató la Segunda Guerra Mundial en 1939.
"El que gana tiene razón", por Roberto Fontanarrosa.
Es sabido que la mejor manera de ganar un clásico es de forma injusta. Con un gol sobre la hora, viciado de nulidad y después de haber sido peloteados todo el partido. Pero, dejando de lado los clásicos, donde el fanatismo conspira malamente contra el buen gusto, alegrarse por ganar de cualquier manera es como ponerse contento cuando uno va al cine a ver una película que resulta horrible pero donde, finalmente, gana el muchachito.
Yo recuerdo que una vez, un plateísta que estaba detrás de mí en la oficial de Central, le decía a su acompañante: “A mí me gustaba el Central de Griguol, porque nosotros no hacíamos goles, pero ellos tampoco los hacían”. Aparte de lo inexacto del aserto (hubo un Central de Griguol, con Bóveda, Cabral y Kempes, que se cansó de hacer goles) la frase me llevaba a preguntarme: “¿A qué carajo viene este tipo a la cancha?”.
Porque los ingleses diseñaron el campo con dos arcos en cada extremo, y para algo están esas estructuras. El fútbol se nutre de goles o, al menos (dadas las mezquinas épocas en que nos toca vivir), de situaciones de gol. Ocurre que nos hemos convertido en una raza pusilánime, donde el temor al sufrimiento nos hace rehuir de la emoción. Devenimos en seres endebles que anhelan 90 minutos sin sobresaltos de ninguna especie para, finalmente, llevarnos el halago de un puntito a nuestra casa (seamos locales o visitantes). Y hay técnicos que interpretan ese sentir. Trabajan para quitarle trabajo a Favaloro. Ningún respingo para el corazón, ningún susto para las coronarias. Se amparan en los recovecos de un reglamento que no estipula en ningún lado que está prohibido poner nueve tipos adentro del área propia. Para colmo, en una de esas, después aciertan con un contraataque feliz, capitalizan un rebote afortunado y terminan llevándose los tres puntos. “Inteligente planteo”, dirá la prensa. “Ellos saben lo que vienen a hacer”, llorará el hincha perdidoso. En tanto, el equipo que salió al frente, que fue a buscar el resultado, el que arriesgó para defender el espectáculo y devolverle la guita de la entrada a la gente será “apenas voluntad” y “deshilachados esfuerzos”.
Fontanarrosa y su "Manual del hincha"
“Solo interesa el resultado”, dirán los que se llevaron el pozo de arrebato. Y, de ser así, ¿para qué se juegan los partidos? Si solo interesa el resultado, ¿por qué la AFA no los sortea? Que la AFA los sortee, ya está. Que se tire una moneda al aire. Si sale cara y gana Central, yo salgo con el auto a tocar bocina por el centro. Por otra parte, cuando el equipo gana jugando mal y uno dice “ganamos, pero jugamos mal”, no lo hace por quejumbroso, o por ser un exagerado de apetito estético sino porque, por lógica, lo más probable es que, jugando así, al domingo siguiente perdamos.
“La gente solo recuerda a los ganadores”, afirman los pseudo–yuppies que se rigen por el consejo yanqui de “pisa fuerte y escupe lejos”. Y es mentira. Hay otro valor que pesa en el mercado: lo que queda en el recuerdo de los pueblos. ¿Por qué, aún hoy, la gente se acuerda de Eduardo Lausse, si nunca llegó a campeón mundial? ¿Por qué nos acordamos de Canceco, Pando, Carceo, González y Sciarra, si aquellos “bichos colorados” no alcanzaron la vuelta olímpica? ¿O acaso Holanda del 74 fue campeón mundial? ¿O Camerún, El que gana tiene razón en Italia? ¿Por qué ellos tienen el privilegio de ser rescatados en cualquier conversación sobre el tema mientras que, de otros equipos (Argentina, subcampeón del 90, por ejemplo) ya es difícil, incluso, acordarse cómo formaba?
Por suerte, el fútbol es un negocio. Y, habiendo plata de por medio, los dueños del show saben que (para que dé dinero) un espectáculo puede ser cualquier cosa menos aburrido. El fútbol es, hasta ahora, el único negocio del espectáculo que se permite autodestruirse. Cuando todo el mundo esperaba apreciar el arte de Maradona, su marcador (Gentile, por ejemplo) tenía permiso para pegarle 47 patadas en un mismo partido. Es como contratar a Mercedes Sosa y admitir que se le corte el micrófono, se le quemen las luces y se le hunda el escenario. Pero, para esperanza de aquellos que amamos el fútbol, hoy la FIFA parece tomar medidas para salvar a la gallina de los huevos de oro. Tres puntos al ganador, sanciones a los violentos, prohibición de entregar permanentemente la pelota al arquero. Por otra parte, los equipos modelo, el San Pablo, el Barcelona, el Milan, salen mirando el arco de enfrente, toman riesgos, apuestan fuerte, saltan a la cancha con audacia y autoridad, como dicen los españoles. Y ganan jugando el fútbol que le gusta a la gente. Porque la gente sabe distinguir entre fútbol bien jugado y fútbol meramente lindo. Entre el jugador en serio y el jugador calesitero. Nadie supone que tirar un caño, hacer un sombrero o tener la pelota sobre el empeine catorce minutos sin crear ni una sola opción de gol en el arco contrario sea jugar bien. De ser así, todos los pibes que acortan el tedio de los entretiempos haciendo jueguito con la pelota llegarían a figuras. Y no lo consiguen.
“El que gana tiene razón”. No sé quién dijo esa frase. Pero la podría haber dicho Hitler luego de invadir Polonia.