Después de transitar una vida en la Argentina, me descubro dueño de un equipaje de experiencias, encuentros y dolores que necesito y quiero compartir. Al momento de dar forma a este proyecto, me encontré con una palabra sencilla que desde hacía tiempo venía incubando. Tal como sucede en toda incubación, ella mantuvo un curso silencioso hasta aparecer de pronto, como si se tratara de una sorpresa. Esta palabra es “aprendizaje”. Cuando digo aprendizaje, me refiero a aquella permeabilidad por la que pude atesorar vivencias que hoy me permiten entender, aunque por supuesto nunca del todo, mucho de la condición de estar vivos en este mundo.
Sacar lo que llevaba en mi equipaje significó para mí un verdadero regalo. Junto al asombro que me despertó la diversidad de experiencias y conversaciones, apareció también la serena alegría de observar el camino recorrido. Ese equipaje, comprendí entonces, parecía el inicio de un nuevo viaje exploratorio no solo de mí como persona, sino también como argentino. Me fue imposible no sentir un enorme agradecimiento.
Como psicoanalista, me doy cuenta de la profunda significación que la valija tiene para mi propia historia y la de mis padres. Mauricio, mi padre, que había nacido en Damasco en el seno de la colectividad sefardita, se trasladó a Europa a los 2 años de edad cuando mi abuelo, en contra de su voluntad, tuvo que abandonar Siria. Mi padre era el hijo menor de siete hermanos, con una diferencia de edad muy importante con respecto al que le antecedía.
Ya en Europa se instalaron en la ciudad de Milán, pero, Mussolini mediante, tuvieron que volver a exiliarse. Esta vez, el destino fue la Argentina. La valija del viajero siempre deja un espacio, aunque sea mínimo, para albergar las vivencias de cada lugar.
De un modo distinto, por supuesto, a pesar de las distancias, me sigo sintiendo parte de esa historia y de esa tradición.
De parte de mi madre, mi abuelo Moisés había llegado a los 16 años de Lituania completamente solo –había quedado huérfano a los 8 años– y se decía que acá trabajó sin descanso. En su juventud conoció a mi abuela y, aunque parezca un milagro, construyeron juntos una realidad dichosa, de la que años más tarde nacería mi madre, segunda hija de cuatro hermanos.
Hoy me parece evidente que esa tradición me transmitió su fuerza cuando, en el tiempo en que me dediqué al teatro, me producía una enorme emoción contar al público La odisea, de Homero. Si hay algo que me maravilla en los clásicos y en la épica griega es ese otro mundo detrás de las apariencias que el mítico entrecerrar de ojos permite ver. Vale la pena recordar que mito proviene etimológicamente del verbo myein, que significa “los ojos entrecerrados”. La curiosidad, el interrogante que desafía y cuestiona, siempre estuvo presente dentro de mi valija. Porque si hay algo que me entusiasma de la acción de preguntar, y que me lleva a ejercerla, enseñarla, proponerla y aprovecharla, es el asombro que produce y la luz que irradia. Todo mito propone una forma de ver, un punto de vista que, al igual que la pregunta, habilita un ida y vuelta enriquecedor. Desde los años de mi adolescencia se sostuvo inalterable la fascinación por aquello que los ojos entrecerrados invitaban a percibir. Si de algo estoy seguro, es de que nunca firmé un contrato definitivo con la mirada de la vigilia.
Desde muy chico admiraba ese mundo enorme que, sabía, nunca iba a poder abarcar y conocer en su totalidad. Lejos de desanimarme, la inmensidad de lo desconocido era el motor que me llevaba a zambullirme en tantos argumentos distintos. Esa curiosidad nunca dejó de latir, aun cuando pudo estar más apagada en aquellos tramos de mi vida donde tuve pérdidas muy dolorosas. El interrogante nunca dejó de estar a mi lado: ¿quién era yo? ¿Por qué hacía lo que hacía? (...) ¿Por qué lloraba cada vez que Ulises lograba volver a Ítaca y conocer a su hijo, Telémaco, a quien no había visto desde su partida a Troya? ¿Por qué me enternecía tanto su padre cuando finalmente podía cerrar los ojos al escuchar aquella voz diciéndole que era él, su hijo Ulises, quien había vuelto de la guerra y se encontraba vivo? (…) Creo que estas preguntas todavía permanecen dentro de mí.
Somos otros y los mismos a medida que el tiempo avanza, aun cuando la misma valija simule que en apariencia todo sigue igual. No me alcanzaría este espacio para explicar todo lo que me enseñaron el psicoanálisis, el teatro y la filosofía; lo que aprendí al haber enfrentado el miedo a incursionar en aquellos territorios que un manual burgués hubiera dicho que no formaban parte de mi itinerario. Recuerdo una vez que le pregunté a mi querido Tato Pavlovsky quién pensaba él que debía ser el protagonista de la primera obra que yo había escrito. “Ni me hagas esa pregunta”, respondió. “Sabés perfectamente que sos vos el que la tiene que interpretar”. Si hoy me acuerdo de esas palabras es porque, como un tesoro escondido en ellas, también escuché esta otra afirmación: “No dejes que el miedo te gane”.
*Autor de La curiosidad al diván, editorial Planeta (fragmento).