Conozco muy pocas personas que no le teman al fracaso, o que al menos no hayan experimentado ese miedo alguna vez. En una cultura que valora y exalta el éxito, el error es un disvalor que nos dispara ansiedad ante su potencial presencia. Escoltando a este miedo vienen otros como la vergüenza, la frustración, la impotencia e ideas negativas en torno a nosotros/as mismos/as. Pero, ¿es lo mismo errar que fracasar? ¿No hay nada positivo en el error?
En la educación nos enfrentamos con el error, tanto desde el lado docente como desde el estudiantil, como un problema con diversas caras. En su libro El error, un medio para enseñar, Jean Pierre Astolfi señala que cotidianamente los jóvenes no experimentan ansiedad al resolver otros desafíos, como un nuevo nivel en un videojuego, pero sin embargo la gran mayoría le teme al error educativo. Esto es porque la escuela generalmente condena y penaliza el error y no recibimos (ni desde la institución, ni desde la familia o los pares) otras ideas que las de que errar está mal y es un signo de poco empeño, que somos brutos/as y que cada error nos augura un futuro más desgraciado. Si erramos constantemente en la primaria, peor nos irá en la secundaria y ni hablar en el nivel superior (que es menos piadoso que el peor villano). Pero, si miramos atentamente, el grueso de las trayectorias educativas incluyen calificaciones dispares e incluso inconstantes en una misma área, y esto se debe a la confluencia de muchas causas y circunstancias.
La pregunta que me interesa abrir a quien lea esta nota es: ¿qué hacemos (como estudiantes, docentes o padres) ante los errores en el aprendizaje? Lo primero que quiero sugerir es que nadie es completamente responsable del error, sino que participamos en distinta medida todos los que rodeamos al estudiante que resuelve erradamente una consigna. Por tanto, todos podemos hacer algo para transformarlo. Astolfi, por ejemplo, propone pensar los errores como indicadores de procesos ante los cuales tenemos que evaluar cómo actuar. Penalizar con una mala calificación un mal examen es adecuado para la cuantificación de las planillas pero nos puede desentender de qué hizo que esos errores se den. ¿Supimos explicar con suficiente claridad? ¿Los temas estaban presentados de manera significativa para la clase? ¿Dimos por supuestos conocimientos que no estaban ahí? ¿El examen se adecuó a cómo fueron las clases? ¿Pudimos cautivar al curso para que se empeñe?
Hace unos años tomé un curso del que fui advertido de que había muchos problemas de expresión y redacción y que tendían a tener calificaciones muy bajas. Para evaluar una unidad de filosofía pensé una prueba que consistía en una sola consigna y que se resolvía por etapas (a medida que se desarrollaban los temas debían complejizar su respuesta) y ofrecí revisiones semanales optativas. Una vez a la semana debía dedicar algunas horas (de las que disponía) para leer y comentar lo que había recibido. Fue bastante arduo: debí marcar muchos problemas (ortográficos, conceptuales) procurando ser amable e interpelante, pero el resultado fue muy bueno. Estudiantes que en pruebas anteriores habían tenido malas calificaciones y que comenzaron este examen de modo pobre pudieron rever su proceso y acabaron redactando jugosos párrafos sobre el tema propuesto y fundamentándose en bibliografía. Cuando repartí las pruebas calificadas y conversamos sobre ellas, una chica me dijo algo que me pareció muy lúcido: que con esa dinámica vio que errar no era fracasar.
Esta experiencia se dio en una situación bastante ideal. No siempre los y las docentes disponemos del tiempo y la energía para hacer algo así. Sin embargo, muchas veces podemos desarrollar (según las condiciones en que trabajamos y nuestras posibilidades) estrategias que tal vez sean más costosas en tiempo y empeño pero más fructíferas en cuanto a resultados. Otras veces tal vez podemos pensar otras estrategias más simples de apropiar los errores para que sean instancias positivas del largo proceso que es el aprendizaje. No es un tema sobre el que haya soluciones definitivas y, por lo tanto, vale seguir pensándolo todo el tiempo.
Profesor en Filosofía (UBA), tallerista de filosofía con niñas y niños y docente en Centro Cultural Borges.