La historia de Argentina está tapizada de muertes. La violencia política nos atraviesa, pero no es un destino inevitable ni un ADN adherido a nuestra piel. Todos los países que padecieron la insensatez de las guerras fratricidas debieron ser razonables para evitar su repetición. Las nuestras, más cercanas, reconocibles, nos sobrevuelan como fantasmas. Negadas, permanecen aisladas de la vida. Son espectros. Sin registros, perpetúan el ocultamiento y propician el oportunismo de los que utilizan a los muertos para acrecentar el poder personal, partidario, invocados en falsos juramentos y discursos impostados. Todo en nombre de la política cuando, en realidad, la niegan, porque al profanar lo que hay de sagrado en toda vida que termina cancelan la política, que siempre se realiza con los otros. Es la vida misma. Ausencias sin nombres, simplificadas en un número, reducidas a una ideología o al dinero de la reparación económica, sin que la muerte les haya restituido lo que es igual a todos: la humanidad. Son desconocidos sin rostros, a no ser los que permanecen en las fotografías familiares, a puertas cerradas, en los estrechos límites del hogar, o los que se muestran desde las pancartas que giran sobre sí mismas como una noria seca, vacía de la fuente que la alimenta.
El silencio respetuoso del inicio fue reemplazado por las consignas igualmente vacías, envejecidas sobre esos rostros jóvenes en blanco y negro, congelados en el tiempo, sin imaginar siquiera cómo la existencia hubiera tallado sus rostros, que permanecerán siempre jóvenes, a esa edad en la que se juega con la muerte, porque no se la teme. Todos nuestros muertos insepultos están privados de ese mantra universal que en castellano se traduce con las siglas QEPD y acompaña los epitafios. Una fórmula antigua, sencilla, que sobrevive en todos los idiomas, en todas las culturas: “Que en paz descansen”. ¿Tienen paz nuestros muertos? Ni siquiera pudimos enterrarlos, ya fueran los presos desaparecidos o los asesinados por la guerrilla; los que dejaron sus vidas jóvenes en las islas Malvinas, una tierra alejada y fría a la que todos invocan con euforia nacionalista, pero pocos conocen; o los que fueron tapados por los escombros de los edificios desplomados por las bombas a la Embajada de Israel y la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA); o los que interrumpieron para siempre sus vidas de estudiantes y trabajadores en el accidente “del Once”; o los marinos del ARA San Juan, que permanecerán en el mar en el que otros marinos lanzaron a los que antes habían encerrado en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA); o los últimos, los que no tuvieron despedida, enterrados en soledad, a causa del covid.
No fueron víctimas de catástrofes naturales ni de accidentes, sino personas dañadas por otros semejantes, los que quisieron aniquilarlos deliberadamente. Murieron por causa de funcionarios indiferentes que no cumplieron con sus responsabilidades. Todos nuestros muertos, parte de una misma tragedia colectiva: la desidia y omisión del Estado. Fueron eludidos como causa y consecuencia de la debacle de un país que se come a sí mismo, reducido a las cifras de su macroeconomía o a su propia historia. El carácter oculto vale tanto para las bombas y los secuestros de las organizaciones armadas como para los campos de detención, con la salvedad necesaria y repetida de que no se puede equiparar la violencia del Estado y sus consecuencias con la de los grupos guerrilleros. Sí son equivalentes los secuestros y asesinatos clandestinos, el ocultamiento y la mentira. Y el sufrimiento de los que los sobreviven. Pero el Estado tiene como responsabilidad ineludible cumplir y hacer cumplir la ley, no convertirse en criminal y asesino con la “excusa” de restituir el orden y la ley.
A la hora de la reconstrucción, la verdad siguió incompleta, oculta bajo una narrativa inadecuada para abarcar la complejidad y totalidad de lo que había sucedido. Eso le da la razón a Hannah Arendt, que afirma: “Cuando se gobierna sobre cadáveres, desaparecen todas las categorías políticas”. Esto significa que los grandes relatos, las viejas teorías universales, desde el marxismo al liberalismo, con sus deformaciones trágicas –el nazismo y el estalinismo y nuestro dogma criollo, el peronismo, en el que conviven derechas e izquierdas–, son insuficientes para explicar el hecho inédito de nuestra historia, que irrumpió con las fuerzas del terror y las muertes administradas por el Estado, negadas primero, glorificadas después, politizadas finalmente, sin las exequias ni la liturgia de la muerte ante la que se postran todas las culturas. Se trata de una ausencia de rituales que nos impide reconocernos parte de una misma tragedia, pero que desnuda, también, las responsabilidades nunca asumidas de los que pudieron evitarla y una concepción de poder vertical, caudillista-militar, incompatible con la idea de ciudadanía y la libertad igualitaria de la democracia.
*Autora de Decir adiós. Ediciones del Zorzal. (Fragmento).