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Dialogo entre samuel cabanchik y Simona Forti

El terrorismo es uno de los nuevos demonios

La pensadora italiana, autora del libro Los nuevos demonios, habló para PERFIL con el filósofo acerca de cómo en la realidad el concepto de lo demoníaco deja de ser algo abstracto y se convierte en algo concretísimo: las acciones terroristas de las últimas semanas son la demostración de que la ideología es también una forma de moral.

William Blake. El pintor y poeta inglés le puso imágenes al mal. La obra, El dragón rojo y la mujer vestida de sol (entre 1806-1809).
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Cabanchik: —Según se ha dicho, “los libros deben ser leídos con la misma intensidad y dedicación con que fueron escritos”. Tan importante como esto es que el espacio de la lectura propicie un encuentro entre el plano esencial de la obra y su recepción. En este sentido, tu libro más reciente, Los nuevos demonios. Repensar hoy el mal y el poder (Buenos Aires, Edhasa), si bien se mueve en diversos planos complejos, pareciera integrarlos todos a partir de la dimensión ética. ¿Estás de acuerdo con esta lectura? ¿Nos convoca tu libro a un compromiso ético? Más aún, ¿es su enunciación misma un acto ético?
Forti: —Sí, muchas gracias por esta observación, porque en las distintas recepciones que el libro ya ha tenido en Italia y en EE.UU. pocas personas han entendido esto: que el libro es también y principalmente un gesto ético, no moral. Hago esta distinción con el sentido de similares distinciones realizadas en las obras de Hannah Arendt y de Michael Foucault. De acuerdo con las mismas, la moral se identifica con un código de reglas que se sigue, mientras que la ética implica adoptar una postura y estar abierto a la contingencia, en un sentido no diverso al que comporta la política, pues ambas pertenecen a la esfera pública, colectiva.
C: —Es interesante tu observación, sobre todo si la pensamos a través del famoso relato con el que finalizás tu libro, en el que dialogan Alejandro Magno y Diógenes el Cínico. Recordemos que aquél buscaba a Diógenes para conocerlo personalmente, dado que de no haber sido el hombre más poderoso de la Tierra le hubiera gustado vivir la vida del filósofo. Lo encontró en la playa tomando sol desnudo y, según nos recordás, le hizo la pregunta de los poderosos: “¿qué puedo hacer por ti?”. A lo que Diógenes respondió que lo único que quería de él era que se corriera un poco, ya que le estaba quitando el sol. A partir de esa escena, te preguntás y nos interpelás, en el final mismo de tu libro, en estos términos: “¿Acaso podemos imaginar el sentido de absoluta libertad que también habríamos experimentado nosotros en su lugar si hubiéramos actuado, por una vez, sabiendo que vida y muerte se pertenecen entre sí?”. Este poderoso interrogante me lleva a mi vez a preguntarte si dirías entonces que Diógenes no sólo es un personaje ético sino político.
F: —Ciertamente, y en forma paradójica, Diógenes vive a la vez una vida ética y una vida política.
C: —En este caso, ¿el rechazo de Diógenes ante el más poderoso podría asimilarse parcialmente al espíritu de la desobediencia civil de Thoreau?
F: —La desobediencia civil es siempre una acción organizada, acordada, mientras que el sentido en el que yo identifico ética y política pretende ser más fundamental, referido a un modo de estar en el mundo que no necesariamente desemboca en una organización de la sociedad civil, aunque puede expresarse en ello.
C: —A través del amplio recorrido intenso y extenso de tu libro se discierne una tesis esencial: que hoy el principal escenario del mal acontece en el marco de la normalidad en que vivimos. Retomás así, aunque corregida, la célebre expresión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. Es claro que arribás a esta tesis después de la ponderación y crítica de lo que llamás “paradigma Dostoievski”. ¿Podrías reponer brevemente las líneas fundamentales de tu argumento?
F: —La expresión “la normalidad del mal” no pretende afirmar que en todo momento, en nuestra cotidianeidad, el mal está presente, sino más bien que es una potencia permanente. Se trata de una potencia, no actualizada en cada instancia de nuestra vida, pero sin embargo con eficacia sobre ella, sobre su organización y su sistematicidad. Para apreciar este estado de cosas es esencial que trascendamos lo que llamo “paradigma Dostoievski”, incluso que encontremos en él la complejidad del mal, que no sólo se vale “del Gran Demonio”, sino de los demonios mediocres que pululan por su escenario. Es la escena en que antes que la absolutización de la muerte se trata de la absolutización de la vida.
C: —A propósito de la relación vida-muerte, tu relectura del dualismo freudiano Eros-Tánatos en términos de una ambivalencia estructural parece jugar un papel estratégico a lo largo del libro, ¿qué puede aportarnos hoy para forjar nuevas respuestas frente al mal?
F: —Está implícito en todo el libro que junto a una lectura canónica de ese dualismo, que contribuye a establecer el “paradigma Dostoievski”, hay lugar para su relectura en términos de una auténtica ambivalencia. Toda la segunda parte del libro responde a esta relectura. La tesis profunda del libro, en este sentido, es que separar vida y muerte, absolutizar el dualismo en términos de una separación entre ambas pulsiones, la de la vida y la de muerte, es una condición de posibilidad del mal. Mi investigación en este campo continúa especialmente a partir de las concepciones lacanianas sobre el goce.  
C: —Volviendo al encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes el Cínico, es decir, entre el poder y aquel que lo desprecia con su indiferencia, podría decirse que nos invitás a que seamos un poco como Diógenes, pero con un sentido nuevo: el de renunciar a una vida que se viva a espaldas de su condición mortal, que en su hambre de más vida se expone constantemente a ser engullida por el poder –entiendo que allí radica el mal desde tu perspectiva–, en favor de otra forma de vida abierta plenamente a su mortalidad, ¿sería para vos en esto, entonces, en esta apertura a la ambivalencia vida-muerte, donde radicaría el bien?
F: —Uno de mis puntos de partida es que hoy en día podemos hablar de “la escena del mal” pero no de “la escena del bien”. En nuestra vida, partimos de un a priori mínimo, fáctico, antropogenético que, al constituirnos en sujetos éticos, establece la distinción entre bien y mal. Es precisamente frente a esta condición –sin la cual por otra parte no accederíamos a una posición ética– que se vuelve imprescindible mantener activa la tensión vida-muerte, permanecer abiertos a su mutua imbricación.
C: —¿Por qué recurrentemente usás en el libro, como recién, “escenario o escena del mal”?
F: —Porque el mal no es una sustancia ni una pura negatividad. “Escenario” enfatiza su composición fenoménica, su cristalización de una multitud de situaciones diversas.
C: —¿Dirías entonces que bien y mal no están en el mismo nivel? ¿Es un corolario de tu libro que mientras que el bien es un acto el mal es siempre un dispositivo?
F: —Exactamente. El mal supone siempre la concurrencia de “los demonios medianos o mediocres”; todo ello conforma el escenario en el que se manifiesta y materializa su dispositivo. La filosofía se ha limitado a pensar el mal sobre el plano de los grandes demonios, propio de lo que llamo el “paradigma Dostoievski”, descuidando a esos otros y esenciales demonios mediocres.
C: —En la filosofía contemporánea es materia de debate qué peso debe otorgársele a Auschwitz en un pensamiento comprometido con una noción fuerte de verdad como parece ser el tuyo. En esta materia, pensadores como Alain Badiou y Giorgio Agamben difieren entre sí. ¿Cuál es tu posición al respecto?
F: —Badiou, probablemente a partir de una mala interpretación de Emmanuel Levinas, rechaza el halo sagrado a través del cual Auschwitz se erige en la exclusiva y singular cifra del mal. Por su parte, Agamben sostiene que el campo de concentración es un paradigma de la modernidad. Yo no coincido con ninguno de los dos. Más allá de que acepto que no se trata de un acontecimiento único como encarnación del mal, se vuelve sin embargo fundamental a partir de la cantidad de testimonios y reflexiones a que ha dado lugar, como los de Primo Levi por ejemplo, que son muy valiosos para la filosofía política. Falta aún desplegar la potencia filosófica de sus escritos.
C: —Cuando cerré tu libro, después de leerlo, no sé muy bien por qué, fui en busca de una frase de Thoreau que dice así: “Tenía tres sillas en mi casa: una para la soledad, otra para la amistad y una tercera para la sociedad”. ¿Estarías de acuerdo en decir que requerimos de estas tres sillas para evitar que nuestra potencia de mal se realice?
F: Una muy bella imagen. Entiendo que tu lectura de mi libro la trajo a tu memoria porque ambos sugieren que necesitamos desactivar la apología del hombre-íntegro, del hombre-todo. En una vena nietzscheana, creo que necesitamos aceptar en cambio nuestras fracturas, que es lo
contrario de la esquizofrenia. En esa aceptación, es más difícil que los nuevos demonios hagan su trabajo a favor del mal.