Al principio de la tarde, cuando Avellaneda ya era un principado que le rendía tributo a su ídolo, algunos hinchas temieron que la fiesta no fuera completa. Que el estigma Racing, ese estigma de otro tiempo, hiciera de las suyas: que contra toda lógica ganara Temperley, o que Diego Milito no pudiera despedirse como él quería. Pero el miedo, por suerte, duró apenas unos minutos.
Duró poco porque este Racing ya no es el mismo que aquél de diciembre de 1999, cuando Milito debutaba en un club quebrado y casi sin triunfos en todo un año. Este Racing ha sabido reconstruir su identidad, su sentido de pertenencia. Hoy, Milito es el ejemplo para muchos, especialmente para los más chicos, que ayer pudieron entrar al Cilindro para despedirlo sin pagar la entrada. Invitaba el club. Milito es ejemplo no por lo que dijo, sino por lo que hizo en su carrera: un goleador que triunfó en Europa, pero que nunca olvidó que su lugar en el mundo –o en el fútbol– quedaba en Colón e Italia, la calle que en poco tiempo llevará su nombre.
Su vuelta se agigantó por el torneo que Racing ganó en 2014. Y aunque no ganó la Libertadores, la despedida de ayer hizo que la historia tuviera un final perfecto: gritó un gol, lloró de la emoción y se abrazó para siempre con sus hinchas.