CULTURA

Un sueño alemán

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Walter Benjamin (1892-1940) quería ser “el más grande crítico alemán” y, a la luz de las repercusiones de su obra, sin duda lo fue.
Sus amigos y compañeros nunca estuvieron demasiado de acuerdo con su método de lectura (para los académicos alemanes era sencillamente judío, para Adorno, descuidaba las mediaciones entre las singularidad que analizaba; para Scholem, entendía mal las enseñanzas de la tradición judía, para Brecht...). Pero nadie pudo nunca negar la cualidad de sus escritos, que siguen sorprendiendo no tanto por la verdad que encierran sino por la intensidad con que nos alcanzan.
Es que Benjamin era, además de un lector inteligente, un escritor de singular sensibilidad: prueba de ello son, además de sus artículos sobre Proust, su propia traducción de En busca del tiempo perdido, novela de la que aprendió (como Roland Barthes, muchos años después, por otra vía) que la narración es un híbrido que puede aparecer en cualquier parte.
Bien leída, la obra de Benjamin es, además de obra filosófica y obra crítica, obra literaria (¿acaso no sucede siempre eso con la crítica?) y prueba de ello son algunas de las tesis de la filosofía de la historia (especialmente aquella tan misteriosa, tan glosada y tan mal entendida que toma como punto de partida un cuadro de Klee para contar el cuento del ángel de la historia o los fragmentos de Infancia en Berlín o de Calle de una sola mano que encuentran, por pleno derecho, un lugar de privilegio en el contexto de las letras alemanas del siglo XX.
Enamorado de los juguetes, de las miniaturas y de las colecciones, Benjamin supo que bastaba con reunir algunos fragmentos para que algunos lectores, muy pocos lectores, pudieran comprender el vínculo novelesco que los relacionaba.
Del mismo modo, su monumental proyecto El libro de los pasajes pretendía ser una reconstrucción fragmentaria de un período y un lugar incomparables de la conciencia del mundo (París, siglo XIX) y hoy se deja leer, incluso incompleto, como uno de los más deslumbrantes fragmentos de literatura alemana, como los Philosophische Lehrjahre de Friedrich Schlegel y el Zaratustra de Nietzsche: “un libro para todos y para nadie”, que entiende que no hace falta explicitar las articulaciones porque eso, precisamente, murió con el positivismo decimonónico y porque la “constelación” benjaminiana necesita ser leída con la habilidad del arúspide que lee los restos del animal sacrificado.