El 18 de octubre de 2019 quedó grabado en la memoria colectiva de los chilenos como el día en que el país cambió. Las evasiones masivas en el metro, motivadas por un alza de 30 pesos en el pasaje, fueron solo la chispa que encendió un malestar acumulado por años. Durante esas semanas, las calles fueron escenario de protestas, enfrentamientos y una sensación de desborde institucional pocas veces vista desde el retorno a la democracia.
La frase “No son 30 pesos, son 30 años” se convirtió primero en una consigna y luego en un diagnóstico apresurado y afiebrado que polarizó rápidamente a todo el país de maneras no vistas en las últimas cuatro décadas. Fue una respuesta a las promesas de progreso y equidad que se habían vuelto, para muchos, una deuda pendiente. Sin embargo, el estallido también desnudó algo mucho más profundo, que tenía que ver con la fragilidad del pacto social chileno y la pérdida del valor del orden como condición para la convivencia. El descontento legítimo de la mayoría se vio rápidamente eclipsado por la violencia, los saqueos y la destrucción. Y lo que comenzó como un reclamo ciudadano terminó siendo, para muchos, un trauma nacional difícil de olvidar.
En esos días de octubre y noviembre de 2019, Chile estuvo más cerca del quiebre institucional de lo que se quiere reconocer. Las imágenes de estaciones incendiadas, cuarteles de policías y militares atacados y ciudades paralizadas revelaban una crisis social descontrolada y una amenaza real al orden democrático.
El gobierno de Sebastián Piñera, sobrepasado por la magnitud de los hechos, enfrentó una tensión inédita y la encrucijada de usar el control de la fuerza pública del Estado para reprimir el desorden público y la violencia desbordada, que acompañaron y luego empañaron las movilizaciones ciudadanas, o intentar buscar una salida política a la crisis más profunda de Chile en décadas. Afortunadamente, optó por lo segundo.
Recuerdo lúcidamente esos duros días. Recuerdo el descontrol total de la ciudadanía y de sus representantes políticos en el Congreso. Saqueos, incendios, en supermercados, transporte públicos y medios de comunicación, ataques al metro, a las comisarías y cuarteles del ejército incentivados por una furia desbordada que vio en ese minuto al Estado y gobierno de turno como su enemigo. Recuerdo la validación de la violencia como instrumento político que incluyó homenajes en el Congreso a los primera línea (manifestantes encapuchados y violentos) y la transformación de los conductores de los matinales en amplificadores del malestar y defensores de los miedos de gente, lo que al poco tiempo decantó en políticas populistas, como los retiros del 10% que terminaron afectando profundamente los bolsillos de la gente. Recuerdo las noticias alarmantes de las que todos se hicieron eco por esos días y cómo el gobierno logró a duras penas sortear esta crisis y convencer finalmente al mundo político (porque los extremos se restaron) de la importancia de encontrar una salida democrática a la revuelta. Lo recuerdo porque fui parte de ese grupo de hombres que creyó (y sigo creyendo) que el diálogo y los acuerdos, sobre la base del respeto y del reconocimiento de las diferencias, eran el único camino para solucionar esta crisis y evitar que nuestro país tuviera un quiebre institucional de insospechadas consecuencias.
Fue un equilibrio precario, por cierto, que dejó heridas abiertas en todos los sectores. Aunque vale la penar resaltar que la mayoría del Congreso comprendió afortunadamente –quizás por única vez en mucho tiempo– que la inacción podía tener consecuencias irreversibles. En este contexto, emergió el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, firmado el 15 de noviembre de 2019, una decisión que permitió canalizar institucionalmente el descontento. No fue una salida perfecta, pero fue una salida política, y eso, en medio del caos, vale más que cualquier idealismo. Chile no se quebró porque, a pesar de todo, prevaleció la convicción de que la política sigue siendo el camino, no la violencia. Aunque, para ser justos y precisos, la revuelta social, que comenzó a decaer en los meses del verano y que amenazaba con volver con más fuerza en marzo de 2020, finalmente se apagó con la pandemia.
Uno de los mayores aprendizajes que dejó el estallido social es el peligro de legitimar la violencia como medio de cambio político. Lo que comenzó como una reivindicación social derivó rápidamente en una justificación moral del vandalismo. Parte del discurso público toleró –o incluso celebró– la destrucción, bajo la idea de que “era la única forma de ser escuchados”. Ese error cultural y político tuvo un costo altísimo. Las microempresas destruidas, los empleos perdidos, los espacios públicos vandalizados y el miedo cotidiano que se instaló en millones de chilenos fueron consecuencias concretas de esta retórica irresponsable. Se sembró la idea de que todo orden es opresión, que toda autoridad es abusiva y que el caos podía ser un camino legítimo hacia la justicia. Pero la historia enseña lo contrario, ya que cuando la violencia se vuelve política, la política desaparece. Y, con ella, el diálogo, la confianza y el respeto por las reglas comunes.
Seis años después, las demandas que dieron origen al estallido siguen ahí, esperando respuestas que no llegaron o que llegaron a medias. Si bien se avanzó en una reforma para mejorar las pensiones, todavía falta mucho por hacer frente a las brechas en salud, a la desigualdad territorial, a la precariedad laboral y a la falta de acceso a una vivienda digna, que siguen golpeando a millones de chilenos. El problema es que el país se desgastó tanto en la discusión constitucional y en el enfrentamiento ideológico, que olvidó la raíz del malestar. En lugar de fortalecer el Estado y modernizarlo para responder con eficiencia y equidad, se optó por debates identitarios, refundacionales o puramente simbólicos. Mientras tanto, el ciudadano común –el que madruga, paga impuestos y no marcha– siguió enfrentando los mismos problemas de siempre, pero ahora con más incertidumbre y con un costo de vida infinitamente más alto, propiciado principalmente por la inflación de los últimos años. Esa desconexión entre la élite política y la vida real sigue siendo una bomba de tiempo que puede estallar.
Sin perjuicio de lo anterior, Chile decidió resolver su crisis a través de la política y no de la imposición. El proceso constitucional, con todos sus tropiezos, fue una apuesta por la deliberación democrática. Que el país haya rechazado dos propuestas constitucionales no es necesariamente una derrota del sistema; en lo personal, creo que es una prueba de su madurez. La ciudadanía, al final, actuó con más sensatez que buena parte de su clase política. El aprendizaje es que los cambios deben surgir del diálogo y no del miedo. En un contexto latinoamericano donde las instituciones suelen ceder ante el populismo o el autoritarismo, Chile sigue teniendo un capital que no puede desperdiciar y que es la confianza –aunque debilitada– en las reglas del juego democrático.
Los procesos constituyentes fallidos merecen una reflexión aparte, porque fueron, en muchos sentidos, el espejo más claro de la crisis política e identitaria que Chile atraviesa. Lo que comenzó como una oportunidad histórica para construir un nuevo pacto social terminó convertido en una secuencia de frustraciones colectivas. El primer proceso, dominado por una lógica refundacional y por la captura ideológica de los extremos, transformó la deliberación democrática en un laboratorio de consignas. Se confundió participación con espectáculo y pluralismo con desorden.
El segundo proceso, impulsado como una corrección del anterior, cayó en el error opuesto, el del excesivo cálculo político y la falta de empatía ciudadana. El resultado fue un rechazo contundente que dejó al país en una suerte de limbo constitucional, con la Carta de 1980 –ampliamente cuestionada– aún en pie. Paradójicamente, estos fracasos ratificaron no solo la vigencia de la actual Constitución, sino también la resiliencia institucional del país.
La “Constitución de los 80” ha sido reformada más de sesenta veces, y en los últimos años se han introducido cambios relevantes que la han alejado de su matriz original. Reformas al Tribunal Constitucional, la eliminación del sistema binominal, la incorporación de derechos sociales y, sobre todo, las nuevas leyes en materia de seguridad y orden público muestran que el marco institucional chileno tiene una capacidad de adaptación que sus críticos rara vez reconocen. No es una Constitución estática, hoy día es un texto vivo, moldeado por la democracia y que ya no tiene los cerrojos (se cambió el quórum para hacer reformas desde los 2/3 a los 3/5) que venían desde la imposición.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que el solo fortalecimiento institucional basta para garantizar estabilidad. El sistema político chileno sigue adoleciendo de un mal estructural: su fragmentación extrema. Hoy, el Congreso está compuesto por más de veinte fuerzas políticas, muchas de ellas sin programa ni disciplina partidaria real. La lógica del microcaudillismo, de los partidos personales y del cálculo electoral permanente ha convertido la gobernabilidad en un campo minado. Las reformas políticas de las últimas décadas, bien intencionadas en su propósito de ampliar la representación, terminaron debilitando la capacidad de decisión.
El país necesita una reforma política que desincentive la dispersión y la polarización. Necesita construir mecanismos que obliguen a la convergencia, al acuerdo y a la responsabilidad. La fragmentación no es diversidad, es debilidad. Y en sociedades donde la debilidad institucional se combina con frustración social, el populismo encuentra terreno fértil. El caudillismo nace del vacío de un sistema que deja de ofrecer certezas. Chile, en ese sentido, se encuentra ante una encrucijada histórica entre reconstruir un sistema político capaz de articular acuerdos estables y mayorías legítimas, o continuar atrapado en una lógica pendular, donde cada elección se vive como una revancha. Las democracias maduras se consolidan cuando las diferencias no destruyen la cooperación, y hoy el gran desafío chileno es precisamente pasar del antagonismo a la colaboración.
El estallido social también dejó una profunda lección comunicacional. La gestión comunicacional del Estado, lenta y tecnocrática, no supo leer el tono emocional del país. Esa desconexión entre el lenguaje técnico y la angustia ciudadana fue un error que ningún gobierno puede volver a cometer. La comunicación en una crisis no solo se trata de informar, tiene que contener y ayudar a encauzar el problema.
Hoy, cuando las encuestas reflejan un desencanto generalizado con la política, las tentaciones populistas y los candidatos que representan a los sectores más radicales vuelven a aparecer con fuerza. A la izquierda y a la derecha, se escuchan voces que prometen soluciones fáciles, rápidas y sin costos. Pero toda promesa sin responsabilidad, sin diálogo y acuerdos es una trampa.
A seis años del estallido, el país parece haber recuperado cierta calma, pero no necesariamente dirección y propósito. El desafío de los próximos años será reconstruir la confianza entre ciudadanos e instituciones, entre el Estado y la sociedad, entre el pasado y el futuro. Chile sobrevivió al estallido no por azar, sino porque, en el momento más oscuro, hubo sectores que entendieron que el diálogo, la Constitución y la democracia son límites infranqueables.
Con todo, el estallido social fue un llamado de atención, no una épica. Fue un recordatorio de que el progreso material no basta si no se acompaña de sentido, pertenencia y justicia. Pero también fue la advertencia de que cuando la sociedad renuncia al orden, lo que sigue no es libertad, sino descomposición. Seis años después, el país sigue buscando un equilibrio entre la memoria y la esperanza. La tarea es clara y tiene que ver con aprender del pasado sin romantizarlo, mirar el futuro sin ingenuidad, y sostener con firmeza las instituciones que nos permiten convivir en paz. Porque si algo nos enseñó el 18 de octubre es que destruir es fácil. Lo difícil –y lo verdaderamente revolucionario– es construir.
*Director consulting.