DEPORTES
roberto de vicenzo

Se fue uno de los grandes

Falleció esta semana a los 94 años. Perfil lo recuerda con esta entrevista de 1983.

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En el podio. Es el único argentino que ganó el Abierto Británico de golf, en 1967. En su carrera obtuvo más de doscientos torneos. | cedoc

Esta nota no es para los deportólogos. Menos, aún, para los que le dan y dan a la pelotita caminando diez, doce, quince kilómetros con la bolsa de palos al hombro —propio o del caddie— respirando el aire puro del link. Tampoco para los seguidores de gente famosa, que de esos hay muchos. Esta nota es para presentar a Roberto De Vicenzo hombre y observador de la realidad. Hombre simple, transparente, un puro. Observador de la realidad con palabras cargadas de sencillez y carentes de definiciones alambicadas.

Ni para deportólogos ni para golfistas ni para seguidores de la fama porque sí. Es para los que quieren aprender algunas cosas, mirar otras con un ojo diferente y saber que sí, que es posible, que existe gente como este señor que acaba de cumplir 60 años impecables y derechos.

Pasen a ver. Y no es un espécimen único. Hay muchos como él.

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—El deporte me ha llevado tanto tiempo, tantas horas, que se me hace difícil salirme de él. Pero al mismo tiempo la vida actual lleva una velocidad tan enorme que va exigiendo cosas que uno, aunque no quiera, tiene que meterse en ellas. Todos estamos metidos —estamos obligados a estar metidos— en este baile. Un baile que se baila no solamente en la Argentina sino en todo el mundo. Más allá del deporte, preocupan muchas cosas.

—Yo quisiera meterme en su caso. Nació en un hogar pobre, se crió casi solo, y sin embargo tiene hoy una fama que pocos con —llamémosle así, aunque no guste— buena cuna, no tuvieron. ¿Cómo lo explica?

—Nací en un hogar humilde, pero nací sano, fuerte, con una mente —creo yo— clara, con una inteligencia normal. Eso me permitió equilibrar las cosas y ver un poquito cuál era el futuro que podía lograr. Mi físico me permitió explotar todo eso, y nada más. No son muchos los que tuvieron mi suerte.

—¿Suerte y esfuerzo?

—La mente tiene mucho que ver. Si insisto en algo, es más posible que logre el objetivo que aquel que intenta pero no lo persigue con tanta intensidad. Yo aparentemente soy frío y negativo —siempre navego con bandera blanca—, pero mi interior es muy distinto a eso. Yo lucho por conseguir lo que quiero, y casi siempre lo logro. Pero hay veces que no...

—¿Qué no logró, por ejemplo?

—No sé, ahora no sé.

—Se me ocurre que en el balance de los 60 años de un hombre exitoso debe haber alguna frustración mayor no confesada...

—Insisto: no sé bien cuál es la mayor. Tal vez me hubiera gustado nacer de una familia más pudiente y haber tenido una educación mejor. Yo fui al colegio hasta sexto grado, y eso me molesta internamente cuando tengo que estar con gente culta. Siento que no estoy a la altura de ellos, que no puedo responder en consecuencia, y debo quedarme muchas veces en el silencio que me hace sentir mal.

—Un filósofo también suele callar...

—Bueno, pero un filósofo se queda callado porque su conveniencia le indica que debe hacerlo. Pero un filósofo no se queda callado como yo, por falta de palabras, cuando lo que dice el que está enfrente no lo convence.

—¿Usted reemplaza el silencio con la humorada, algunas veces?

—Sí, eso es fácil hacerlo. Pero la humorada no decide la cuestión en disputa.

Roberto De Vicenzo nació en Villa Ballester el 15 de abril de 1923. A los 17 años se instaló en Ranelagh, por entonces un caserío con calles de tierra, un modesto club de golf, la estación ferroviaria, el almacén de don Pedro, que ya no está, y una señorita Ramada Delia Esther Castex, que lo hizo su marido. Dos hijos, hoy comerciantes; dos nietos, hoy revoltosos; más de 250 grandes torneos ganados y una apreciable fortuna son la resultante de una vida casi entera. En la que la palabra éxito tiene mucho peso.)

—Cuando uno logra un éxito como el que logré yo, se envuelve en un manto momentáneo. Pero llega el tiempo de volver a la realidad. Y mi realidad no es esa del oropel, sino esta otra: la de mi mujer, la de los hijos, la de la casa, la de los amigos. Mi realidad es la que vive la gente con la que comparto la verdad. El resto es momentáneo, algo que sucede y desaparece. Por ejemplo: acabo de volver de una gira indudablemente exitosa. Eso es lo que tiene que ver con la fama. Pero ayer me fui a jugar golf con mis amigos sólo para divertirnos, y lo gocé de verdad. Esto es la realidad: la amistad, el compañerismo, los momentos que uno verdaderamente siente.

—¿Sus amigos son de los viejos tiempos?

—Algunos sí, otros de momento. Pero con todos comparto lo mejor de mi vida, trato de estar con ellos, saber de ellos, preocuparme por sus cosas y por su salud. Todo muy simple.

—A los 60 años los amigos empiezan a irse, ¿no?

—Algunos se van, sí. Después de los 50 empiezan los problemas, y por ellos los amigos tratan de apartarse un poco para no contagiarlos. En realidad, los amigos no se pierden.

—Hay desprendimientos dolorosos...

—Siempre es doloroso, claro.

—Más aún cuando los amigos no se van porque quieren sino porque se mueren...

—A los 50, y de ahí para adelante, uno empieza a mirar los avisos fúnebres. ¿Qué muchacho joven los mira? Nada más que nosotros, los que vamos entrando en la vejez y buscamos allí para saber quién ya no está. Es triste...

—El concepto de la muerte, ¿entra en su esquema cotidiano de vida?

—Si, pienso a menudo en la muerte. Pero con la conciencia de que a todos nos va a tocar, nada más. Me gustaría morirme en un viaje o en una cancha de golf, en un lugar donde no estén esperan­do que me muera. Que digan: “¡Qué lástima! ¡Qué buen tipo era ése, y se fue así, de golpe!”.

—No le gusta tener la necrológica preparada, ¿no?

—¡No, claro! Me da miedo morir en manos de alguien. Prefiero que sea algo inesperado.


*Entrevista publicada el 12 de mayo de 1983 en la revista La Semana.