No nos gustan los rostros del poder, nunca nos gustaron y ahora nos gustan menos. Nos preocupa la escalada bélica, nos revuelve las tripas la derecha desembozada que se monta sobre la debilidad de consensos básicos conquistados después de las experiencias nazi-fascistas europeas, del belicismo estadounidense, de los totalitarismos que usurparon el proyecto comunista y, más cerca nuestro, de la dictadura de la desaparición de personas.
¿Pero todo el enojo, el dolor, incluso la impotencia, nos van a dejar como al avestruz, con la cabeza bajo tierra? ¿Vamos a salir corriendo? ¿Nos propondremos “desertar” a quién sabe qué otro mundo? De hecho, la mala noticia para quienes honestamente imaginan esa posibilidad es que no hay afuera. Hace unos años nos preguntábamos si es posible amar el propio tiempo aunque se trate de una época oscura. ¿Qué forma puede adquirir, de hecho, el compromiso en tales condiciones? (Benasayag, M. y Del Rey A. 2022. El compromiso en una época oscura).
El neurótico, que no pocas veces nos habita, se dice a sí mismo: “Yo tendría que vivir otra vida”, repite acomplejado: “Debería haber tenido otros padres”. En el fondo, argumentos o artimañas que impiden querer la realidad que nos toca, amar el presente con toda la porquería adentro. La neurosis es también el olvido de que somos parte de esta realidad y, por lo tanto, somos parte también de lo que nos lastima. No podríamos ubicarnos en un punto ciego de la época desde el cual, astutos, estaríamos en condiciones de decidir si nos gusta o no nos gusta el mundo que nos toca en suerte. Por eso, muchas veces nos conformamos confundiendo la época con la coyuntura, así sentimos por un momento que nuestra voluntad está en condiciones de cambiar, redundante, las condiciones.
Pisamos el palito ante el grotesco de un presidente, nos hacemos los sorprendidos y nos indignamos por la virulencia del Gobierno, denunciamos los mecanismos que antes ocultaban los poderes, pero que hoy están a la vista. ¿Será que ya no se trata tanto de denunciarlos como de intentar comprender la explicitación en sí misma? Esta neurosis que nos evita asumir el presente tiene un costado repetidor, un narcisismo típicamente burgués que se expresa como indignación del demócrata liberal, refractario al conflicto.
En la Argentina progresista, aquella en que los indignados de hoy vivían su “mundo feliz”, hubo una línea de grafitis que, en sintonía con un espacio político, rezaba en las paredes: “El amor vence al odio”. Pues bien, lo que está ocurriendo es lo contrario. Porque eso que las buenas intenciones detrás de los aerosoles llamaban “amor” era el sentimiento de una facción, un ideario propio de la moral humanista que perdió vigencia. En su reemplazo no contamos con un ideario mejor, porque lo que cambió es el ambiente completo; estamos en una nueva casa, un mundo colonizado por la exigencia tecnológica de funcionar, un mundo que nos plantea una encrucijada: amar la época en que “el odio vence al amor”.
El desafío consiste en asumir plenamente la derrota sin caer en el derrotismo. La derrota tiene lugar a nivel de la época; es objetiva. Es la imposibilidad de la cultura humanista, sea de izquierdas o liberal, de actuar en las nuevas condiciones. La complejidad es impasible, mientras que la “crueldad” de las derechas es solo su cara más caricaturesca. Y la indignación ante esa crueldad corre con la misma suerte, es su reverso impotente. El derrotismo es la desmoralización, la deserción narcisista. Finalmente, el rechazo del mundo que nos toca. Es, en ese sentido, subjetivo. El derrotismo es la imposibilidad del amor fati, es decir, de aceptar el carácter trágico de la existencia. A diferencia de la derrota epocal que nos toca asumir, el derrotismo se da en el nivel de la coyuntura inmediata y de la neurosis.
Pero las formas del autoengaño se vuelven a colar una y otra vez. Un exfuncionario del gobierno anterior sostuvo en una entrevista radial que Milei es un desequilibrado mental y recomendó proporcionarle ayuda psiquiátrica. No es casual que el progresismo proponga esta clave interpretativa que, en el fondo, aparece como una forma de negación. Si Milei fuera simplemente un loco, entonces todo debería ser un error de la historia; digamos, un momento loco. Y como la historia es para el humanismo una especie de garantía racional de que todo progresa y, por lo tanto, de que se va a arreglar, mejor acomodarse en la sala de espera, es decir, seguir haciendo lo de siempre. Es notable que quienes se propusieron ante la sociedad como paladines de la estrategia política, como verdaderos corsarios de la real politik, no comprendan el realismo radical del gobierno de Milei. La locura individual es una variable menor cuando hablamos de un esquema de gobierno que se funde con la época, es decir, que no solo no es ninguna locura, sino que responde dogmáticamente a la tendencia normalizadora del momento, a la racionalidad de esta hipermodernidad.
El sujeto por la máquina y la sociedad extinta. En ese sentido, hay dos dictados que ordenan el planteo del gobierno de Milei. Por un lado, el predominio tecnológico: en una entrevista, el Presidente repitió algo que ya había dado a entender el año pasado en la Semana de la Inteligencia Artificial, dijo: “El progreso tecnológico, y todo lo vinculado a la inteligencia artificial, a mí me pone muy optimista porque va a permitir quitar funciones al Estado (…) Un contrato lo hace la inteligencia artifical en treinta segundos más eficiente que un ejército de abogados”. Más allá de la crisis de las fuentes de trabajo que aparece como una consecuencia inmediata de ese planteo, el fondo de la cuestión es la apuesta ciega por la delegación de la política y del pensamiento en la máquina. Si bien es claro que Milei hace lo que todo político tradicional, con pragmatismo y con la opacidad necesaria, el fundamento último de su propuesta supone la transparencia de un mundo de puro funcionamiento en el que no es necesario plantearse ningún problema, ni existe la esfera pública con su conflictividad inherente, ni mucho menos el deseo del bien común o de la justicia social. Y si se trata de funcionar, ¡qué mejor que la IA, big data, la modificación genética o la robotización de todas las funciones posibles!
Por otro lado, el pensamiento de Hayek, en tanto y en cuanto presupone al individuo causa sui como sujeto de la libertad. Las personas ya no serían parte de un entramado orgánico, histórico, social, cultural, donde operan deseos, formas inconscientes de sentir, sino agentes racionales cuyas acciones se organizan en torno al frío cálculo de beneficios y perjuicios, como explicaron también Gary Becker y Theodore Schultz (en torno a la noción de “capital humano”). Digamos: el ideal de la Dama de Hierro, un mundo donde “la sociedad no existe”, sino que existen solo los individuos. De modo que cualquier forma de socialización de funciones o instancia donde se diriman asuntos comunes debe ser erradicada, trátese de un fondo para la atención de niños que padecen cáncer o de las jubilaciones. Pero hay una salvedad: el retiro del Estado es una verdad a medias, ya que, en realidad, se trata de la erradicación de todo aquello que concierne a la esfera pública o a las cuestiones compartidas, mientras que permanece, sí, un Estado policial: liberalismo económico (dominado por monopolios) y autoritarismo político.
Ahora bien, esos dos dictados (el predominio tecnológico y el individuo causa sui) se cruzan en un problema bien contemporáneo: el individuo solo permanece a costa del despojo de su interioridad, de su drama biográfico y de su inscripción en una trama afectiva y social. El individuo es ahora completamente racional solo en la medida en que responde a una racionalidad algorítmica, es decir, que opera a partir de datos que provee o que recibe, gracias a los cuales se conforma un perfil. Se trata de la desintegración del “sujeto” como unidad de la acción, como centro perceptivo, incluso como núcleo espiritual, en favor de una relación desregulada de las personas consigo mismas y con el mundo, una especie de puro goce de fluir y de funcionar, como se fomenta desde algunas técnicas y terapias contemporáneas (por ejemplo, el coaching ontológico).
La “locura” de Milei, entonces, no tiene nada que ver con alguien fuera de sus cabales, sino con el delirio en extremo racional de un mundo tendencialmente regido por algoritmos en el que las personas se reubicarían apenas como operadoras de información o como stock sobrante. De ahí las líneas fuerza del Gobierno, su núcleo duro.
La batalla cultural. En cambio, cuando el Gobierno lanza fórmulas facilistas para referirse a sí mismo y atacar a sus rivales, deja ver sus líneas más blandas o de menor tenor epistemológico, repite una y otra vez que está librando una “batalla cultural”. Y los genios del realismo político, al igual que el sentido común periodístico, mientras descuidan los dictados duros del Gobierno y su consonancia completa con la época, le dan mayor importancia a esa agenda diaria entremezclada con el entretenimiento mediático. El Gobierno parece leer uno de los cuadernos que Gramsci escribió desde la cárcel (prisionero del fascismo) como si se tratara de un manual de comunicación política. Interpretando el debate teórico político de los revolucionarios soviéticos victoriosos, el pensador y militante comunista italiano escribía sobre una “guerra de posición” que conduciría a “una inaudita concentración de la hegemonía”, con una abierta ofensiva “contra los grupos de oposición”, evitando la “disgregación interna” (es decir, la disidencia) y procurando “controles de toda clase, políticos, administrativos” y “consolidación de las posiciones hegemónicas del grupo dominante” (Gramsci, A. Paso de la guerra de movimiento (y el ataque frontal) a la guerra de posición también en el campo político).
Se trataba de un planteo por demás superestructural en un mundo en que los cuerpos estaban tejidos por esa dimensión ideológica. Pero en nuestra época las intervenciones superestructurales, la sobreabundancia de “relatos” y contenidos no mueven el amperímetro, en la medida en que no tocan núcleos fundamentales como la hibridación entre las dimensiones orgánicas de lo vivo, la subjetividad y las tecnologías digitales. Hoy nuestros cuerpos y conductas están tejidos por otras condiciones, técnicas y funcionales, que es necesario desentrañar, comprender.
De hecho, desde nuestro punto de vista, el Gobierno no libra ninguna batalla cultural sino, en todo caso, promueve una batalla contra la cultura en tanto tal. Es una trampa aferrarse a la idea de “batalla cultural”, una forma de no aceptar la época y buscar en el arcón de nuestras viejas herramientas respuestas para un mundo hecho de otros materiales. Si hubiera batalla cultural, las coordenadas humanistas volverían a cuajar y la derrota no sería objetiva, sino circunstancial. Pero, ¿acaso una derrota no aceptada no es una derrota doble?
Entre las variedades coyunturales, asistimos al exilio del dibujo animado Zamba y la incorporación de Tuttle Twins en el canal estatal Paka Paka. Parece un sarcasmo más del poder que impacta de lleno en el corazón de lo que fue el progresismo. ¿Realmente se pensó hace unos años que un dibujo animado se correspondía con una batalla cultural que se daba desde el lado correcto de la historia? Mientras se desconocía desde una posición oficialista la potencia tecnológica como vector de un nuevo tipo de colonización, crecía el regodeo de madres y padres por los buenos contenidos que sus hijos consumían con ayuda del Estado. Ahora, el gesto en espejo del gobierno de Milei, con los dibujos animados libertarios, debería decirnos algo acerca de la banalidad del bien y del mal.
Insistimos en que el desafío epocal no se parece a una guerra de contenidos, que la batalla desencadenada contra la cultura es realmente significativa. Los fenómenos de la cultura van asociados a formas de estar en el mundo que responden a territorios, mantienen una relación de interdependencia compleja con los ritmos biológicos, a su vez ligados a ciclos de los ecosistemas. Si asumimos el carácter estructural de las culturas, es decir, no un conjunto de significaciones y contenidos, sino dimensiones que conciernen a los modos de sentir, percibir, crear, jugar, incluso reproducirse; el ataque del Gobierno a las instituciones culturales es algo más que una cuestión presupuestaria o incluso ideológica. De hecho, es más que evidente el porcentaje ínfimo del presupuesto nacional que representan los institutos culturales y los programas que involucran prácticas culturales y deportivas para jóvenes, etc. Las culturas suponen dinámicas de los cuerpos y de los vínculos que generan interpretaciones, incluso dogmas, pero que mantienen una zona de conflicto y engendran también mecanismos de procesamiento de la conflictividad. Pero, sobre todo, las culturas mantienen una relación irreductible con lo real. Ejercen formas de conjura y ritualización, pero nunca de negación o forclusión de lo real.
La digitalización de la experiencia y la intervención tecnocientífica contemporáneas no se componen a priori con la vitalidad y sus dimensiones cultural, biológica, histórica. No se trata de “instrumentos” cuyo destino depende de la orientación moral de quien disponga de ellos; se trata de un nuevo ambiente, de una nueva casa que no sabemos habitar. Su componente ideológico no se reduce a la superestructura; el eje central de la ideología tecnológica y tecnocientífica actual –que no parece ideológica– afirma que “todo es información” y es esa la relación que nos propone. Información y eficiencia, frío rendimiento y puro funcionamiento.
Producir, ante todo. Ante esa irrupción y sus prerrogativas que no son discursivas (es decir, construcción de una narrativa en favor de la construcción de hegemonía), la cultura es ella misma un obstáculo, la expresión de una realidad morosa y excedentaria. Cuando un aprendiz de trader dice desde su lugar de influencer que tomar mate es perder el tiempo –tiempo que debería estar dedicado a aprender mecanismos financieros–, no antepone una cultura a otra, sino que desprecia un ritual, una práctica agenciada con distintos modos de pasar el tiempo. Lo hace en nombre de un mandato: rendir.
Alguien se preguntará si no es también posible conseguir algo de la habilidad necesaria para ganar dinero virtual y, mientras tanto, intercalar, entre tecla y tecla, un sorbo de mate. La diferencia es ínfima, parece un detalle pero, justamente, así es la colonización, en este caso colonización algorítmica y funcionalista de lo vivo en tanto tal. El mandato de fondo ni siquiera es ganar dinero, sino funcionar. Y no es superestructural, sino que busca sustituir una forma de estar en el mundo, que implica marcas culturales, ritos y ritmos, por otra en la cual somos, antes que nada, proveedores de datos y operadores de información, agentes ciento por ciento racionales. Pero como la historia nos muestra, donde crece el máximo de razón abstracta anida la metafísica más brutal, desconocedora de las potencias del cuerpo, fuente de un desprecio por la vida que va más allá de la “crueldad” o el descuido de las formas por parte de un mandatario.
El estilo grosero de Milei tampoco se corre un ápice del espíritu de la época. No es un error, ni “excesos” separables del plan económico, sino que forma parte de la tendencia simplificadora de la época que, ante la imposibilidad de habitar el conflicto deriva directamente en el enfrentamiento bianrio. Porque la apuesta es unidimensional. Es el modelo colonial del hombre blanco, viril, que no sabe de complejidad y conflicto, sino solo de enfrentamiento. Quienes juegan ese juego corren el riesgo de quedar atrapados especularmente en esa lógica y, de hecho, perder de vista los antagonismos reales, como dimensiones de la conflictualidad. Es decir que cuando el enfrentamiento realmente es necesario e incluso deseable, no tiene que ver con una forma de simplificación, sino que se inscribe en la trama compleja de la época: ahí donde no hay buenos y malos, ni sujetos de la voluntad en capacidad de prever las consecuencias de sus actos.
Decíamos que no es tan central el descuido de las “formas”, sino el aplastamiento de la multidimensionalidad que expresa la violencia del Gobierno. La ausencia de códigos de convivencia, la burla que tiene por objeto rituales y formas de respeto por los demás, no tienen nada de loco ni mucho menos de “rebelde”, sino que responden al principio de la desregulación, en el que ni los otros ni los límites orgánicos importan. El Gobierno es muy obediente a ese ordenamiento del mundo y la vida, y es obscenamente condescendiente con sus principales beneficiarios. Por eso, el ataque a toda ritualización es más profundo que una grosería.
Cuando, en campaña, Milei decía que preferiría alimentarse con pastillas para evitar sentarse a comer, expresaba una estética, un modelo de deseabilidad. No es tan loco el planteo, es radicalmente normalizador: una vida de puro funcionamiento. Tal vez, el votante duro de Milei, no necesariamente mayoritario, pero sí importante por cuanto marca tendencia, comprende de manera inmediata ese tipo de posturas, porque también está estructurado de ese modo. Mandar al demonio todo lo que limita y estructura es “la rebeldía que se volvió de derecha”, solo que se trata de una rebeldía que demasiado pronto muestra su costado conservador y autoritario.
Dentro del engranaje. La mentira y el insulto, que resultan a todas luces procedimientos sistemáticos del Gobierno, se inscriben en la misma lógica. Lo que se suele llamar “posverdad” no es otra cosa que el desconocimiento radical de todo régimen de verdad y la imposición tecnológica de realidades que no requieren referencias ni comprobaciones, que no requieren interpretación ni mueven a la acción. Nuevamente, no cabe la crítica moral ni la batalla cultural. Se trata del engranaje (figura cara a Sartre) y no hay afuera, ni siquiera la verdad está afuera. Las fake news y los ataques en modo hater por parte del gobierno argentino (modalidades que lo preceden) no son argumentos a la espera de una refutación para, dialécticamente, volverse mejores. Ese tipo de comunicación opera como una fuerza que se impone, mientras los argumentos no logran constituir una fuerza de magnitud equivalente. Nuestra pelea es otra porque nuestra preocupación está en otra parte… Es decir, no tan en otra parte, sino en el presente. Y el desafío es encontrar en nuestros modos de actuar y vivir las fuerzas capaces de resistir y reinventar condiciones de existencia de verdades.
Hay que asumir el duelo para retomar el lugar de la potencia, porque el engranaje es determinista, pero nosotros no somos fatalistas. Aun cuando la encerrona del engranaje parece tomarlo todo, algo en nosotros se siente convocado a cuestionar y resistir amando la existencia que nos toca, sí, en esta época oscura. La pregunta no es ya hacia dónde vamos (paraíso de certezas) sino desde dónde asumimos el presente. Creemos fundamental encontrar dónde estamos atravesados para encontrarnos en una transversalidad marcada a fuego por la dinámica de situaciones que solo pueden pensarse en interioridad y, a su vez, mantienen una cara abierta.
Tenemos que poder pensarnos dentro del engranaje cohabitando. Ni individuos causa sui, ni adhesión sin resto al tecnocapitalismo o lo que algunos anuncian como tecnofeudalismo.
El desafío es el presente, que no es lo mismo que la instantaneidad. Un presente descolonizado del tiempo lineal que, dejando de lado todo gesto tecnófobo, busque la alteridad respecto de las prerrogativas de la máquina. No se trata de la temporalidad inmediata de los algoritmos, donde el Gobierno genera la agenda, ni de pensar en el mañana como deber moral, mientras soportamos el oprobio actual.
En el fondo, la pérdida del sujeto del humanismo en el mundo de la hibridación tecnológico-orgánica no implica objetivamente ningún problema. Nos provoca, simplemente, el deseo de que esa hibridación se opere sin aplastar lo vivo y la cultura. Seremos testigos, sin duda, de la emergencia de un nuevo sujeto de la acción (o nuevas figuras del actuar), cuya forma estará constituida por la articulación y la incorporación de segmentos humanos agenciados con las combinatorias digitales.
Es menester pelear para que esta nueva “alianza” no se establezca contra el ecosistema y la animalidad. Desde el colectivo A Pesar de Todo creemos que es fundamental entregarse a la tarea de conocer y de comprender dónde y bajo qué forma, en cada situación concreta, los movimientos situacionales compuestos por lo animal, lo vegetal, el ecosistema, la cultura, lo humano, el arte y la tecnología se orientan hacia el desarrollo y la protección del conatus. Porque, in fine, se trata de perseverar en nuestro ser, resistiendo contra el economicismo y el funcionalismo.
*Ensayista, docente e investigador (Unpaz, UNA, IIGG-UBA); codirector de Red Editorial; integrante del IEF CTA A y del IPyPP. Publicó varios libros y compilaciones.
**Biólogo, filósofo y psicoanalista; doctor en Neurofisiología (Universidad París VII); investigador en epistemología. Publicó más de treinta libros, editados en varias lenguas.