N o sólo se puede conseguir el reconocimiento póstumo, como les ocurrió a Herman Melville, Franz Kafka y Marcel Proust, sino también convertirse en un fenómeno de ventas más allá de la muerte, como les está sucediendo a Stieg Larsson y Roberto Bolaño, o directamente formar parte de aquellos autores que no publicaron nada, o muy poco, en vida, como Emily Dickinson, Konstantinos Kavafis, John Kennedy Toole y Fernando Pessoa. A todos ellos les llegaron tarde reconocimiento, dinero y publicaciones, cosa muy distinta a lo que sucede con sus herederos o familiares, que muchas veces fueron los primeros en entregar manuscritos o archivos para convertirlos, a cambio de monedas (aunque a decir verdad casi siempre a un precio lo más alto posible), en libros; pero los herederos no son el tema ahora.
Kavafis y Kennedy. No publicar nada puede ser muchas veces indicio de inseguridad sobre la calidad de la obra: si es buena o es mala. Pero cuando el escritor es quien plantea la no publicación, quizá el cuestionamiento sobre la calidad pueda obviarse. Es lo que le sucedió al poeta alejandrino Konstantinos Kavafis (1863-1933), quien prefirió que su obra circulara a través de poemas sueltos, en revistas especializadas, pero también como panfletos impresos para su distribución privada. Kavafis, una biografía crítica, de Robert Liddell, es un trabajo que dialoga con un generoso material sobre el autor egipcio; entre todo este material se cuenta la persona que tenía el archivo completo de las publicaciones de Kavafis y quien le refirió al autor de esta biografía que cuando aparecía un poema en una revista, el poeta encargaba “una serie de separatas destinadas en principio a ser distribuidas entre la selecta minoría que él consideraba que era su verdadero público, o podía distribuir hojas sueltas antes de publicarlas”; otras veces reunía el resultado de estas impresiones en pliegos, “al final de los cuales podía ir añadiendo con clips cada nueva separata u hoja suelta”.
Este modo de publicación, que eludía el formato tradicional, primero tuvo su explicación en el infundado horror que le provocaban a Kavafis sus poemas escritos antes de los 30 años; pero más adelante, como James Joyce advirtió, tuvo relación con una estrategia deliberada: “A partir de un cierto momento que podría situar hacia 1910, la obra de Kavafis debería ser leída y juzgada no como una serie de poemas separados sino como un poema único y el mismo, un ‘work in progress’”. El poeta T.S. Eliot coincide con Joyce, quizá porque intuía el “taller de encuadernación” en el que trabajaba el poeta alejandrino. Una de las fuentes de la biografía de Liddell relata que el taller era una habitación con una serie de mesas planas, “sobre las cuales, en varios montones, estaban sus poemas, y cada montón era de un poema. Cuando decidía enviar una colección de sus últimas poesías se sentaba allí un día antes y sacaba de su montón los índices impresos a los que iba incorporando los títulos de los poemas posteriores”. Kavafis no era una persona común: desconfiaba del correo y era muy discreto cuando enviaba sus poemas, optando por la figura del intermediario. A su muerte, sin embargo, se acabó este método de hacer circular su obra, publicándose por fin sus primeros libros, que fueron y han sido antologías o poemas reunidos.
John Kennedy Toole tampoco publicó nada en vida y las razones por las que no lo hizo no coincidieron con las de Kavafis. Nacido en Nueva Orleans en 1937 y suicidado en 1969, Toole legó La conjura de los necios y La Biblia de Neón. La historia de la publicación de la primera novela la relata el editor Walker Percy en el prólogo de Editorial Anagrama –que ya lleva 34 ediciones impresas en España y seis en Argentina y que, de acuerdo con el ex editor del sello español, en su momento fue su título más vendido–; ahí Percy cuenta que el manuscrito llegó a sus manos en 1976 gracias a la insistencia de la madre del autor: “La señora fue tenaz; y, bueno, un buen día se presentó en mi despacho y me entregó el voluminoso manuscrito. Así pues, no tenía salida; sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo”. Sin embargo, el manuscrito que contaba la historia de Ignatius Reilly, un joven que vivía con su madre, que dedicaba su tiempo a llenar cuadernos y cuadernos que reflejaban su búsqueda de la teología y la geometría en pleno siglo XX, y que un día tiene que salir a buscar trabajo, resultó ser delirante: “No sé si utilizar el término comedia (aunque comedia es), pues el hacerlo implicaría que se trata simplemente de un libro divertido, y esta novela es muchísimo más”. La calidad de La conjura de los necios ha sido resaltada por muchos, sin embargo la de La Biblia de neón no tanto, porque es una obra de juventud y ha sido escasamente leída.
Kafka y Proust. Franz Kafka y Marcel Proust terminaron publicando póstumamente, pese a que ya habían cobrado cierto prestigio. En el caso de Proust, tres de los siete volúmenes que componen En busca del tiempo perdido fueron publicados así. La historia cuenta que el autor francés presentó a consideración del comité de la Nouvelle Revue Française (NRF) el primer volumen de esta obra, Por el camino de Swann, haciendo hincapié en que correría con los gastos de la publicación; André Gide, que era escritor e integrante del comité editorial, rechazó la oferta; pero después de su publicación en otra editorial comenzó un intercambio epistolar con Proust; Gide entonces tuvo que admitir no haber leído íntegramente el original por una suerte de prejuicio: “Para mí, usted seguía siendo aquel que frecuentaba las casas de las señora X y Z, el que escribe en Le Figaro”. Agregaba incluso que lo creía un snob, un mundano aficionado, pero que al abrir la página 64, “en la que se habla de una frente donde ese transparentan las vértebras”, había comprendido su error. Proust respondió diciendo que había presentado el original a consideración de esa editorial porque pensaba que podría leerlo el propio Gide.
Pero Proust no es rencoroso y tras las primeras cartas plantea la posibilidad de publicar el segundo y el tercer tomos, ya comprometidos, en NRF, donde Gide trabajaba con Gastón Gallimard. De llegar a concretarse esta segunda oferta, Proust volvía a proponer que los gastos de la edición corrieran por su cuenta; sin embargo, debe pensarlo; finalmente termina publicando su obra en NRF. Rápidamente los primeros tomos de En busca del tiempo perdido aparecen traducidos al inglés, el castellano y el alemán. Gide y Proust se siguen escribiendo, y un año antes de su muerte, el primero escribe una carta a un tercero donde explica la importancia de la obra de quien en ese momento era ya su amigo: “No creo sobrestimar la importancia de Marcel Proust; no creo que sea posible sobrestimarla. Me parece que, desde hace mucho tiempo, ningún escritor nos había enriquecido tanto”.
Kafka muere dos años después que Proust; póstumamente se publican El proceso y El castillo. En la correspondencia con su editor se observa lo cuidadoso que era con su obra; en el libro Un médico rural corrige dos veces el orden de los cuentos. También está al tanto de las reseñas que le hacen a sus libros en todas partes de Europa y le pide a su editor si puede conseguir tal o cual periódico. En estas cartas se pueden apreciar las ventas de sus libros: por su primer libro de cuentos, Meditaciones, entre 1915 y 1916 vende 258 ejemplares, lo que lo convertía en un autor interesante y con mucha proyección para su editorial. Cuando está por publicar La metamorfosis, Kakfa plantea una inquietud en relación con la tapa: “El insecto en sí no puede ser dibujado”. Y agrega que de tener la oportunidad escogería “escenas como, por ejemplo, los padres y el procurador ante la puerta cerrada”. Sobra decir que muchísimas ediciones de este libro tienen al insecto en la tapa. Un poco antes, cuando empezaba a publicar, le había pedido al editor que, teniendo en cuenta de que se trataba de un libro pequeño, “tan sólo le rogaría que la letra fuese del mayor tamaño posible”. Pese a que siempre se ha hablado de la traición de su amigo y albacea literario, Max Brod, lo cierto es que de lo que se puede deducir de estas cartas, Franz Kafka siempre manifestó su interés en continuar publicando.
Larsson y Bolaño. Stieg Larsson y Roberto Bolaño son dos escritores que después de muertos han despertado un fenómeno en torno a su obra, con el consecuente aumento de ventas. Al igual que Kafka y Proust mueren muy próximos: Bolaño en 2003, Larsson en 2004, uno a causa del hígado, el otro a causa del corazón, ambos cuando cumplían los cincuenta años. En el caso del escritor nacido en Chile pero que hizo toda su carrera en España, además de la monumental 2666, que en principio eran cinco novelas que debían ser publicadas por separado, han aparecido Entre paréntesis, El secreto del mal, La universidad desconocida, El Tercer Reich y Los sinsabores del verdadero policía. Andrew Wylie, el famoso agente literario conocido con el apodo de “El Chacal”, se ha encargado de administrar este material, prohibiendo que salgan a la luz libros con correos electrónicos entre Bolaño y otros escritores. Bolaño ingresó al mercado estadounidense ya muerto, convirtiéndose en un personaje de culto para los suplementos de cultura. Ignacio Echavarría, quien era su albacea literario, en el prólogo de El secreto del mal (que incluye cuentos pero también intervenciones como Derivas de la pesada, donde aborda su impresión sobre literatura argentina), explicaba el criterio con que se había armado el libro: “Esta naturaleza inconclusa tanto de las novelas como de los cuentos de Bolaño hace que con frecuencia se haga difícil discriminar cuáles, entre las piezas narrativas que no llegó a publicar, pueden darse por terminadas y cuáles constituyen más que simples esbozos”. Echavarría comparaba estos escritos póstumos con los de Kafka en el sentido de aquellos “formidables arranques narrativos que se interrumpen de súbito”. Y cuando enumera los textos incluidos, inmediatamente aclara que “hay motivos para pensar que varias de estas piezas están inacabadas, pero se ha juzgado preferible ofrecer al lector la oportunidad de formarse su propio juicio al respecto”. Sea como fuere, Roberto Bolaño sabía lo que era un albacea literario. En Derivas de la pesada señala que el escritor argentino Osvaldo Lamborghini había dejado “como albacea literario a su discípulo más querido, César Aira, que viene a ser lo mismo que si una rata deja como albacea testamentaria a un gato con hambre”. Si Lamborghini dejó a un gato con hambre, Bolaño fue entregado a un chacal.
El sueco Stieg Larsson, autor de la trilogía Millennium, murió poco después de entregar el último libro de la trilogía, así que no pudo disfrutar de los más de 15 millones de ejemplares vendidos hasta 2009. Pero, a diferencia de Bolaño, el dinero que produjo esta venta no benefició a su viuda, ya que en Suecia la ley privilegia el derecho de sangre por encima de todo, y como los Larsson-Gabrielsson no tuvieron hijos, los beneficiados fueron el padre y el hermano del autor. En la biografía escrita por la viuda, Millennium, Stieg y yo, empieza contando que el día que murió Larsson coincidía con un aniversario más de La Noche de los Cristales Rotos, “una fecha maldita para mí”, y deriva en una especie de súplica para que el apellido de su esposo no siga siendo una marca dentro de la industria del libro: “A este paso, no sería de extrañar que un día me lo encuentre en una botella de cerveza, un paquete de café [del que eran cómplices y asiduos consumidores] o un coche”.
Por otro lado, publicar póstumamente después de haberlo hecho en vida, de haber ganado dinero y reconocimiento, tampoco ha sido extraño en la historia de la literatura. De Hemingway se editó París era una fiesta; de F. Scott Fitzgerald la novela inacabada El último magnate; de James Joyce Finn’s Hotel (recientemente editado en Argentina); de Pablo Neruda sus memorias Confieso que he vivido, de Osvaldo Lamborghini se hizo lo propio con Tadeys [ver recuadro] y, como si esto fuera poco, de J.D. Salinger se anuncian varias novelas a partir de 2015