Desde el 10 de diciembre pasado y hasta fin de año, se encuentra disponible, con entrada libre y gratuita, la muestra El mito gaucho, organizada por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Como indica la huella editora de Horacio González, la misma cuenta con un catálogo del mismo nombre, con contribuciones de Juan Sasturain (actual director de la BN), bajo la coordinación general de Guillermo David y Emiliano Ruiz Díaz. El pdf del mismo se encuentra disponible en bn.gov.ar. Recomiendo al lector que lo atesore, es una muy correcta compilación de lo gauchesco que “abarca desde sus inicios en los tiempos de la independencia, pasando por los clásicos del siglo XIX como Fausto de Estanislao del Campo o Martín Fierro de José Hernández, hasta llegar a su consolidación en el centenario del país en 1910, recalando luego en la disputa por la figura del gaucho como en el caso del anarquismo y posteriormente el peronismo, aristas poco frecuentadas por los estudios habituales de la gauchesca.
La muestra, además, busca dar cuenta de la presencia gauchesca en formatos como el teatro, la música, el cine y la historieta, así como también exhibir algunas de las más recientes reescrituras y reinterpretaciones del mito desde la perspectiva de género y la experimentación literaria.” La misma se completa con la serie fotográfica Gauchos y gaúchos de Christian Delgado, donde existe el cruce de la cultura criollista actual, en Argentina, Uruguay y sur del Brasil. Vale decir: triple pampa, triple frontera…
Esta nota surge del título de la exposición: El mito gaucho. ¿Mito? ¿Dónde está el gaucho hoy para que haya mito? Cuántos tipos de gaucho, la gauchesca, la hojarasca escrita y por escribirse. Como el bosque es nutrido vamos desde los bordes hacia su centro, buscando las piedritas de un Teseo cultural, un curioso, como debe ser lo crítico. Por ejemplo, de qué carece El Mito Gaucho. Nos menciona tres hitos culturales: Gardel, Nazareno Cruz y el Lobo, Patoruzú. Gardel, que se inició con repertorio “criollo”, vistió de gaucho para el público nativo y extranjero, fue un falso gaucho con trascendencia cinematográfica, un avanzado. En la película de Leonardo Favio, la más vista en el país, que rescata la leyenda guaraní del lobizón, el Diablo (Mandinga) –Alfredo Alcón– viste de gaucho, que en términos gardélicos viene a decir: el mal es el gaucho. Por último, Patoruzú es el indio tehuelche que habla como gaucho, vive entre ellos, y comparte aventuras con la patronal, Isidoro Cañones, algo así como un actual “gaucheto”. De estos últimos doy fe: en ruta 8, estirando las piernas tras manejar el auto, en una YPF, estaciona cierto Mercedes blanco, vidrios polarizados, a todo volumen Soledad Pastoruti, se abren las puertas y bajan tres chinitas rubias vestidas en Miami envueltas en humareda de marihuana. ¿Distopía o alucinación?
Tradición, familia y propiedad mediante, para el centenario argentino Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones coincidieron en un movimiento de pinzas: instalar el gaucho en el ser nacional, o constituir este último. Una cuestión político-literaria. Es interesante aquí la manipulación, hasta caer en la malversación, que muestra la edición de su El payador y antología de poesía y prosa de Leopoldo Lugones, edición de Guillermo Ara (Biblioteca Ayacucho, Caracas 1979). Allí, luego de varios ensayos críticos de Borges, perduran seis páginas como Información Preliminar firmada por Leopoldo Lugones hijo, conocido como Polo, el torturador, pedófilo, zoofílico e instigador al suicidio del poeta, su padre. Este cuasi Mandinga instala una defensa del Payador en prosa que hoy perdura como lingua militari, también cita al gaucho (a través de Martín Fierro) como “el héroe y civilizador de la pampa”. O que: “encarnó la idea de la libertad sin límites”. Incluso arremete contra la “barbarie idiomática”, y cancela todo intento crítico posterior con frase de raíz psicópata sobre los gauchos como: “desaparecidos ya casi por completo”. A este siniestro siguió el reemplazo decorativo cultural, en el tono que comenzó con La vuelta de Martín Fierro a manos del mismo “poeta nacional” para, en perspectiva histórica, evitar una revuelta. En la columna “En la estancia de Hernández”, extraída de una novela de Ariel Luppino, este acomete un acto de justicia con el autor que traicionó a la gauchesca, lo hace salir de escena de manera vil, porque lo merece. Nos dejó un gaucho asimilado y maltrecho, a merced de todos los malentendidos posibles.
Sin mangrullo ni fortín, el centro del bosque sigue lejano. Si la cultura argentina pervive es por la confusión generalizada, entre la agrafía y el oportunismo para simular. De hecho, ¿Dónde está el gaucho? ¿En todos lados y en ninguno? Por esas geometrías se interna Gastón Ribba, oriundo de Villa María, Córdoba, frecuente explorador de La Rioja. Y no es casual que este territorio siniestrado por el género gauchesco tenga como respuesta una diversidad literaria que va del homenaje a la metaliteratura, por no decir a la experimentación (lo que remite a Mengele más que a Frankenstein). En esa nube imprecisa se encuentra la novela Martín Fierro Siglo XXI de Marcelo Birmajer y Simón Birmajer, padre e hijo, salto de mata sobre la triste historia lugonesca. Es necesario anotar lo siguiente: importa aquí la “estatización” del gaucho, su adecuación a todos los registros culturales del Estado argentino como un continuo entre democracias y dictaduras, entre educación y barbarie, entre la vastedad y la nada en los bolsillos. ¿Y la imaginación? De eso se trata, en nuestra lengua, los restos de argentinidad abduce todos los términos, sigue mezclando, cocinando el locro patrio con más ingredientes. En el conurbano de Buenos Aires, en la zona semi rural, es frecuente la aparición de hombres armados a caballo a quienes llaman “gauchorros”.
Lo real desafía al ingenio pero no es la única verdad…
Gauchos alterados
Gastón Ribba (*)
A fines de los noventa, José Larralde llegó muy tarde a una de sus actuaciones en un pueblito. Cuando le preguntaron dijo, como quien mira una espera, que dio varios rodeos para esquivar los peajes. Están los que juegan a la gauchesca dos punto cero con transfiguraciones, permutaciones y operaciones de monoambiente, y los que –de porfiados nomás– se emperran en vivir a lo gaucho.
El expediente por la detención de Ricardo Iorio el pasado 5 de julio en Bahía Blanca no registra qué sonaba en su Hilux cuando se la dio contra un poste de la calle 11 de abril pero sí que venía hasta la cincha de escabio, coca, porro y anfetas. Bien montado, con plata en el cinto y hasta las trancas: un centauro. Cada once de abril los santiagueños sacan a pasear a la Virgen del Carmen, algunos entrerrianos lloran el asesinato de Urquiza y todos los nacionales -gorilas y no- deberíamos celebrar el cumpleaños de Alberto Ginastera. Religión, violencia política y música en la huella de otro payador perseguido. Las camionetas todavía no saben volver solitas al rancho. Todavía.
El censo realizado este año arrojará que nueve y medio de cada diez argentinos es urbano. Borges ganó la guerra gaucha: vio clarito en sus tinieblas que el criollo es un bicho orillero.
Se arrima a los fogones helados del alumbrado público y mastica los restos como perro de nadie. Desde treinta y cinco mil pies el territorio está pixelado como una mala imagen. Cuadros de labranza y loteo. Grilla de alambres para el mundo inalámbrico. Hasta el campo ya es parte de la ciudad con sus tractores y cosechadoras guiados por satélites. El bajo de Iorio tiene cuatro cuerdas y ningún alambrado es guitarra: cinco hilos para los que marcan los límites de las mieses y siete para los que guardan los rebaños.
El 28 de julio de 2019 un grupo de activistas veganos irrumpió en la pista de la Sociedad Rural y el Pabellón Martínez de Hoz con carteles contra el maltrato animal, el consumo de carne y coso. Quien suscribe se encontraba en una yerra en los montes con acceso a internet entre Santiago del Estero y Catamarca.
Carga de caballería contra los portadores sanos de agendas globales. Rebencazos y gritos de viva la patria y eso. Las manos de los hijos argentinos de los vascos son enormes. Un Matasiete agarró a un pikachu por la mochila y lo arrojó contra un brete como quien tira un papel de golosina. En un alto de la faena, con quinientos pares de huevos de ternero ya en los discos de arado con cebollas de verdeo y vino, quien firma se dirigió a mear atrás de unos algarrobos.
Güemes: de aristócrata a gaucho, fue el único general argentino que murió en combate
De la nada surgió un petiso tatuado que, jarra de fernet en mano, se puso a hablar de las ventajas de las criptomonedas. El Pombero no anda con tarjetas personales que lo acrediten como asesor en finanzas. No se puede tachonar una rastra con monedas de aire. Tampoco pagar una ginebra o apostar en las cuadreras.
David Viñas y Josefina Ludmer leyeron con precisión que el gaucho es como un mártir porque nace una vez muerto. Una sombra que vaga por el desierto domado y puesto de riendas al servicio de los puertos, las bancas y los bancos. Un espectro que dejó el cuero en batallas y zafras y otros repechos. Hablado y escrito para ser cantado y usado una y otra vez para bien y para mal. Este escriba piensa en José Hernández como Abraham y Judas. La Ida como Antiguo Testamento y La Vuelta como el Nuevo.
Caudillos como sindicatos todavía hoy. El bravo como delegado de broncas que echan flor más rápido que los cardos. Nos disfrazamos de gauchos en ambas orillas de los alambres: del lado de la propiedad y el de la carencia.
Manadas de rubias nativas o por opción en los tractorazos. Tropillas de un pelo. Más carpincho en camperas y botas que en los jardines de Nordelta. TN y La Nación+ son los nuevos Molina Campos y Aldo Sessa. Tacuaras con banderas de hambre en los piquetes. Malones de motitos chinas en los entierros de los cantantes de cumbia o los chorros caídos en el no cumplimiento del deber. Crónica TV es el nuevo Ángel Della Valle.
En el sainete de lo real todo lo indio y lo negro y lo gringo y lo gaucho gira en sancocho. Ofrece material de sobra para escribir una gauchesca dos punto cero pero en serio. La Vuelta de Facundo, la civilización como barbarie. Una excursión a los silos bolsa. Bien montado. Pienso mientras miro fotos de Jorge Cafrune y su Falcon tuneado como para el turismo carretera.
(*) Escritor, publicó La economía de la soledad, Caballo Negro Editora, 2018.
En la estancia de Hernández
Ariel Luppino (*)
El Chacal entró en la estancia de Hernández. Todos hablaban sin levantar la voz, casi con un exceso de cortesía. El Chacal se sentó cerca del piano y se sirvió una copa. Una brisa de aire fresco se colaba graciosamente por la ventana y movía las cortinas. Dos mozalbetes correteaban desnudos por el salón, sin hacer ruido, como si tuvieran pies de mosquitos. Bajo una escalera, un mulato acariciaba a un pelirrojo haciendo una torsión que parecía inhumana.
El Chacal salió a la galería para fumar un cigarrillo. Hernández venía al trote, montado en su caballo negro. Se apeó al verlo al Chacal, y lo saludó sacándose el sombrero con elegancia, casi con coquetería. “Póngaselo”, dijo el Chacal envuelto en una nube densa y blanca de humo. “El sol va a atrofiarle el cerebro y no va a poder escribir más versitos”. Hernández agradeció la broma con una sonrisa. Tenía la barba negra como el ébano, ensortijada y con reflejos azules. El Chacal palmeó el pescuezo del caballo con delicadeza y le sacudió las crenchas en un gesto de cariño. “Vea”, dijo Hernández. “Hay quienes dicen que estamos ganando la guerra gracias a usted. Yo no sé si esos son versos, pero son las cosas que dicen nuestros paisanos”. El Chacal sonrió a su vez satisfecho por el cumplido. “Esas son patrañas. Puras exageraciones de nuestros compadritos. Estamos ganando la guerra porque nosotros somos tres y ellos son uno, aunque después digan que entre los tres no hacemos ni medio”. Y un destello de luz en el estribo de plata le hizo entrecerrar los ojos. “Con usted solo ya somos cuatro”, dijo Hernández y amarró el caballo al palenque. El Chacal miró el pelaje electrizado y pitó su cigarrillo de tabaco mezclado con hojas de algarrobo. “¿Cómo son los indios?”, preguntó Hernández. “¿Son como los pinto en mi libro?”. “Más o menos”, dijo el Chacal. “En líneas generales son más buenos. No voy a decir que quizás un abuelo no viole a su nieta, más si es el jefe de la tribu, pero como en todo pueblo civilizado: a escondidas y haciéndose el distraído. Fuera de eso tienen muy pocas cosas malas. Son más las que podemos contarles a favor”. “Me imaginaba”, dijo Hernández. “Pero no me animaba a escribirlo”. “No se preocupe”, dijo el Chacal. “Los gauchos tampoco son como usted los pinta. ¡Mire lo que están haciendo ahí adentro!”. Hernández bajó la mirada, con culpa. “Claro. Eso usted lo sabe bien”, dijo el Chacal como si acabara de darse cuenta. “Traté de contar lo que pude”, dijo Hernández. “Como si fuera una especie de fábula. Pero nadie entendió, o no quisieron entender”. “¿Cuántos de los que están ahí adentro son paraguayos?”, preguntó el Chacal. “Todos”, mintió Hernández. “El mulato también”, preguntó el Chacal con suspicacia, y tiró el cigarrillo. “Él no”, reconoció Hernández. “Pero da lo mismo. Debe ser un desertor de los brasileños”. Y se encogió de hombros mientras desataba el caballo. El Chacal lo tomó del brazo y lo acompañó en dirección a la tranquera. Hernández tiraba de las riendas con la mirada perdida en el horizonte. A campo abierto el viento ondulaba los pastizales y el trigo se achicharraba por el sol. “Con la casa puede hacer lo que quiera”, dijo Hernández. “Pero si la prende fuego es mucho mejor. Así no van a culparme de haberlos entregado. Es una gauchada (o una guachada) lo que le estoy pidiendo, lo sé. No tengo ningún derecho, pero prefiero hacer el intento. Por otra parte, antes de que me lo pregunte: no, no sé dónde está el Mandioca. Puede interrogar a cada uno de los que están ahí. Tampoco creo que aporten gran cosa”. Hernández se subió al caballo, lo espoleó y salió al galope. Fue como si se lo tragara la lejanía.
Cuando el Chacal volvió a entrar en la casa una luz de locura le iluminó los ojos. Adentro había estallado la bulla por una reyerta. El mulato lloriqueaba y a la zaga del pelirrojo clamaba con su vozarrón: “Yo a vos sí. Vos a mí no”. El tono sonaba abrasilerado. En efecto, Hernández debía tener razón. El Chacal le seccionó el cuello al mulato y ensartó al pelirrojo a la atropellada. Un gordito había logrado escabullirse debajo del piano. El Chacal lo sacó de los pelos y lo degolló con un ritmo cansino, sin brusquedad. Otro lo agarró por atrás, desprevenido, y se trenzaron en un forcejeo. El Chacal se lo sacó de encima pegándole con el mango del facón en la sien, y le cortó la traquea con una incisión limpia. Después prendió fuego las cortinas con una vela de sebo. Se formó una voluta de humo y una gran llama. Y por el viento hubo una profusión del fuego en cuestión de segundos. El Chacal caminaba sobre cadáveres en busca de algún sobreviviente. Pero la densidad del humo era cada vez mayor y los que estaban agonizando en el piso empezaron a asfixiarse. El Chacal salió de la casa y se paró frente a la galería. El fulgor del fuego le hizo entrecerrar los ojos. A escasos metros, Zetos y el Zurdo miraban la escena sin poder hacer nada. Habían dejado sus facones ahí adentro y todavía estaban desnudos.
(*) El fragmento pertenece a la novela ¡Paraguayo!, Club Hem, 2020.