DOMINGO
libro

El capital simbólico

Qué son las instituciones invisibles.

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| juan salatino

Las administraciones jamás fueron tan rebosantes y, sin embargo, los gobiernos jamás se mostraron tan paralizados e incapaces de conducir y reformar las sociedades. “Democracias ingobernables”, “impotencia pública”, “sociedades de la desconfianza”: han sido numerosas las expresiones forjadas para poner en palabras esa constatación. Pero, más allá de las divergencias de interpretaciones y perspectivas que las sostienen, solo sirvieron en general para mantener y fortificar un lamento resignado. Han unido las invocaciones rutinarias al ejercicio de la voluntad política con una cura de adelgazamiento de las normas de toda naturaleza, que desarman las inteligencias debido a lo vago de su generalidad. No hay, por cierto, y no podría haber, varita mágica para romper tales encantamientos. Pero al menos cabe esperar que se recuperen capacidades de comprensión y, por lo tanto, de acción efectiva mediante un análisis más profundo de nuestras sociedades.

En ese espíritu, el presente trabajo propone explorar un nuevo universo: el de las instituciones invisibles. Y ello, en sus tres componentes: la confianza, la autoridad y la legitimidad.

Estos diferentes elementos pueden caracterizarse como de orden institucional, en el sentido de que son factores de integración, cooperación y regulación que estructuran el mundo social. Pero de instituciones invisibles, porque no las definen estatutos ni las gobiernan instancias autorizadas, y no están dotadas de máquinas de puesta en orden. El carácter –puramente funcional, por lo tanto– de esas tres instituciones invisibles se expresa en dos registros principales: el del aporte a la organización de lo común y el de la producción del tiempo social.

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De otras figuras de lo común

Los sociólogos exploran desde hace mucho tiempo las figuras del lazo social, invitando a ampliar la visión durkheimiana tradicional. El padre fundador de la sociología francesa oponía, como es sabido, lo común de cooperación, derivado de una división funcional de las tareas características de las sociedades modernas fuertemente diferenciadas, a un común de similitud propio de las sociedades tradicionales de pequeñas dimensiones. Gabriel Tarde, su contemporáneo, en una perspectiva fuertemente nutrida de psicología, había puesto el acento de manera más específica en el poder de las micas de imitación en la producción de un mundo común.

Antes de que la sociología diera sus primeros pasos en su condición de disciplina, grandes autores de los siglos XVIII y XIX habían propuesto ya conceptualizar múltiples figuras del lazo social. Así, Adam Smith había teorizado el mercado como forma social de un tipo inédito, mientras que otros escoceses ponían paralelamente el acento en el papel de la empatía. Por su lado, Rousseau no solo había sido un pensador del contrato. También había subvertido, de manera muy original, los usos tradicionales de la noción de conveniencia (relación de conformidad con cierto orden de las personas y las cosas) para darle un sentido más dinámico y más sociológico.

La conveniencia será así, para él, una manera específica de producir el lazo social (dos individuos van a descubrir, por ejemplo, que se convienen y que pueden unirse de manera duradera). La noción de conveniencia se acercaba así a la de afinidad (la expresión estaba en boga a fines del siglo XVIII: Goethe publicaría Las afinidades electivas en 1809). Remitía a una manera específica de hacer sociedad. En el siglo XIX, Charles Fourier propondrá a continuación una teoría general de la atracción como modo de constitución de una sociedad armoniosa que tenga en cuenta las pasiones humanas. Otros especificarán las modalidades de la cooperación voluntaria, de Buchez (uno de los primeros teóricos del movimiento cooperativo en Francia) a Kropotkin, el autor de El apoyo mutuo (1906). Mucho más recientemente, también se puso el acento en la noción de lazos confiables, e incluso en la de apego, para caracterizar las formas de lo social. En el marco de la historia de esas conceptualizaciones sucesivas, se puede caracterizar la especificidad de los modos de producción de lo común que se asocian a las tres instituciones invisibles. Lo propio de la confianza es, de tal modo, alimentar un común de interacción, mientras que la autoridad suscita un común de refracción y la legitimidad, un común de identificación.

Cuando nos situamos en un ambiente cercano, amistoso o familiar, hay una presuposición de confianza. En cierta forma, esta queda entonces “insertada” en esas relaciones inmediatas y continuas de personas que se conocen lo suficiente para poder confiar espontáneamente unas en otras. La confianza está dada y no tiene que construirse: se identifica con el hecho mismo de la proximidad. La “verdadera” confianza es la que se establece entre personas a priori más distantes.

Consiste en este caso en una suerte de extensión de la proximidad de una manera cognitiva: un mejor conocimiento del otro produce un efecto de acercamiento. La confianza reduce las distancias y amplía simultáneamente el mundo social. Por eso, como veremos, tuvo un papel esencial en la historia y el auge del comercio a distancia. Produce lo común de interacción en los diferentes niveles de la actividad de las sociedades. También podría hablarse aquí, en consecuencia, de un común de transparencia. De esta manera, la confianza liga lo viejo y lo nuevo y genera incluso su interpenetración: lo nuevo de un mundo convertido en más anónimo y más imprevisible debido a sus dimensiones, y lo viejo de un mundo en el cual las relaciones sociales se significaban directamente.

Una autoridad, definida como una instancia de “dirección” en el sentido gramsciano del término, una fuerza moral de orientación –distinta en ello de un poder que dispone de una capacidad de coacción–, produce lo común por su capacidad de ser reconocida por todos. Se sitúa más allá de las vicisitudes de lo cotidiano de la vida política, de las divergencias de opinión y de los conflictos sociales. Su reconocimiento tiene un efecto unificador de manera constitutiva.

Pero una autoridad contribuye también a que cada uno interiorice con mayor facilidad cierta preocupación por el bien público. Esa atención ya no se comprende entonces como del orden de una coacción que se sufre, una obligación que reduce la libertad: a la inversa, fortifica al individuo para consagrarlo como ciudadano activo, persona importante para la colectividad. Y si hay una tensión que se instaura entre las dos figuras, queda al menos claramente formulada y puede, entonces, manejarse de manera objetiva. Cambio de perspectiva cuya importancia se percibe de inmediato si se lo relaciona, por ejemplo, con las cuestiones ligadas a la transición ecológica.

Es posible hablar en ese caso de una producción de lo común por la autoridad, en cuanto esta se liga a la capacidad de engendrar formas de “refracción de lo colectivo en el individuo”. La autoridad aún puede definirse en ese caso como una “presencia de la sociedad en el individuo”. Expresión que puede comprenderse de dos maneras complementarias.

Si bien la autoridad lleva a que cada uno interiorice la sensación valorizante de la pertenencia a un colectivo que tiene sentido, se liga asimismo a una capacidad de encarnación de lo colectivo. Asume entonces la forma de una “transfiguración simbólica de ciertos individuos que toman a su cargo las normas colectivas y hacen de su realización una tarea personal”.

La autoridad se identifica en este caso con la figura de una responsabilidad asumida para dar sentido y forma a lo colectivo.

Y se expresa, por lo tanto, simultáneamente en el modo de lo que se experimenta como un “hablar veraz”.

La legitimidad, por su lado, también tiene una dimensión informal. A diferencia del carácter legal de un estatuto o una institución que está definido y encuadrado por textos y del que no es posible liberarse, la legitimidad remite, por su parte, a una calificación que es más de orden moral. Legalidad y legitimidad están así ligadas a dos tipos diferentes de encuadramiento y regulación: el del derecho positivo y el del derecho natural. Derecho natural del que cabe esperar que se imponga a todos en virtud de cierta visión compartida de la vida de los individuos y la existencia colectiva, pero que no tiene ni jueces ni policías para velar por su respeto y su puesta en práctica. Fuerza y debilidad se ligan así en la noción de legitimidad. Pero fuerza realmente actuante en la medida en

que se beneficia de un apoyo potencialmente universal, mientras que la legalidad descansa in fine sobre la validación exclusiva por parte del principio mayoritario. Lo que se reconoce como legítimo reúne a la inversa todos los sufragios. Instituciones y personalidades de diferentes naturalezas reconocidas como legítimas producen de tal modo un común de identificación e incluso un común de consenso, correspondientes a una tercera modalidad específica de constitución de lo social por las instituciones invisibles: la de la compartición de una historia y valores que constituyen una referencia para todos y representan una fuerza autónoma, potencialmente crítica de los poderes establecidos.

La producción del tiempo social

Las instituciones invisibles tienen por segunda gran función la de construir la duración. Lo propio de la confianza consiste así, típicamente, en prever un comportamiento de otro en el futuro. De esta manera, esa confianza permite reducir la incertidumbre característica de la vida social y, al mismo tiempo, simplificar su aprehensión. Se dirá por ejemplo que se confía en que una empresa respetará una fecha de entrega, en que una amiga nos devolverá una suma de dinero que le hemos prestado o, de manera más prosaica, en que no veremos surgir frente a nosotros un vehículo en una curva. Tan pronto como se observa precisamente nuestra vida cotidiana, nos vemos así movidos a constatar que las expectativas de conducta de las personas o de funcionamiento de las organizaciones estructuran nuestra existencia. Intervienen permanentemente y en todos los niveles, de los más modestos a los más vitales. Esa confianza no es del orden de una apuesta. Se apoya en mentos de información o apreciación acerca de los otros y en un conocimiento de las reglas que enmarcan la vida social.

Tiene, de tal modo, una dimensión proactiva. En efecto, el hecho de otorgar mi confianza condiciona a cambio mi comportamiento.

Por ejemplo, no me contento con estimar muy improbable que un vehículo aparezca frente a mí circulando por la izquierda: me conduzco como si eso, efectivamente, no fuera a suceder. Si dudara y desconfiara de todo, quedaría de hecho paralizado, incapaz de actuar y de proyectarme en el futuro. Y toda la sociedad terminaría pues por derrumbarse.

La confianza permite así inscribir el mundo social en el tiempo, y hacerlo de varias maneras. Desde un punto de vista antropológico, es esa capacidad de proyección la que da al individuo su espesor existencial y hace de él un ser para el tiempo. En términos psicológicos, la confianza también tiene una función de estabilización de las emociones. En una sociedad compleja y cada vez más anónima, contribuye a reducir la sensación de inestabilidad e inseguridad. Al mismo tiempo, canaliza el trabajo de la imaginación que es una de las fuerzas subterráneas que regulan –o desregulan– los modos de coexistencia entre humanos. Se ha dicho incluso, a justo título, que la confianza era en sí misma “una forma de organización social”, mientras Marcel Mauss estimaba paralelamente que la noción de expectativa era “una de las formas del pensamiento colectivo”. Por último, la confianza contribuye de manera más específica, y hasta más evidente, al dinamismo de las economías. Al reducir la incertidumbre, la confianza es también un poderoso instrumento de inscripción de las acciones humanas en la duración.

Al distinguirse con claridad de la noción de poder, fundada en la idea de una capacidad de mandar e imponer decisiones, la de autoridad, definida como auctoritas en el sentido romano de la palabra, remite también a esa capacidad constructiva del tiempo social. La autoridad es lo que constituye una referencia, lo que indica una dirección a seguir, lo que da sentido a la acción humana al ligar una historia a un proyecto colectivo. “El tiempo es la matriz de la autoridad, tal como el espacio es la matriz del poder”, se hizo notar pertinentemente. Más allá de esa constatación, puede decirse que la autoridad es productora de temporalidad. Permite ampliar la existencia de un grupo humano hasta convertirlo en un destino. Es una fuerza que integra el pasado, el presente y el futuro para generar identidad. Se liga para ello, de manera positiva y de ningún modo nostálgica, a la de tradición. “En la medida en que se transmite como tradición, el pasado se erige en autoridad. En la medida en que la autoridad se presenta históricamente, se convierte en tradición”, escribe en consecuencia Hannah Arendt. La autoridad es una fuerza o una palabra capaz de integrar a los ojos de todos el pasado, el presente y el futuro para generar historicidad. La referencia a una legitimidad participa de una misma empresa al instar a distinguir el tiempo corto de la legalidad instrumental, que en democracia concierta con los ritmos electorales, del tiempo largo de la fidelidad a valores. Distinción que coincide en buena medida con la del derecho natural y el derecho positivo, pero que también invita a pensar la especificidad del derecho constitucional. Las tres instituciones invisibles participan así, con claridad, de una misma empresa de producción de la sociedad como experiencia constructiva del tiempo.

La noción de institución y sus conceptualizaciones

Todo el mundo coincidirá en definir de manera genérica las instituciones como estructuras organizadoras de las interacciones humanas en los diferentes dominios. En medio del siglo XVIII, Montesquieu lo había aclarado útilmente al exponer en Del espíritu de las leyes una teoría general del funcionamiento de las sociedades que asociaba la función reguladora de las costumbres y el papel prescriptivo de las leyes, dos registros de obligaciones antes considerados por separado. Había propuesto, sobre la base de esa matriz de lectura, una historia comparada de las civilizaciones que permitía conceptualizar tanto la distinción entre las repúblicas antiguas (en las que las costumbres tenían a su juicio un papel central) y las monarquías modernas (definidas por el reino de la ley) como calificar la especificidad del mundo chino de su tiempo en comparación con Europa (un mundo en el cual, según su análisis, se mezclaban en un mismo “espíritu general” las leyes, la religión, las costumbres y los modales, que conformaban así una superposición original de lo doméstico, lo social y lo político). Montesquieu también deducía de esa conceptualización una sugerencia de orden político, al criticar a las mentes de su tiempo que se extendían acerca de la necesidad de restablecer costumbres juzgadas en peligro, en tanto que a él le parecía más urgente fortalecer las leyes, ya que, a su juicio, el orden social estaba más ligado al castigo de los delitos que a la sacralización de la moral.

Si bien esta conceptualización de Montesquieu le valió ser considerado como uno de los padres fundadores de las ciencias sociales –algo que Durkheim reconoció con claridad en uno de sus primeros escritos–, es su uso ampliado de la noción de institución el que suscita más específicamente la atención en nuestros días. En efecto, Montesquieu agrupaba bajo una misma bandera las leyes y las costumbres, señalando que las primeras son “instituciones particulares y precisas del legislador”, mientras que las costumbres y los modales son “instituciones de la nación en general”. En los comienzos mismos del siglo XX, Marcel Mauss, que compartía entonces el camino con Durkheim antes de fundar la antropología francesa, se inspiraría en esa visión de conjunto de Montesquieu para esbozar lo que podríamos llamar una teoría general de las instituciones. Así, tras constatar el desarrollo de las múltiples maneras de hacer sociedad y organizar la vida común, había sugerido ampliar la aprehensión de lo que se da en llamar hechos sociales y enriquecer, en consecuencia, la definición de lo que es una institución más allá de las estructuras organizadas, en lo esencial de orden público.

Junto al estudio de los grupos sociales, la sociología debía, a su juicio, ocuparse de la caracterización de esas diferentes categorías de institución, entendidas de manera amplia.

Por su lado, Maurice Hauriou formulará en la década de 1930, en su carácter de jurista, una teoría notable de la institución.

Para él, se podía hablar de institución tan pronto como estuvieran reunidos tres elementos en una forma social: una “relación con el orden general de las cosas”, una existencia estable en la duración, una capacidad de asegurar una función reguladora y organizadora al encuadrar conductas.

Un economista bosquejará entonces paralelamente el proyecto de una economía institucional apuntada a integrar ese campo en el análisis de los hechos económicos. Toda una corriente muy activa de la ciencia y la historia económicas se desarrollará en esa dirección, ilustrada por la atribución de una serie de premios Nobel a sus grandes figuras. Para esos economistas e historiadores, las instituciones se definen como el conjunto de las reglas que estructuran las interacciones sociales.

Reglas que pueden ser formales (las leyes, las constituciones, las reglas establecidas en los diferentes niveles de la vida social) o informales (las convenciones de comportamientos, las formas de cortesía, los valores y las tradiciones). Un artículo muy destacado propuso recientemente distinguir mejor esos dos elementos mediante la incorporación de las instituciones informales a la noción más amplia de “cultura”. Más allá de esta proposición semántica, el punto en común entre las instituciones formales y las variables de orden cultural es que en ambos casos se trata de datos constituidos del medioambiente de las personas, que preexisten pues a sus acciones.

Las instituciones invisibles no son de esa naturaleza. Se trata de instituciones resultantes y no de instituciones constituyentes.

De hecho, las construyen y determinan las relaciones sociales existentes y no son, por lo tanto, datos “culturales” o “informales” que participen de un medioambiente ya constituido.

La diferencia de enfoque es evidente si se considera la cuestión de la confianza. Para los economistas de las instituciones, las formas existentes de desconfianza y confianza se consideran como variables culturales heredadas: hay países donde los índices de confianza son elevados, mientras que en otros son débiles, en relación con sus historias y sus características respectivas. La teoría de las instituciones invisibles invita a concebir las cosas de otra manera. Al destacar ante todo que no hay confianza en general y en singular, sino todo un conjunto de relaciones sociales en las cuales esta relación interfiere de múltiples maneras. Y al recordar a continuación que la confianza siempre viene de abajo: es una cualidad que se otorga a otro o a una institución y procede en ese aspecto de una relación que es específica en cada circunstancia. Es algo que se construye y no tiene nada de lo dado. A partir de este mero ejemplo se ve lo que es capaz de aportar a nuestra comprensión del mundo la noción de institución invisible. En efecto, las instituciones invisibles nos hablan de la vida concreta de las sociedades, y no solo de sus estructuras, sus culturas y sus reglas teóricas de funcionamiento.

☛ Título: Las instituciones invisibles

☛ Autor: Pierre Rosanvallon

☛ Editorial: Manantial

☛ Edición: Junio de 2025

☛ Páginas: 352

Datos del autor

Pierre Rosanvallon es profesor emérito en el Collège de France.

Es el autor de numerosas obras que ocupan un lugar destacado en la teoría política contemporánea, la reflexión sobre la democracia y la cuestión social. Manantial ha publicado La nueva cuestión social, La nueva era de las desigualdades (en coautoría con Jean-Paul Fitoussi), La contrademocracia, La legitimidad democrática, La sociedad de iguales, El buen gobierno y El siglo del populismo.