Fue un amistoso sin amistad. Ríspido, con clima caldeado, muy distinto al show, la música y los fuegos de artificio que lo precedieron: más que el auspicio de un banco multinacional, al superclásico argentino mudado a Córdoba lo tendría que haber auspiciado una ART.
Y en ese escenario de puja, de enemigos conocidos, el que prevaleció fue River, que con una exquisitez de Lucho González generó un pequeño regocijo primaveral: un nuevo clásico en su bolsillo.
La rispidez se sintió desde el principio, sobre todo en esas jugadas en las que se amontonan jugadores y sólo queda evidenciado que la bronca viene de otros partidos. Así y todo, Boca fue el primero que se animó a llegar, no por una composición colectiva, sino por un avance solitario de Fuenzalida, que probó con un disparo que le salió al medio del arco.
Un minuto después, River devolvió ese ataque, pero con mayor contundencia: Vega –el pibe que se formó en las inferiores de Boca– comenzó la jugada en el medio, la siguió Mora, luego Pisculichi dio una asistencia con caño incluido y Lucho González definió de manera exquisita, como en el campito, cacheteando la pelota con la parte externa del botín.
Después de eso, hubo dos hitos que marcaron el destino de Boca. Primero un centro desde la derecha que cabeceó Magallán y pegó en el travesaño, pero que Beligoy debió terminar en un penal, porque Chiarini –cuando salió a cortar el centro– le pegó al defensor en la cara. Después, unos minutos más tarde, y como consecuencia de la pica que se respiraba en Córdoba, Monzón se transformó por un instante en un boxeador: midió a Mora como hacía el mítico santafesino que llevaba su apellido arriba de un ring, y le tiró una patada que el árbitro no dudó en sancionar con la roja.
Boca, tras el entretiempo, entró revitalizado. Con uno menos, igualmente pudo dominar la pelota durante un buen tramo del complemento, aunque no podía plasmar esa situación en el arco rival: Chávez tuvo tres oportunidades, pero por h o por b, no pudo hacer el gol. En una soltó un tiro que pegó en el costado de la red; en la otra quiso imitar a Lucho González pero pasó un papelón porque la pelota se fue al lateral; y en la tercera perdió contra un Chiarino que salió rápido y con la decisión necesaria para ese tipo de situaciones al límite.
Era curioso, porque River se aproximaba a partir de pelotas paradas –como el cabezazo de Saviola que se fue junto a un palo– y Boca, con desprolijidad y partido en dos, es cierto, esbozaba ciertas construcciones mini colectivas.
Los hinchas de River, pese a todo, podían alegrarse de algo: un Lucho González que hizo recordar sus viejos buenos tiempos en el club, el desparpajo de Viudez, que apareció de forma espasmódica, y el excelente resguardo que representa Chiarini, un arquero suplente que cada vez que juega demuestra que está a la altura.
La pincelada final de Mora, que merecía decorar el resultado, se encontró con el travesaño. Aunque a esa altura, todo estaba decidido: River, una vez más en este 2015, se había adueñado del superclásico argentino.