Antonio Gramsci nació en Italia en 1891 y murió en 1937, solo una semana después de haber cumplido una condena de once años en la cárcel fascista. La actualidad y lucidez de su pensamiento sigue vigente para analizar las sociedades democráticas modernas.
Hijo de una familia modesta del sur de Italia, Antonio trabajó desde los 11 años y desde esa temprana edad ya se preguntaba por qué el lugar donde vivía era tan pobre, si otras ciudades eran tan ricas. En Turín entró en contacto con la agrupación socialista local. Militó activamente y tomó contacto con los obreros de las fábricas.
Su primera militancia fue casi visceral a su condición subjetiva del sur y de su isla, Cerdeña. Su incipiente análisis político trató sobre la “cuestión meridional”, donde planteó la necesidad de unidad de los obreros industriales con los campesinos.
Escribir acerca de Gramsci es escribir sobre un verdadero intelectual orgánico de su época, esto es, un militante que teorizó sobre su propia práctica política y su propia realidad. Sus elaboraciones fueron aportes fundamentales para el materialismo histórico; sus reflexiones reavivaron, en palabras de Anderson, “la discusión estratégica de las vías por las que un movimiento revolucionario podría traspasar las barreras del Estado democrático burgués para alcanzar una verdadera democracia socialista”.
Corría el año 1914 y la Gran Guerra estaba a los pies de Italia. Gramsci y sus compañeros se abocaron a desentrañar los pensamientos de los bolcheviques, ante la disolución de la II internacional. Gramsci fue elegido secretario de la agrupación y alcanza la dirección de su partido. Desde allí comenzó la publicación de L’Ordine Nuovo desde el cual expresó su análisis de la sociedad italiana y manifestó su apoyo a Lenin.
Hasta Gramsci, nadie se había puesto realmente a pensar en lo que pasaba adentro de una fábrica concreta, logrando convertir eso en la base para la conformación de un futuro Estado socialista. La originalidad del pensamiento de Gramsci tomó como factor fundamental el modelo de los consejos de fábrica, es decir, de la organización directa y democrática de una unidad productiva, tomándola como ejemplo de cómo debería organizarse la nueva sociedad.
De estas reflexiones sobre simples unidades básicas fabriles, Gramsci elaboró conceptos más complejos. Lo que en realidad le interesaba era la relación entre dominadores y dominados. La cuestión del Estado capitalista, su naturaleza y estructura, se vuelven de crucial importancia para él. En sus cuadernos de la cárcel, Gramsci repasó la conformación del Estado italiano desde sus orígenes y estudió la función histórica de la nación como organizadora de los intereses de la clase dominante. En ellos describió a los Estados occidentales modernos como una serie de trincheras. Imposibilitado de separar la teoría de la praxis, su propia realidad lo llevó quizás a reflexionar sobre qué era lo que mantenía el consenso de un grupo de personas ante la dominación fascista. Porque está claro que eso no podía ser solamente coerción. Al querer desentrañar cómo acabar con el Estado burgués, generó su más famosa definición sobre aquello que lo caracteriza: la hegemonía. A la tradicional definición weberiana de coerción le sumó el consenso de los dominados.
Leer a Gramsci hoy es poder comprender el significado de una verdadera crisis orgánica de la clase dominante y al bloque histórico capaz de enfrentársele, en unidad, a su dominación.
*Politóloga (UBA). Docente del Bachillerato Popular Vientos del Pueblo.