Durante décadas nos acostumbramos a nombrar el poder de forma estable, como si pudiera reducirse a una arquitectura fija, comprensible, que entrara en tres verticales (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y más tarde, por costumbre o necesidad, se le sumó el periodismo como contrapeso informal: el llamado cuarto poder. Pero algo cambió y no de un día para el otro, ni con una revolución, sino con algoritmos, pantallas, pulsos invisibles y decisiones que nadie votó pero todos acatan.
La transformación no llegó en forma de ley, llegó en forma de red. Y quienes no lo entiendan se van a quedar discutiendo las normas de una partida que ya empezó con otro tablero. Que se esparce como un organismo simbiótico que se alimenta de los otros poderes y viceversa.
Le pusimos El quinto poder a este libro porque creemos que ese poder existe, aunque no sea nombrado como corresponde.
No tiene una silla en el Congreso, pero sus integrantes piensan cómo tener mejores interacciones, no tiene una corte propia, pero cuando una noticia sale, la sociedad emite su propio juicio de manera masiva.
Tampoco es un editorial en los diarios del domingo, pero aún la figura más relevante del mundo puede ser ridiculizada por una persona anónima con humor y creatividad.
Se manifiesta cada vez que una comunidad digital logra interpelar a un gobierno entero sin pasar por una reunión formal, cada vez que un modelo de lenguaje como ChatGPT interviene (de forma directa o subterránea) en decisiones educativas, laborales, legislativas.
Se ve en los foros que trazan estrategias colectivas, en las billeteras virtuales que sortean la inflación con criptomonedas, en los movimientos que cuestionan la autoridad institucional desde una cuenta anónima con tres millones de seguidores, en los sistemas de gobernanza en cadena que funcionan sin un presidente, pero con reglas claras, consensuadas por miles de nodos en simultáneo.
Ese poder no se organiza como los otros. No tiene sede ni protocolo ni bandera, pero sí tiene impacto. Influye en cómo votamos, en cómo nos relacionamos con el Estado, en cómo entendemos la verdad, la privacidad, la representación, incluso nos anima a soñar con que podemos llevar adelante nuestros sueños porque el límite ya no es ni la ciudad o país en el que vivimos, nos convierte en ciudadanos del mundo.
Es un poder fragmentado, descentralizado, inestable, contradictorio, que a veces pone luz sobre lo que antes era sombra, pero que también puede ser oscuro. Es poder.
Y es, quizás, el más difícil de regular, porque no se lo puede convocar a dar explicaciones, ni se lo puede destituir, ni siquiera se lo puede ubicar fácilmente.
Porque cuando llega una nueva tecnología (una capa de IA generativa capaz de producir simulacros de realidad indistinguibles, un avance en computación cuántica que derrumba el estándar actual de encriptación global, una red social que se vuelve territorio político en cuestión de semanas), ese quinto poder no pide permiso para entrar: ya estaba ahí, operando antes de que los demás se dieran cuenta.
No escribimos este libro para romantizar ese fenómeno, ni para demonizarlo. Lo escribimos porque creemos que ignorarlo sería irresponsable. Porque nos parece que si seguimos pensando la democracia como si el entorno digital fuera apenas una herramienta nos vamos a quedar atrapados en instituciones que no solo no resuelven los nuevos problemas, sino que ni siquiera saben cómo nombrarlos. Y cuando el lenguaje no alcanza para describir lo que está pasando, el poder se desplaza sin pasar por la gramática institucional.
No se trata de celebrar todo lo que circula en redes ni de asumir que todo lo digital es virtuoso, pero sí de entender que hoy hay fuerzas que pueden desestabilizar elecciones, instalar reformas, redactar leyes, crear monedas, borrar reputaciones, diseñar gobiernos paralelos en tiempo real.
La tensión entre formas heredadas de representación y nuevas formas de organización que ya no piden lugar lo ocupan.
El libro también es sobre cómo podemos dirigirnos a una nueva mejor versión de la democracia tomando lo mejor y las novedades que trae este poder, que puso a los otros patas para arriba.
Por eso elegimos llamarlo El quinto poder. No porque esté escrito en ninguna Constitución, sino porque está presente en todo lo que la Constitución actual ya no alcanza a contener.
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Democracia y tecnología fueron dos fuerzas transformadoras que impulsaron una prosperidad sin precedentes, pero hoy se enfrentan a un camino que se bifurca: mientras las bases de la democracia moderna, diseñadas hace más de dos siglos, operan a la velocidad de la deliberación, la inteligencia artificial y su potencial avanzan a la velocidad de la computación. Una toma decisiones en años, la otra en microsegundos.
Los informes más respetados –Varieties of Democracy y el Democracy Index de The Economist Intelligence Unit– documentan una erosión sistémica: de 87 democracias en 2016 hemos pasado a 71 en 2024, mientras que los regímenes autocráticos aumentaron de 90 a 96. En 2016 el 48% de la humanidad vivía bajo sistemas autoritarios; hoy esa cifra alcanza un 71%. Pero estos números no capturan la experiencia cotidiana: ciudadanos que esperan horas para un trámite que una app resuelve en minutos, gobiernos que tardan años en regular tecnologías que ya cambiaron el mundo. Estos datos alimentan una idea muy difundida entre algunas de las personas más inteligentes del planeta: que la democracia está en crisis.
Nuestro enfoque es diferente: la democracia moderna nace experimental, un experimento grandioso que nos llevó siglos de progreso cultural y que nos permitió vivir en la era de mayor progreso científico, social y económico de la historia hasta acá. La democracia no está en crisis, tiene crisis, y esas crisis se profundizan cuando la democracia pierde su carácter experimental y se vuelve estática e inflexible.
La tendencia histórica muestra que parte de nuestra tendencia fue tribal y conflictiva, organizaciones verticales donde la diferencia era amenaza. Las democracias fueron revolucionarias porque generaron cierta horizontalidad, pluralidad y convivencia para la toma de decisiones colectivas.
Pero hoy enfrentamos una paradoja inquietante: las mismas tecnologías que podrían perfeccionar la democracia nos están devolviendo al tribalismo. Los algoritmos nos encierran en burbujas de confirmación, las redes sociales amplifican nuestros sesgos, y la polarización reemplaza al debate. Las cajas de eco digitales recrean, con precisión quirúrgica, los instintos tribales que la democracia intentaba superar.
Por eso preferimos pensar que la democracia tiene la obligación de ponerse en crisis permanente, de asumirse experimental y preguntarse: ¿es este su mejor diseño posible para resolver los problemas de hoy? ¿O necesita actualizarse para navegar un mundo donde la tecnología puede tanto empoderarnos como fragmentarnos?
Una frase común en ámbitos tecnopolíticos explica la situación actual: “Tenemos instituciones del siglo XIX, políticos formados en el siglo XX y ciudadanos con problemas del siglo XXI”. Esta brecha temporal no es solo una metáfora: es una realidad operativa que ralentiza cada decisión pública.
Detrás de esta lentitud, el empresario biotecnológico Vivek Ramaswamy identifica a la burocracia como el “cuarto poder no constitucional”: funcionarios no electos que regulan sin rendir cuentas y convierten cada decisión en un laberinto burocrático. Los avances tecnológicos muestran un crecimiento exponencial, pero este poder invisible funciona con lógicas del siglo XX. Mientras tanto, emerge una nueva realidad: ciudadanos que no esperan permisos para actuar, que resuelven problemas con apps mientras el Estado mantiene debates para crear comisiones para evaluar la viabilidad de digitalizar un trámite.
Esta rigidez institucional contrasta con la naturaleza misma de la innovación tecnológica: nacida justamente para superar las limitaciones humanas. La tecnología no espera. A fines de 2023, Mustafa Suleyman publicó La ola que viene: la IA como una ola imparable. Algunos países se preparan para surfearla, otros se ponen el piloto creyendo que no los va a mojar, y algunos se calzan los guantes de boxeo como si pudieran frenarla. Dos años después, la ola llegó. Y aunque sus efectos más profundos aún están por emerger, ya hay políticos que eligen enfrentarla en vez de surfear sobre ella. Esta tensión entre instituciones lentas y tecnología acelerada tiene raíces históricas profundas que vale la pena revisar.
El origen de las máquinas pensantes
Durante la Segunda Guerra Mundial, el matemático inglés Alan Turing enfrentaba un problema imposible: cada día que tardaba en descifrar los códigos nazis, morían miles de personas. Su genio no alcanzaba. La velocidad humana de procesamiento era el cuello de botella entre la vida y la muerte. Turing entendió algo radical: cuando la inteligencia humana no alcanza, hay que crear una inteligencia superior. No para reemplazarnos sino para superar nuestras limitaciones de tiempo y capacidad. Así nació la computadora moderna, una máquina diseñada para resolver lo que ningún humano podía resolver de manera individual. Hoy enfrentamos un dilema parecido, pero con la democracia.
Esta historia comenzó décadas antes. A comienzos del siglo XIX, Joseph Marie Jacquard revolucionó la industria textil francesa al crear un telar mecánico programable mediante tarjetas perforadas. Ese sistema, capaz de reproducir patrones complejos sin intervención manual, no se cansaba, no discutía: simplemente producía. Su lógica inspiró, décadas más tarde, a Charles Babbage en Londres. Obsesionado con automatizar cálculos complejos, Babbage imaginó una “máquina analítica” que usara tarjetas como las de Jacquard, pero para operar con números. Fue Ada Lovelace –matemática y visionaria británica– quien escribió el primer algoritmo para esa máquina, anticipando que podría procesar no solo cifras, sino cualquier tipo de información. Había nacido la idea base de la computación moderna, que décadas después retomaría Alan Turing al formalizar el concepto de máquina universal: una máquina capaz de ejecutar cualquier operación computable.
En paralelo, Estados Unidos experimentaba con otra forma radical de automatizar decisiones: la primera democracia liberal escrita. Bajo la Constitución de 1787, se intentaba traducir ideas abstractas como libertad, representación y justicia en mecanismos institucionales concretos. Thomas Jefferson y Alexander Hamilton, dos de sus arquitectos intelectuales, sostenían visiones enfrentadas dentro de ese sistema en construcción. Ambos venían de un sistema donde las decisiones políticas dependían de la voluntad de una sola persona: el monarca.
Los fundadores buscaban lo opuesto: un sistema donde las reglas fueran más importantes que las personas, donde el poder tuviera límites escritos y donde nadie pudiera cambiarlo todo por capricho. Hamilton creía en reglas permanentes que garantizaran el orden; Jefferson advertía que eso equivalía a “dejar que gobiernen los muertos” y proponía que cada generación debía poder corregir y adaptar sus propias instituciones. Ambos sistemas, la democracia liberal y las primeras computadoras, nacieron de una misma pulsión ilustrada: diseñar mecanismos racionales que pudieran ordenar lo caótico, ya fueran telas, sociedades o cálculos.
Hamilton y Jefferson discutían lo mismo que discutimos hoy: ¿cómo diseñar sistemas que sean estables sin volverse rígidos, y adaptables sin volverse caóticos? En ese entonces, la discusión parecía abstracta. Pero hoy, con tecnologías que aprenden en tiempo real y redefinen nuestra vida cotidiana, esa tensión se volvió tangible y urgente.
Las instituciones democráticas, al igual que las máquinas de Jacquard o Babbage, fueron pensadas para operar bajo una lógica repetitiva, predecible y controlada. Pero los contextos para los que fueron diseñadas ya no existen. La aceleración tecnológica desafía su arquitectura, no solo en sus formas, sino en su temporalidad. El ciclo político es lineal; la innovación es exponencial.
El surgimiento de la inteligencia artificial expuso como pocas veces el límite de este modelo. Europa tardó cuatro años en diseñar su regulación de IA y cuando empezó a implementarse, a fines de 2024, ya mostraba signos de obsolescencia. El marco fue diseñado para sistemas con tareas específicas, pero hoy enfrentamos modelos multimodales que procesan texto, imagen, video y audio simultáneamente, aprenden en tiempo real y actúan como agentes autónomos a una velocidad que las instituciones no pueden seguir. Los mecanismos parlamentarios no distinguen entre una reforma penal y una ley de IA: el proceso es idéntico, el ritmo también; la lógica, la misma. Y mientras tanto, la tecnología no espera.
Si Jacquard sentó las bases de la automatización técnica, Jefferson hizo lo propio con la idea de la adaptabilidad institucional. Y si Ada Lovelace imaginó que una máquina podía hacer mucho más que calcular, tal vez ahora nos toque a nosotros imaginar una democracia que pueda hacer mucho más que administrar lo heredado.
Ciudadanos del siglo XXI, instituciones del siglo XIX
A lo largo de la historia, muchas tecnologías nacieron con un propósito específico y luego fueron transformadas por el uso, el contexto y la imaginación humana. El telar de Jacquard, concebido para mecanizar el tejido, sentó las bases para las primeras computadoras. De forma análoga, las ideas que moldearon la democracia liberal, escritas para contextos del siglo XVIII, han sido reinterpretadas a lo largo del tiempo, demostrando una notable capacidad de expansión.
Hoy enfrentamos un fenómeno similar con tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial. Lo que comenzó como un intento por aumentar la eficiencia de procesos técnicos o estatales, se ha transformado en una plataforma de posibilidades abiertas: cirugías asistidas por robots, predicción de desastres, asesoría legal automatizada, tutores virtuales personalizados, monitoreo agrícola con drones, conservación ambiental mediante algoritmos, música compuesta por IA, descubrimiento de medicamentos, traducción de dialectos en zonas de conflicto o gestión de energías renovables.
Pero la tecnología no es solo una herramienta: es la cultura que las diseña y las incorpora. Es una nueva forma de resolver problemas, de rediseñar procesos, de imaginar formas de cooperación y ciudadanía. Como explica el investigador de Harvard Ricardo Hausmann –a través de su Complexity Index–, el desarrollo de un país es como un juego de Scrabble: no depende solo de cuántas letras se tenga. Una economía no depende solamente de sus capacidades productivas, sus tecnologías y sus conocimientos sino también de cuántas de esas capacidades están presentes en otros países. Cuanto más exclusivas y sofisticadas sean esas combinaciones, mayor es el nivel de desarrollo posible.
Hoy ese desafío atraviesa también a las instituciones públicas: no se trata solo de incorporar nuevas tecnologías, sino de combinarlas de maneras originales, difíciles de imitar, que produzcan valor real para los ciudadanos. No hablamos solo de IA, aunque hoy sea la vanguardia más visible, sino de un ecosistema entero de tecnologías disruptivas: blockchain, ciberseguridad, plataformas de gobernanza digital, que están transformando cómo vivimos, trabajamos, nos informamos y decidimos como ciudadanos.
Muchas herramientas institucionales perdieron su propósito original. El sistema parlamentario surgió para que personas con distintas ideas tuvieran un ámbito con reglas claras para buscar consensos. Estudiaban, debatían por horas, escuchaban. Acercar posiciones diferentes era valioso. Hoy este mecanismo funciona con rendimiento decreciente: ya no es solo que las instituciones sean lentas, es que perdieron su razón de ser.
Las redes sociales transformaron el juego. Cada congresista interviene pensando más en su audiencia digital que en sus interlocutores presenciales. Cuando se encienden las cámaras y llegan los community managers, el debate se convierte en show. En una sesión reciente, una diputada dio un discurso encendido sobre la baja de edad de imputabilidad. No mencionó el proyecto, habló del ministro y el gobernador de su provincia. Al terminar, giró hacia su equipo y dijo: “Hay que hacer un poco de show”. Esto no es una excepción, es la norma. Gritos, insultos, botellazos: todo queda registrado. Ese es el objetivo.
Pero a veces la solución no está en lo disruptivo, sino en volver a las bases. La Cámara de los Lores del Reino Unido lo resolvió sin inventar nada: simplemente prohibieron celulares en ciertos ámbitos de trabajo. ¿El resultado? Cuando se apagan las cámaras, empiezan a hablar. A dialogar. No siempre se ponen de acuerdo, pero al menos discrepan por los motivos correctos.
La acumulación de problemas sin solución
Uno de los últimos ganadores del Premio Nobel de Economía, Daron Acemoglu, escribió recientemente: “Si la democracia no favorece a los trabajadores, morirá”, argumentando que la democracia se encuentra estancada desde 1980. Los problemas son inherentes a la vida, pero en países como Argentina se acumulan de manera sostenida sin resolverse: seguridad, educación, gestión pública.
Hablamos de ciudadanos que temen salir al anochecer, que conviven con el narcotráfico donde menores están dispuestos a matar por unos pocos miles de pesos. En educación, según los últimos resultados de la prueba Aprender Alfabetización, solo el 45% de los alumnos de tercer grado alcanza el nivel esperado de lectura, mientras que más del 30% se encuentra significativamente rezagado tras cinco años de escolaridad obligatoria. En las pruebas PISA 2022, el 72,9% de los estudiantes argentinos no alcanzó el nivel mínimo en Matemática. El sueño sarmientino de igualdad educativa parece cada vez más lejano.
El sistema de salud argentino está profundamente fragmentado. Aunque las provincias tienen la obligación legal de garantizar hospitales, en lugares como Buenos Aires eso ocurre principalmente en grandes ciudades; en el resto del territorio, la responsabilidad recae sobre los municipios, que muchas veces carecen de especialistas y de recursos para equipamiento básico. Ante una urgencia, muchos ciudadanos deben trasladarse a centros urbanos lejanos, que no siempre son accesibles para el promedio de la población.
A esto se suma la ineficiencia del sistema de obras sociales y prepagas, que no brindan la cobertura prometida y terminan trasladando sus costos al sistema público municipal. Todo esto ocurre mientras el país paga algunos de los medicamentos más caros del continente, debido a regulaciones de propiedad intelectual y barreras comerciales.
La infraestructura se deteriora: rutas que se destruyen cada invierno, transporte público que colapsa, redes eléctricas que no soportan los picos de demanda.
Resolver el narcotráfico es complejo, pero ¿por qué también es una odisea completar un trámite básico? Según el Índice de Burocracia en Iberoamérica 2024, elaborado por el Adam Smith Center for Economic Freedom, abrir una empresa en Argentina requiere 2.765 horas. Compare eso con Estonia: 15 minutos.
La política convirtió tanto lo sencillo como lo complejo en misiones imposibles. Los programadores descomponen problemas en partes manejables: esa mentalidad falta en la gestión pública. Incluso ocurre lo que advierte Elon Musk: a veces optimizamos procedimientos que no deberían existir. ¿Cuánta burocracia sobra? ¿Cuántos trámites resuelven problemas que nadie tiene?
Este libro no es un manifiesto abstracto, sino un recorrido práctico por experimentos que ya están funcionando. Estonia transformó un país postsoviético en una nación donde se puede radicar una empresa en 15 minutos y votar desde casa con el sistema más seguro del mundo. Taiwán usa plataformas digitales para que ciudadanos cocreen políticas públicas. Y también hay buenos esfuerzos en Argentina: solo con WhatsApp, hay municipios que mejoran la confianza ciudadana en el sistema de seguridad, demostrando que no siempre se necesita complejidad tecnológica para resolver problemas reales.
☛ Título: El quinto poder
☛ Autor: Martín Yeza y Joan Cwaik
☛ Editorial: Planeta
☛ Edición: Octubre de 2025
☛ Páginas: 400
Datos del autor
Martín Yeza (1986) es diputado nacional y fue intendente de Pinamar entre 2015 y 2023.
Es licenciado en Estrategia y realizó estudios en administración pública, liderazgo, inteligencia artificial y geopolítica, en instituciones como Harvard, Stanford, Elcano (Madrid) y la Universidad de San Andrés.
Joan Cwaik (1990) es autor, profesor y divulgador especializado en tecnologías emergentes y cultura digital. Es una de las voces más influyentes de habla hispana sobre el impacto de la tecnología en la sociedad.
Profesor en la Escuela de Negocios de la Universidad de San Andrés, tiene un MBA del IAE Business School y otros estudios en UADE y UBA.