Descubro en mis lecturas recientes la repetida frase de que nuestro país es excepcional. No es un mero lugar común sino una imagen constitutiva de nuestra idiosincracia. En textos de Tulio Halperín Donghi y de Oscar Terán, se hace mención del tema y se lo concibe como un mito fundacional.
Para este último la creencia de que somos excepcionales no nace con la generación del 80. Es un estribillo de manual afirmar que fue en aquellos tiempos que se enuncia esta idea de que somos radicalmente distintos, afortunados, fuera de serie y condenados al éxito. Para Terán esta idea gloriosa se remonta hasta la gesta de las Invasiones Inglesas. Fue la resistencia callejera al invasor que da inicio a la rebelión de los porteños y a una conciencia independentista a la vez que promisoria, y no la Revolución de Mayo que fue su coronación municipal.
Recuerda en su libro. Un Camino Intelectual. De utopías, catástrofes y esperanzas, que en 1829, en medio de la anarquía y la guerra civil, después de la ruptura de un orden político sin que hubiera otro de recambio, “Bolívar dice que los argentinos creen que son los únicos que en Hispanoamérica han hecho una revolución en serio”.
Ya sea por ser los blancos de la región, por ser casi parisinos, por tener una tierra en la que se tira una piedra y crece un tomate, por tener la más larga y la más ancha, por ser poseedores del único fenómeno político incomprensible del planeta: el peronismo, por Maradona y por tantas cosas más, el mito de la excepcionalidad no es sólo una leyenda, sino nuestra realidad mental.
¿Está mal? ¿Está bien? ¿Está más o menos?
Supongamos que no es bueno. Sin embargo. Este alerta idiomático es una pequeña vocecita disconforme de un espíritu crítico portátil. Un intelectual serio debería llevar consigo un microadversativo digital con un visor en el que se ilumina un “sin embargo” ante cada afirmación taxativa.
La llamada de atención se refiere, en este caso, a nuestra vocación argentina igualitarista. La idea de que todos somos iguales es realmente excepcional, un legado rioplatense, no corresponde a la ideología de los países de la región. En estos el aplastamiento de las culturas aborígenes y un largo tiempo de esclavitud, han creado una distancia social y una jerarquía más acorde con una sociedad de castas.
Terán dice que desde el irigoyenismo ha habido en nuestro país una “caída de la deferencia”, lo que significa que en la Argentina los de abajo miran de frente a los de arriba. Por lo que se deduce que esta cultura igualitaria no nace con el peronismo, viene de antes y es una singularidad en el continente.
Una vez el economista Adolfo Canitrot decía que no le gustaría que en nuestro país una persona de tez oscura se levantara en un transporte público para cederle el asiento, como recuerda haberle sucedido en un país vecino.
Igualdad y excepcionalidad, los argentinos hijos de la inmigración nos miramos de frente, y a los otros los miramos de arriba. Por un lado, una perspectiva horizontal y por el otro oblicua. Recuerden que se es fraterno a la par, “sobrador ” en diagonal y represor en vertical.
Hay demasiadas pruebas históricas de nuestra grandilocuencia. Pero. Se ilumina un “pero” en el microprocesador adversativo que pregunta por el valor de un atributo contrastante. ¿Es la modestia una virtud colectiva que nos haría más nobles? Hay pueblos humildes, no digo sometidos, sino humildes, que aceptan su destino menor. Tienden a volverse conservadores e inmóviles bajo un paraguas de dignidad. Una censura implacable mantiene a todos en un mismo nivel. Sobresalir y hacerse notar es pecado civil. Por eso, a pesar de que el recato es más simpático que la fanfarronería, a veces es mejor la brillantina de la opereta que la zamba.
El problema es que ser grande implica un gran esfuerzo, concentración de energías, constancia en el hacer, compromiso con lo dicho, en definitiva, la insoportable pesadez del tiempo. “El hombre es el único animal capaz de hacer promesas”, decía Nietzsche, pero no toda la especie es capaz de sostenerlas.
Descansar en la eternidad de la bonanza agroganadera del siglo XIX, creer que con los beneficios de la Segunda Guerra podríamos concretar y difundir una tercera posición frente a las dos potencias planetarias, decidirnos a edificar fortalezas en defensa de la cristiandad y ser el último bastión de occidente, forjar un socialismo nacional y popular en un país burgués y católico, vencer en una guerra moderna a Gran Bretaña, asegurar el disfrute de todos los bienes terrenales del hombre con una endeble democracia de partidos, hacer del peso una moneda internacional, inventar modelos de país, pregonar que podemos vivir con lo nuestro, pensar que en un país marginal y un mercado mínimo, se puede ser autárquico, nada de esto ha contribuído a hacernos soportar la pena temporal.
Terán dice que el igualitarismo nacional es un fenómeno imaginario sobre un fondo de exclusión social. A pesar de esto, afirma, no es sólo un espejismo ya que mientras en otros países hay gente que más allá de su situación económica, se sabe que no puede ingresar a ciertos lugares, “ aquí uno tiene derecho a estar en todas partes”.
Lo que agrega es que este fenómeno de igualitarismo se ha convertido en un “qualunquismo”. Cito: “Algo típicamente argentino. Salga a la calle ( le dice al entrevistador) y lo comprobará: gente que sin instrucción, sin mérito, sin esfuerzo, sin especialización en nada, opina sobre cualquier cosa. Las consecuencias son desquiciantes”.
Parece ser cierto, hoy doña Rosa y don Pirulo opinan sobre el Dow Jones. Debo admitir que, sin lugar a dudas, hay una total ignorancia acerca de la preparación que requiere una disciplina como la “opinología”.
Es posible que Oscar Terán no concordara conmigo –recuerdo al lector que el estimado colega falleció a principios de este año– en lo que respecta a este tema. Pero desde mi punto de vista, los cientistas sociales y los historiadores, no están necesariamente pertrechados con los conocimientos adecuados para opinar con consistencia sobre la actualidad. Tienen los ojos cansados de tanto buscar reliquias. Son ideólogos puritanos, no por ser librescos. Un opinólogo capacitado es muy libresco, pero también es oyente, televidente, parroquiano, observador de plaza, mirón de esquina, saboreador de costumbres, en suma, un baqueano urbano.
Desde miradas distantes, pero con diferentes temperamentos, Halperín Donghi con picardía y Terán con melancolía, piensan que el nuestro es un país en ruinas. Lo dicen todo el tiempo, sin decirlo jamás. Tienen pudor y no quieren sellar con palabras lo que les duele ver. En realidad, no es en ruinas que lo contemplan, sino sin destino, ni siquiera de pequeñez. Para el primero desde 1929, para el segundo posiblemente también, aunque jugó su última carta en los setenta.
Terán dice que parece que los argentinos comienzan a reconocer que no son gran potencia, que Brasil sí puede serlo, y que sólo nos queda acoplarnos a ese tren y que “ojalá” abandonemos nuestras antiguas ilusiones de grandeza.
De ser así, de no ser ya excepcionales, tendríamos que inventar algo distinto, un nuevo encanto, no un nuevo sueño, quizás un mejor despertador.
*Filósofo.