Poseído por la facultad de atisbar el mundo que se esconde tras el mundo y abrasado por una voluntad incandescente –desplegada en una conciencia poderosa que salió del lenguaje verbal para articularse en el espacio a través de un cuerpo que sufre–, el sintomático caso de Antonin Artaud (1896-1948) nos recuerda que la vida a todos nos esculpe, pero se ensaña con algunos.
Actor desdoblado en ensayista, dramaturgo, poeta, viajero, explorador de la psique y adicto contumaz, su extraña y dolorosa producción escrita es un testimonio no solo de un talento iluminado sino también de un sino trágico que se expresa en la raíz de su experiencia, en la que cruza un vitalismo descarnado con el cuerpo del lenguaje, experiencia psicoantropológica cristalizada en el teatro de la crueldad. Uno se enfrenta a Artaud, como tan bien lo explicitó Gilles Deleuze y aun con bisturí Susan Sontag, y entiende que el (sin)sentido de la existencia es una pregunta desgarradora que hace desde el cuerpo la pregunta primordial por el espacio (es de la pieza radiofónica de Artaud, Para acabar de una vez con el juicio de Dios, donde Deleuze y Guattari tomarán una de las más célebres y perturbadoras ideas que atraviesan Mil mesetas: el cuerpo sin órganos). “El cuerpo es el cuerpo, está solo y no necesita de órganos. El cuerpo no es jamás un organismo. Los organismos son los enemigos del cuerpo”.
No es fácil enfrentarse al legado de un hombre profundamente perturbado –la lucidez no es un lugar que se visita sino una enfermedad que se padece–, que confundió y espantó a su época por la intensidad de su mirada y la humanidad que lo desborda, demostrando, como lo ha expresado la poeta Anise Koltz, que la poésie/ est la toxicomanie/ de la parole, puesto que solo se confunde quien tiene sustancia(s) para hacerlo.
Circonfesión. Entre los incontables engendros culturales emanados del Viejo Mundo, pocos impactaron tanto la conciencia de Occidente como el concepto de penitencia, uno de los siete sacramentos instaurados por el cristianismo. Esa práctica, de entraña netamente europea y que oscila entre la culpa y la expiación pero concluye siempre como prueba de cargo para castigar a quien confiesa, conoció un análisis sin par en la visión de María Zambrano, que le dio la estatura de género literario. Zambrano, que hacía poesía del pensamiento con sorprendente naturalidad, ve en los textos de san Agustín, Rousseau y hasta en el Libro de los muertos formas vitales del discurso filosófico que escapan a los formatos tradicionales, una idea sugestiva que desde otro flanco y con método será analizada y estudiada por Michel Foucault tanto en La verdad y las formas jurídicas como en su curso dictado en la Universidad Lovaina en 1981, titulado “Obrar mal, decir la verdad. La función de la confesión en la justicia”. No es posible entender la violencia constitutiva de nuestras sociedades sin atender la naturaleza de la confesión como fenómeno jurídico.
La naturaleza del texto de Artaud, Historia vivida de Artaud-Mômo, publicada por primera vez en español en traducción de Ariel Dilon, se inscribe en el singular formato de la conferencia exculpatoria de un paciente mental, semejante al texto El ritual de la serpiente que escribiría Aby Warburg al abandonar la clínica psiquiátrica ante médicos y pacientes para demostrar que no estaba loco en 1923 (cabría preguntarse por la cordura de un público especializado que pide pruebas de sanidad mental a través de la escenificación de las ideas).
El texto de Artaud, entre la conferencia, la oración, la invectiva y la plegaria, cumple con el requisito de ser la palabra verdadera de un proscrito de la razón propia de una sociedad hipócrita y perversa. Pronunciado en 1947 dentro de un teatro parisino, Artaud intenta poner en claro su lugar luego de casi una década internado en instituciones psiquiátricas, donde había sido tratado con electroshocks, por lo que es muy explícito al respecto de la opinión que le merece la sociedad que lo condena: “Aunque absolutamente lúcido y mentalmente sano, acabo de pasar nueve años internado en los asilos para alienados, y eso es algo que no perdonaré nunca a esta sociedad de castrados imbéciles y sin pensamiento, que en los X años que lleva haciendo rodar su lengua en su seno jamás ha podido, a través de no sé cuántos pensadores, poetas, filósofos, escribas, reyes, budas, bonzos, fetiches, soviets, parlamentos, dictadores, jamás ha sabido proponerle a nadie una razón valedera de existir”.
Artaud se encuentra malherido, pero no está roto todavía. Este Artaud ya es aquel que estuvo nueve meses en México durante 1936 buscando la utopía arcaica que creyó comprender en su viaje al país de los tarahumaras y que tantas plenitudes le reveló con sus proyecciones y especulaciones, pero no es alguien hechizado por el cósmico milagro del peyote: “Yo no iba al peyote como curioso, sino al contrario, como desesperado que quiere retirar de sí todavía un último jirón de esperanza, desprender la última fibra roja de la esperanza espiritual de la carne. El peyote es un rallador, un pedazo de madera tallada, incrustada en todas las escardas, de todas las muescas de la memoria que excavaron su cuerpo endurecido”, y remata: “Quien quiere hallar en ello una noción pierde un poco más que un miembro de espíritu, un poco más que un esqueleto en vida”.
Si bien Artaud llegó a México como tantos otros exotistas obnubilados por la mitología del origen y la pureza primitiva propia de los arrebatos románticos de la racionalidad europea –y que se expresa a cabalidad en el cuento Una mujer que partió a caballo de D. H. Lawrence–, su búsqueda era legítima y más bien otra: “No fui a México a hacer un viaje de placer, fui a encontrarme con una raza que pudiera entender mis ideas de las fuerzas del Macho y la Hembra, representadas por las raíces hermafroditas del peyote”. Esto es necesario tenerlo claro, porque si bien Artaud era un adicto –rayan en lo fascinante los testimonios de la gente que lo conoció, como el poeta Elías Nandino, para conseguir diversos tipos de sustancias en la noche mexicana–, lo era a causa de una meningitis infantil que entonces era mortal y se combatía con láudano, por lo que necesitaba las sustancias como bálsamos, meros paliativos de un infierno más grande, proscritos de la vulgaridad profana y el consumo envilecido del presente: “No creo en los mundos del espíritu y no creo que haya plantas que sean su Cerbero o su chusma como el opio, el hachís, la cocaína, el peyote, la marihuana. Siempre me resultó difícil vivir los estados reputados como normales: ir, venir, sentarse, pararse, caminar, correr, girar, inclinar, apretar, distender… como para ir a buscar en lo que llamamos mefíticamente drogas de los estados supranormales”.
La búsqueda de Artaud está llena de una verdad dolorosa, porque es aquella que de continuo la razón no solo proscribe, sino sobre todo atormenta. Por eso el destino de los elegidos para ese camino de luz noctívaga suele estar plagado de penurias y desdenes.
Actualmente, en el Museo Rufino Tamayo de Ciudad de México se presenta la exposición Artaud 1936, que conmemora “la influencia de su legado artístico, literario y de vida en todo el continente americano”, una muestra en la que se vinculan piezas de arte prehispánico con obras de arte moderno y contemporáneo. A esta revisión histórica –donde se busca comprender la herencia de un loco iluminado para nuestros tiempos gobernados por orates sin rima, sin estilo, sin alma y sin vergüenza– se suma la publicación de Historia vivida de Artaud-mômo, un documento necesario para comprender la dolorosa lucidez de un artista desesperado en el incendio.
La sociedad me dice loco porque ella me come...
Antonin Artaud
La sociedad me dice loco porque ella me come y se come a otros, no por azar, ni psicoanalíticamente, sino de una manera sistemática y concertada, y ella ha querido asesinarme y hacerme desaparecer porque yo vi que ella me comía y porque siempre quise decir abierta y públicamente que mis únicas relaciones entre ella y yo consistían en que quiso forzarme a dejarme comer libremente.
La conciencia no se atiene a las relaciones exteriores: buenos días, buenas noches, cómo estás, te amo, por qué ya no quieres amarme más, que tenemos con los seres.
Ella desborda el espacio inmediato y visible del cuerpo humano. Es decir que el cuerpo es más grande y más vasto, más extendido, con más repliegues y revueltas sobre sí mismo de lo que el ojo inmediato detecta y concibe cuando lo ve.
El cuerpo es una multitud enloquecida, una especie de maleta llena de fuelles que jamás puede haber terminado de revelar lo que encierra. Y encierra toda una realidad. Lo que quiere decir que cada individuo que existe es tan grande como toda la inmensidad y puede verse en toda la inmensidad.
El que no lo ve tiene mierda en los pies, que le impide moverse en un plano más grande que su nariz.
Yo no he cesado de ver, no lo que toda la gente me dice, sino lo que son cuando no hablan, no dicen nada y están lejos.
Si yo conozco esta facultad del cuerpo humano, no soy el único, y también la multitud de los iniciados la conoce. E incluso los no iniciados.
Es así que la masa no quiere saber nada de mi poesía, y que cuando se trató de esta sesión, se me respondió, en dos diarios, Combat y Juin, que no valía la pena anunciarme, y que yo no era lo bastante comercial para la masa, solo que la masa nunca ha cesado de reprobar lo que yo hacía, tampoco ha cesado, noche y día, de frecuentarme con la extensión de sus órganos íntimos, noche y día, frecuentarme.
El señor carbonero, el señor peón caminero, el señor afilador, el señor cuchillero, el señor pocero, el señor deshollinador por lo general no se ocupan de mí ni corporalmente ni por el pensamiento. n
Fragmento de Historia vivida de Artaud-mômo, de Antonin Artaud (Mardulce 2018).
El metafísico del teatro
Jorge Dubatti
La conexión argentina con Antonin Artaud constituye una historia demasiado rica como para sintetizarla en breve espacio. Se inicia tempranamente, con la labor de los primeros surrealistas argentinos (Aldo Pellegrini, entre ellos) a finales de los años 20. En 1932 la revista Sur publica el ensayo El teatro alquímico, más tarde recogido por Artaud en El teatro y su doble (1938).
La primera traducción al castellano del texto integral de El teatro y su doble se concretó en Buenos Aires, en diciembre de 1964, por Editorial Sudamericana, firmada por Enrique Alonso y Francisco Abelenda (seudónimo de Francisco “Paco” Porrúa). La contratapa era tan elocuente que sin duda debió mover un amplio público, y no solo del campo teatral: “Una famosa colección de ensayos que descubre la urgente necesidad de una profunda y total revolución en el teatro occidental moderno. ‘El teatro y su doble –escribió Jean Louis Barrault– es sin comparación posible lo más importante que se haya escrito sobre teatro en el siglo XX… Es necesario leerlo y releerlo. Artaud es el metafísico del teatro’”. Un joven Eduardo “Tato” Pavlovsky se devora el libro y lo cita varias veces en su ensayo Algunos conceptos sobre el teatro de vanguardia (prólogo de su Teatro de vanguardia II, 1967). Pavlovsky dice que persigue “la búsqueda de una realidad total”, y que si bien esto “puede dar una imagen confusa en un primer momento, es una distinta manera de apreciar nuestra realidad circundante en forma pluridimensional. Experiencia total, realidad total, búsqueda de distintas dimensiones, dice Artaud”. Rubén de León, protagonista de la movida teatral del Instituto Di Tella y de la renovación en los 60 y 70, escribe: “Antonin Artaud hubo uno solo. Pero hay un Artaud para cada uno de nosotros. Nuestra experiencia nos condujo al ‘callejón sin salida’ de vida y obra llamado Artaud. Sus principios fueron las armas que utilizamos para defender nuestros descubrimientos”. En ese contexto Alberto Cousté compone y dirige Artaud 66 y Antología del Teatro de la Crueldad con el grupo Teatro de la Peste.
En 1971 se publica Textos, de Artaud, con traducciones de Alejandra Pizarnik y Antonio López Crespo (Editorial Aquarius). Pizarnik suma un prólogo luminoso, donde se lee: “Aquella afirmación de Hölderlin de que ‘la poesía es un juego peligroso’ tiene su equivalente real en algunos sacrificios célebres: el sufrimiento de Baudelaire, el suicidio de Nerval, el precoz silencio de Rimbaud, la misteriosa y fugaz presencia de Lautréamont, la vida y la obra de Artaud... Estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el haber anulado –o querido anular– la distancia que la sociedad obliga a establecer entre la poesía y la vida”. Pizarnik afirma: “Hay una palabra que Artaud reitera a lo largo de sus escritos: eficacia. Ella se relaciona estrechamente con su necesidad de metafísica en actividad, y usada por Artaud quiere decir que el arte –o la cultura en general– ha de ser eficaz en la misma manera en que nos es eficaz el aparato respiratorio”.
Otro momento radiante acontece en 1973 con Artaud, el disco de Pescado Rabioso/Luis Alberto Spinetta, quien reflexionó: “Yo le dediqué ese disco a Artaud pero en ningún momento tomé sus obras como punto de partida. El disco fue una respuesta –insignificante tal vez– al sufrimiento que te acarrea leer sus obras”.
A través de los años Editorial Argonauta dio a conocer numerosas traducciones de sus textos: Carta a los poderes, Heliogábalo o el anarquista coronado, Van Gogh el suicidado por la sociedad, o la selección de poemas en la magnífica Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini.
Están en Buenos Aires los discos originales en los que Artaud grabó en París, en 1946, Para acabar con el juicio de Dios. Los trajo a la Argentina Juan Andralis, y gracias a su hijo Pablo se los pudo escuchar en una desbordada Sala Batato Barea en el encuentro sobre Artaud que organizamos en el Centro Cultural Rojas en 2002. De distintas maneras, Artaud está cada vez más presente en la cultura argentina.