El siglo se termina y ya no soy una niña pero el tiempo no ha pasado para Alain Robbe-Grillet, el escritor de la Nouvelle Vague, el hombre que imaginó Hace un año en Marienbad. Ver la película de Alain Resnais era, para mi generación, una iniciación obligatoria. Había que zambullirse en ella hasta sentir vahídos porque allí todo terminaba y volvía a empezar, el tiempo se disolvía, se multiplicaba al infinito, los objetos se desdibujaban, las certezas temblaban, la memoria misma del cine conocido hasta entonces parecía absurda.
—Los objetos nos son radicalmente extraños. Vivimos en un mundo que no comprendemos. Mi obra no quiere tratar de arreglarnos con ellos, de camuflar la incomprensión, de simular armonía. Hay angustia, y yo no debo ocultarla.
Así habló Robbe-Grillet ante cientos de jóvenes en los coloquios que dio durante el Festival de Cine de Mar del Plata, donde ofició de presidente del jurado. Con precisión, desarrolló la típica teoría de las vanguardias, su vocación de perturbar al lector-espectador, despojarlo de certezas para enfrentarlo a la libertad, shockearlo y desautomatizar sus percepciones.
Volví a escucharle lo mismo dos días después, entrevistándolo; lo escuché desde el túnel del tiempo, un poco enojada porque el mundo había cambiado y él parecía no notarlo. Hasta que viajé con él en una combi rumbo a Villa Ocampo y lo vi en el centenario parque de la mansión de Victoria, la exótica anfitriona de los intelectuales europeos (“una sudamericana rica que nos puede llevar a Sartre y a mí a Buenos Aires”, al decir de Simone de Beauvoir en una carta que cito de memoria, de fines de los 40). Inclinado sobre la lavanda del parque de Villa Ocampo, el Escritor de Vanguardia se había olvidado del radical extrañamiento del mundo y acariciaba las hojas con ternura, se sumergía en el arbusto para oler, abrazaba a su mujer.