CULTURA
borges y su literatura infame

Vidas ejemplares

Escrito bajo la influencia de Stevenson y Chesterton, y del cine de acción que Borges degustaba en esos tiempos, las películas de Josef von Sternberg; también lo influyó la proximidad de su amistad con Evaristo Carriego, quien lo predispuso a visitar los bajos fondos con sus compadritos, valientes y arrogantes. El libro fue publicado 1935 y revisado en 1954. En su prefacio a la edición de ese año, Borges destacó que sus páginas padecen una debilidad barroca, la tentación fácil de exhibir y dilapidar todos los recursos expresivos más allá de lo necesario, error de un escritor joven y tímido. Hablamos de Historia universal de la infamia.

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| pablo temes

La infamia mancha toda la historia. En 1935, hace noventa años, Borges dio vida a su primera colección de cuentos: Historia universal de la infamia. Aquí ensaya un juego de reinvenciones de personajes infames y legendarios. Casi en su totalidad, las historias del libro comentado fueron publicadas en el diario Crítica, el de Natalio Botana, el de los títulos sensacionalistas, en su Revista Multicolor de los Sábados, entre 1933 y 1934.

Historias escritas bajo la influencia de Stevenson y Chesterton, y del cine de acción que Borges degustaba en esos tiempos, las películas de Josef von Sternberg; y también lo influyó la proximidad de su amistad con Evaristo Carriego, quien lo predispuso a visitar los bajos fondos con sus compadritos, valientes y arrogantes.

El libro fue revisado en 1954. En su prefacio a la edición de ese año, Borges destacó que sus páginas padecen una debilidad barroca, la tentación fácil de exhibir y dilapidar todos los recursos expresivos más allá de lo necesario, error de un escritor joven y tímido.

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Y en esas líneas iniciales también se perfila la posición borgiana sobre la relación lector-autor: “A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”. El leer es una actividad “más intelectual”, y el escribir es una continuación de la lectura; el tan ponderado autor es quien modifica historias ya recibidas y leídas; por eso, en el segundo prefacio se destaca que los personajes que integran el libro son parte de “un falsear y tergiversar… ajenas historias”; y tras patíbulos y piratas “no hay nada”, o únicamente el placer de un mero entretener y narrar.

Los infames son los “sin fama”, o más exactamente los “sin honra”, pero estos individuos dimanan mayor fascinación que las vidas ejemplares.

Todos los relatos se inspiran en criminales reales, pero también se incluye la historia ficticia del “Hombre de la esquina rosada”, y un apartado con traducciones de relatos cortos.

Infames occidentales. En la fauna de los infames están los de origen occidental u oriental. Entre los primeros se acomodan “el atroz redentor Lazarus Morell”, inspirado en John Murell, el “Gran Pirata de la Tierra del Oeste”, un bandido y criminal del siglo XIX que actúa en el sur de Estados Unidos y en el río Misisipi; herrero y ladrón de caballos, y de esclavos, a los que secuestra bajo la promesa de otorgarles su libertad para luego revenderlos; lidera así una banda de “ferrocarril subterráneo inverso”, no un “ferrocarril” sobre líneas clandestinas para la fuga de desdichados africanos sino lo contrario. Y un Morell predicador planea un levantamiento en los estados esclavistas bajo el modelo de la Revolución Haitiana; a este infame lo incendian sueños de vasto poder: “el plan de Morell era una sublevación total de los negros, la toma y saqueo de Nueva Orleans y la ocupación de su territorio”.

A los infames occidentales se le agregan “el impostor inverosímil Tom Castro”, “el proveedor de iniquidades Monk Eastman” y “el asesino desinteresado Bill Harrigan”.

Tom Castro es Arthur Orton, “un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad”, de origen inglés y marino itinerante, desertor en Valparaíso, hambriento, auxiliado por la familia Castro, de ahí su nombre sustituto, y luego viajero llegado a Australia; allí es un carnicero empeñado en decir que Roger Tichborne, un náufrago inglés de buena alcurnia, sobrevivió, y es él. El impostor Tom Castro.

Y Edward “Monk” Eastman, un gánster neoyorkino, uno de los últimos de su calaña en el final del siglo XIX, creador de una de las asociaciones criminales más poderosas de la ciudad, una banda judeo-estadounidense que, amparada por temidos sicarios, dirige burdeles, redes de protección y narcotráfico en el Lower East Side.

Y Bill Harrigan no es otro que una de las leyendas del Lejano Oeste: Billy the Kid, letal pistolero, maestro del manejo del ganado y de los hombres que “con la lucidez atroz del insomnio, organizaba populosas orgías que duraban cuatro días y cuatro noches”. El comisario Garret, quien le concederá la paz con una bala final, le dice que su puntería le viene de tanto practicar con búfalos; Billy, en cambio, le replica: “Yo la he ejercitado más, matando hombres”. Al fin su cadáver se exhibe en una vidriera como un regalo a la comunidad que quiere tranquilidad, o como una atracción circense.

Infames orientales. La imaginación borgiana de lo infame se nutre también de dos historias orientales: “La viuda Ching, pirata”, y “El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suke”.

Ching Shih es una líder pirata china cuyas aventuras transcurren en el Mar de la China Meridional, entre 1801 y 1810. Hereda de su marido el liderazgo de la Confederación Pirata de Guangdong, con una flota de 400 juncos y de 40 mil a 60 mil piratas. Los barcos comandados por la pirata china entran en combate con el Imperio Portugués, la Compañía de las Indias Orientales y la dinastía Qing. Temerosa de una derrota final, equivalente a su extinción, la mujer de los mares pacta su rendición. Así será longeva y morirá en tranquilidad. En la variación libre de la historia que ensaya Borges, la pirata comprende el mensaje de cometas con formas de dragón que emergen de los navíos de la flota imperial, que le advierten que ella, la Zorra, ya no recibirá la protección de los ancestrales animales míticos. Por eso renuncia al pillaje marino. Entonces, retorna la paz a los mares y a los ríos y barcos, y a la tierra, en la que “los labradores pudieron vender las espadas y comprar bueyes para el arado de sus campos. Hicieron sacrificios, ofrecieron plegarias en las cumbres de las montañas y se regocijaron durante el día cantando atrás de biombos”.

En el libro de A.B Mitford, Tales of Old Japan, Borges lee la historia de Kotsuké no Suké. Un funcionario que permite la degradación y muerte de su señor de la Torre de Ako; éste recibe a un enviado imperial siguiendo un ceremonial de gran rigorismo ritual. El señor de la Torre de Ako necesita de las instrucciones de su Maestro de Ceremonias para no cometer algún error inexcusable, pero éste no lo guía adecuadamente. Y cuando se le desata la cinta de su zapato, el entendido en ceremoniales le pide a su Señor que se lo ate; éste así lo hace, con humildad, y luego se burla de su nudo, por lo que su Señor lo hiere con su espada; esta infracción lo obligará luego a cometer harakiri o suicidio ritual.

El maestro de ceremonias no quiere redimir su mala acción con otro suicidio reparador. Los capitanes de Ako, ahora 47 ronin (samurais sin amo), deciden vengarse de Kotsubé. Éste escapa a Tokio. Pero los ronin, implacables, lo acosan, lo persiguen, lo capturan y le proponen que se suicide. No lo hace. Entonces, lo decapitan. Tras lo cual, cada uno de los ronin, hasta el último que narró todo lo ocurrido a la Suprema Corte, se suicidan.

Un profeta de rostro velado. El personaje quizá más fascinante del repertorio de infames revividos por Borges es Háshim, más conocido como Al-Muqanna, reconvertido en “El tintorero enmascarado Hákim de Merv”. Procedente del norte de Afganistán, y de ascendencia iraní, el Háshim real encabeza un cisma religioso en el siglo VIII. Se proclama profeta y su nueva religión combina zoroastrismo e islam. Durante un experimento con elementos químicos sufre una explosión que le quema la cara. Por eso, acude a un velo para ocultar su deformación. Desde entonces lo llaman “El velado”. Su verdadera profesión es teñidor de ropa, tintorero.

El Háshim re-imaginado por Borges conserva su condición de Profeta Velado. Luego de empezar una penitencia de por vida, “Su cabeza había estado ante el Señor, que le dio la misión de profetizar y le inculcó palabras tan antiguas que su repetición quemaba las bocas y le infundió un glorioso resplandor que los ojos mortales no toleraba. Tal era la justificación de la Máscara”. El de la Cara Resplandeciente rompe con el islam, una fe invasora de su tierra, en definitiva. Y Borges convierte a Hákim en hereje creador de una nueva “religión personal” contaminada por “evidentes infiltraciones de las prehistorias gnósticas”. Los gnósticos crearon su religión en el siglo I d.C. Su fe contrapone un espíritu puro, bien eterno, a una materia impura, mal también atemporal.

La realidad de los gnósticos está atiborrada de dioses y mundos. En la cosmogonía de Hákim, la suprema deidad gnóstica es Dios espectral, inmutable, “carente de nombre y cara”. Su imagen se proyecta en dinastías de ángeles, potestades y tronos, en una sucesión de mundos yuxtapuestos hasta sumar 999. La Tierra, nuestra tierra, la más lejana del Dios en el origen, es gobernada por un estafador dios subalterno, Jehová. Y se sentencia: “Los espejos y la paternidad son abominables porque lo multiplican y afirman”; intuición de la vida como dolor y vacío que se repiten como reflejos apabullantes de espejos. El paraíso y el infierno imaginados por Hákim también exudan desesperación.

Y el Velo que tapa la cara del profeta al fin se descorre y, entonces, asoma la verdad, su rostro no irradia luz, solo supura lepra.

La épica como redención, las enumeraciones y la sabiduría. La infamia asume la forma de impostura (Tom Castro, Hákim de Merv); puro delirio perverso o afición al delito (Morell, Monk Eastman); o deseo de vida libre entre codicia y aventura (Bill Harrigan, la pirata Ching); o disfrute del maltrato del maestro de ceremonias japonés.

Los infames en la letra de Borges son, en principio, entretenimiento producto del puro placer del narrar. Pero no solo eso. Entre líneas, lo épico emerge como compensación de la fealdad infame: el concepto de honor hasta sus extremos de los 47 ronin, o el narrador de “El hombre de la esquina rosada” que, si bien es narración “independiente”, su inclusión en el libro de los infames adiciona resonancia épica por su tomar el cuchillo y vengar la honra de su pago ante la soberbia de Francisco Real, apodado El Corralero, y el recular de Rosendo Juárez ante su desafío a duelo.

Lo épico, contracara de lo puramente infame, se orienta también en la aventura como “iniciaciones heroicas”, o res gestae, lo contrario de la comodidad sedentaria. La aventura épica de la viuda pirata Ching, por ejemplo, pero también de otras mujeres corsarias invocadas, como Mary Read, quien declara que la vida de pirata no es para cualquiera y que “para ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, como ella”; y también es recordada Anne Bonny, “una irlandesa resplandeciente, de senos altos y pelo fogoso, que más de una vez arriesgó su cuerpo en el abordaje de naves”.

Y lo épico aflora con pujante marca al final de la historia de los 47 ronin y su venganza del innoble maestro de ceremonias Kotsuké:

“Este es el final de la historia de los cuarenta y siete hombres leales –salvo que no tiene final, porque los otros hombres, que no somos leales tal vez, pero que nunca perderemos del todo la esperanza de serlo, seguiremos honrándoles con palabras”.

La epicidad también brota en “El enemigo generoso”, un poema incluido en la versión de 1954 y después, como “El rigor de la ciencia”, republicado en El hacedor. El rey de Irlanda Muirchertach saluda al conquistador noruego Magnus Bardborf. Primero lo exalta y luego le anuncia que le regalará el filo de la muerte en un cercano y último día de luz y espadas.

Y el recurso del catálogo, de la enumeración, también revela el sabor de la epopeya en el comienzo del “atroz redentor Lazarus Morell”. Luego de la sugerencia de Bartolomé de las Casas al emperador de Alemania y rey de España Carlos V de reemplazar a los indios por los negros en el duro trabajo de las minas de oro antillanas, se enumera las consecuencias favorables de obras y acciones de autoría negra en América; o la enumeración de las bandas de forajidos neoyorquinas y sus estragos en el comienzo de “El proveedor de iniquidades Monk Eastman”, en la que, como luego ocurrirá con los compadritos, los hampones en las calles de Nueva York son elevados a dignidad heroica en la llamada batalla de Rivington, en 1903, un intercambio feroz de disparos de dos horas entre la Banda Eastman del Lower East Side y la Banda rival Five Points. Y un halo épico que aúna a pistoleros osados con los antiguos héroes de la llíada de Homero, o del combate de Junín, en el que participa con heroico protagonismo Isidoro Suárez, un bi-sabuelo de Borges: “Unos cien héroes vagamente distintos de las fotografías que estarán desvaneciéndose en los prontuarios, unos cien héroes saturados de humo de tabaco y de alcohol, unos cien héroes de sombrero de paja con cinta de colores, unos cien héroes afectados quien más quien menos de enfermedades vergonzosas, de caries, de dolencias de las vías respiratorias o del riñón, unos cien héroes tan insignificantes o espléndidos como los de Troya o Junín, libraron ese renegrido hecho de armas en la sombra de los arcos del Elevated”.

Las enumeraciones en Historia universal de la infamia reaparecen como fundamental recurso expresivo en “El Aleph”, “La escritura del dios” o el “Poema de los dones”.

Varios libros con pretensiones literarias pueden ser recordados como expresión narrativa de lo infame. Desde la historia romana, la biografía del díscolo y enloquecido y cruel emperador Calígula de Suetonio, en su Las vidas de los doce césares. Laura Méndez Cuenca (1853-1928), la profesora, escritora, y poetisa mexicana, autora de los Cuentos criminales, libro en el que, por diversas historia reales, se hace presente la opresiva maldad humana; A sangre fría, el clásico del escritor y periodista Truman Capote, que, mediante un meticuloso trabajo de campo, recrea el asesinato de la familia Cuttler en 1959.

Por su parte, los libros de asesinos seriales abordan, por fuerza, personalidades infames. Caso especial es del asesino Carl Panzram que, además de su oscura vastedad criminal, profesa una particular filosofía nihilista y repulsiva.

El estudio de los infames en el punto de convergencia del poder y el saber es lo propio de La vida de los hombres infames de Michel Foucault, quien analiza al infame marginal desde un cruce de discursos procedentes de la medicina y la jurisprudencia que los configura como locos criminales bajo el poder individualizante y totalitario del Estado. Y el infame como criminal parricida y fratricida es lo que también investiga el autor de Vigilar y castigar a través del diario de Pierre Rivière.

Pero en los casos de los personajes de la Historia universal de la infamia, estos no alcanzan una alta estatura ominosa; siempre dimanan cierto encanto literario y un aire de épica, aventura y coraje que, a veces, mitigan lo infame en la narrativa borgeana. Y también hace retroceder la infamia el deseo de alguna sabiduría, como en los casos de la cosmogonía de raíz gnóstica de Hákim de Merv; o en “Un teólogo en la muerte”, en el que un teólogo comprende su falta al renegar de la caridad; o la “Historia de los dos que soñaron”, en la que un hombre viaja de El Cairo a Isfahán para descubrir un tesoro que siempre estuvo en su hogar; o la sabiduría puede ser la de un hechicero como Abderrahman el Masmudí, que le advierte a un rey, inútilmente, para que éste no caiga en un error que le sumerge en la locura, en “El espejo de tinta”.

Así, la Historia universal de la infamia de Borges supera la mera narración placentera de las historias. Y al final, en su desarrollo completo, la épica, la aventura y el deseo de sabiduría, brotan como hálito compensador de lo infame y su burla de lo noble.