CULTURA
Ezequiel Martnez de Estrada

Un olvidado que vuelve

Medio siglo atrás se lo veía como el Sarmiento del siglo XX. Pero luego de su muerte, en 1964, sus obras cayeron en un olvido del cual recién hoy parecen despertar. Discípulo de Leopoldo Lugones, tuvo a Nietzsche como maestro de pensamiento –de donde provienen tanto su rechazo a la modernidad como la teoría del resentimiento de las masas populares– y su herencia es reclamada por partidarios de las posiciones más antagónicas: el populismo nacionalista, el posmodernismo y el progresismo tradicional. Silencios y contradicciones de uno de los pensadores más controvertidos de la ensayística argentina.

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Qué significa hoy Martínez Estrada? Hace cincuenta años se lo veía como un clásico, el Sarmiento del siglo XX. Los grupos culturales antagónicos –Sur y Contorno– lo reverenciaban por igual. Después de su muerte entró en el olvido: sus libros se reimprimieron poco, su lectura se redujo a estudiantes especializados y las nuevas generaciones ignoraron hasta su nombre.

Los críticos del boom de la literatura latinoamericana y argentina de los 60 rescataban a Borges y a Marechal, dos autores de la generación de Martínez Estrada, pero no a él. En Primera Plana, la revista que imponía las modas culturales de esos años, señalaban como signo de la época que los escritores argentinos jóvenes no aceptaban a Martínez Estrada como mentor. No es una casualidad que este declive sea simultáneo a la iniciación de la carrera de Sociología, ya que su creador, Gino Germani, desdeñaba la ensayística autodidacta.

Sin embargo, parecería que, en las postrimerías del siglo XX y en los comienzos del actual, se prepara un revival de Martínez Estrada que poco tendrá que ver, sin embargo, con el ídolo de los años 50. Distintas corrientes ven en su obra anticipaciones de ciertas ideas hoy en boga y lo reivindican como un precursor. En los círculos universitarios florece cierto neopopulismo nacionalista, a la manera de Horacio González –Restos pampeanos (1999)–, que redescubre su veta tercermundista y antiliberal.

Los posmodernos, a quienes Martínez Estrada no conoció, lo reconocerán como un aliado en la lucha contra el racionalismo, la técnica y el mundo moderno. Así los antropólogos levistraussianos y el ala extrema, neorromántica, de los ecologistas, coincidirán en el ataque del ensayista a la urbanización y con su prédica del retorno a la naturaleza. Los foucaultianos se identificarán con su concepción total del poder. Los progresistas más tradicionales recordarán su última época de castrismo y antinorteamericanismo. Los neonietzscheanos redescubrirán el olvidado opúsculo de Martínez Estrada sobre Nietzsche. Ciertas características nietzscheanas, por otra parte, eran las suyas: la oposición de la intuición a la razón, el rechazo de la modernidad, así como la teoría del resentimiento de las masas populares a la que recurrió reiteradamente en sus obras.

El neobarroco latinoamericano puede también encontrar una de sus fuentes en el alambicamiento de ideas, en el uso abusivo de contrastes, dobles sentidos y antítesis paradójicas propias del conceptismo de Radiografía de la pampa. Su estrecho vínculo con Horacio Quiroga –lo llamaba “hermano”– que, imitando el Walden de Henri David Thoreau, vivía en una cabaña en la selva hecha por sus propias manos y adonde lo invitaba a compartir esa existencia, acerca a ambos escritores a los movimientos californianos beat y hippie de alejamiento de las grandes urbes y refugio en la naturaleza.

Influencias y desencanto. Las ideas de Martínez Estrada no eran nuevas: su originalidad estaba en haber mezclado, en forma indiscriminada, diversas concepciones filosóficas y sociológicas que estuvieron presentes en la ideología argentina –reflejo, además, de otras europeas–, la corriente del pesimismo cultural alemán, o filosofía de la crisis –de Spengler a Keyserling– derivada de Schopenhauer y de Nietzsche. Se suele relacionar al psiconálisis con Radiografía de la pampa, por su remisión a los orígenes, con el Freud de Tótem y tabú pero más aún con Jung, ya que el análisis de una conciencia colectiva, y la historia vista a través de mitos y arquetipos, derivaba de éste.

La coincidencia de Martínez Estrada con el populismo y el tercermundismo reflejaba algunas de esas ideas, en auge en los años 60 y 70, prefiguradas, tres décadas antes, en el revisionismo histórico del nacionalismo católico. Martínez Estrada no podía desconocerlo ya que muchos de sus cultores colaboraban en los tiempos anteriores a la Segunda Guerra en Sur y algunos de ellos eran asiduos a las reuniones de Villa Ocampo. Más cerca aún estaba su propio maestro y protector, Leopoldo Lugones, inspirador del nuevo orden fascista, política que no provocó la menor acusación de su discípulo.

La crisis de los años 30 incitaba a los intelectuales a hacer un balance del pasado histórico. De ahí las coincidencias de Martínez Estrada con los nacionalistas, con la diferencia de que éstos creían tener una solución: sustituir los partidos por el corporativismo, el sistema democrático liberal por la nación católica o el fascismo; en cambio, Martínez Estrada no tenía ninguna respuesta: el desencanto en la democracia llevaba al ensayista al nihilismo.


Su descripción del país, inspirada en el Facundo pero, al mismo tiempo, contra éste, se movía en la zona indecisa entre la civilización y la barbarie, sin reconocerlas como antinómicas ni como una contradicción dialéctica, sino mezcladas en una paradoja conceptista más afín a un literato que a un pensador. Calificaba a Sarmiento como un “soñador perjudicial” y reconocía a Rosas como “más real que los proscriptos” repitiendo al Juan Bautista Alberdi de los Escritos póstumos (1912). No obstante, escudado en la oscuridad de su prosa, se cuidaba de decir si lo valioso estaba en la civilización o en la barbarie.

Martínez Estrada se decía anarquista. Pero como el de Pío Baroja y otros escritores de la época, el suyo era un anarquismo espiritual y aristocrático sin conexión política. Su anticlericalismo no le impidió sentirse cercano a un cristianismo sentimental, primitivo, tolstoiano al que intentó –a la zaga de León Chestov y Kart Jaspers– fusionar con el nietzscheanismo.

A partir de 1955 comenzó a acercarse a los comunistas. Leónidas Barletta lo invitó a colaborar en Propósitos, periódico del partido, desde donde sostuvo una polémica con Borges y otros miembros de Sur. Pero su primera y única actuación política concreta fue su insólita adhesión a la dictadura castrista, como un intento apresurado, al final de su vida, de compensar su anterior pasividad. Algunas breves referencias al imperialismo yanqui perdidas en Radiografia de la pampa y el Sarmiento no le habían impedido volver gratamente impresionado de su viaje a los Estados Unidos en 1942, donde las moderadas críticas no superaban el arielismo de José Enrique Rodó sobre la superioridad del espíritu latino sobre el mercantilismo anglosajón.

La carencia de una conciencia crítica, la falta de conocimientos sobre la economía, su saber de la historia reducida a las filosofías cíclicas y sus esporádicas y ligeras lecturas de Marx, a quien vinculaba a los profetas bíblicos, no le permitieron distinguir bien la derecha de la izquierda, menos aún los diversos matices de las distintas izquierdas; y fue incapaz, por tanto, de evitar los engaños del castrismo y los delirios del guevarismo. Durante su estadía en Cuba, con un cargo de funcionario menor, creyó transformarse en un revolucionario; de esta manera, el pacifista gandhiano se transformó en un apologista de la violencia.

Siempre disconforme, pronto se sintió desdeñado por sus nuevos compañeros. Ni Guevara ni Castro se preocuparon por conocerlo: seguramente lo consideraban una figura decorativa algo anticuada. Ya de retorno a su país calificaba a los agentes cubanos de Gestapo y gendarmería. Pocos meses después moría y el politburó cubano decidía mantener en secreto esa disidencia mientras decretaba duelo nacional el día de su deceso.

Esas confusiones y silencios, esas críticas generales y vagas a entidades imprecisas y abstractas, esas acusaciones a personajes emblemáticos pero sin nombre propio, no permiten distinguir cuál era su verdadera posición política o filosófica. En cambio, posibilitan que su herencia, como la de Nietzsche –su maestro de pensamiento–, sea reclamada por partidarios de las posiciones más antagónicas. Todos y cada uno podrán encontrar en Martínez Estrada lo que más les guste.

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