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OPINION

La nueva derecha y su odio a los migrantes

Trump y Milei son algunos de los líderes de derecha que tienen a la migración como centro de sus proyectos. Institucionalización del desprecio, fabricación de enemigos y teorías conspirativas que hay que desentrañar para comprender su avance.

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El escenario político estadounidense atraviesa un preocupante endurecimiento autoritario, impulsado por una nueva derecha, que ha convertido la inmigración en el eje de su retórica de odio. Este sector promueve políticas regresivas, levanta barreras físicas y legales, y reactiva teorías conspirativas como la del “gran reemplazo”: una narrativa abiertamente racista que denuncia un supuesto plan para sustituir a la población blanca nativa mediante una “inmigración masiva”.

Bajo el liderazgo de figuras como Donald Trump, el discurso se traduce en acciones concretas que vulneran derechos humanos fundamentales. El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) actúa como un brazo represivo con amplias facultades para detener, deportar y hostigar (por cierto, la profesora estadounidense Danielle Harlow, ingeniera en sistemas, creó el Rastreador de Desaparecidos para registrar a más de 4 mil personas detenidas durante las redadas migratorias de Trump y evitar que se pierdan en el sistema).

En este marco de discursos de odio y persecución se inscribe el Project 2025, impulsado por la Heritage Foundation (una de las principales usinas de ideas de la nueva derecha estadounidense), que propuso las redadas masivas, centros de detención, la eliminación del asilo y la militarización de las fronteras. Esta agenda es llevada adelante por figuras como la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem (quien incluso justificó prácticas crueles como matar de un tiro a su propia mascota porque “no podía adiestrarla”), y encuentra ecos en líderes latinoamericanos como Nayib Bukele, cuya gestión autoritaria es celebrada por referentes como la ministra argentina Patricia Bullrich.

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En algunos meses, cuando llegue la Navidad y muchos políticos y militantes de la nueva derecha asistan devotamente a misa, será oportuno recordar una contradicción que revela la profundidad de su hipocresía. Mientras impulsan políticas que persiguen a refugiados y criminalizan la migración, celebrarán con entusiasmo el nacimiento de un niño que, según su propia fe, fue parte de una familia de refugiados desesperados por hallar asilo. María y José (una joven pareja de Oriente Próximo) buscaron refugio en condiciones desesperantes (Mateo 2:13-15). Más aún, según Mateo 25:35-40, Jesús habría dicho: “Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recibisteis”.

Soy atea, pero si van a introducir la religión en la vida pública (algo que no solamente está mal, sino que es profundamente peligroso), que al menos tengan la coherencia de no traicionar los valores que dicen defender cuando se vuelven incómodos. Jesús fue, literalmente, un niño refugiado político. Así que si van a armar el pesebre mientras aplauden deportaciones, campos de detención y políticas inhumanas, háganse cargo: están celebrando una historia que, en el fondo, contradicen con cada acto y comentario el resto del año.

En resumidas cuentas, la historia de Jesús empieza con sus padres huyendo de la persecución. Esto deja en evidencia cómo se manipulan los símbolos religiosos para justificar nacionalismos, ignorando la compasión. El contraste es elocuente: si Jesús regresara hoy tal como lo presenta la tradición cristiana (pobre, migrante, carpintero, sin documentación, sin visas ni apariencia europea), difícilmente sería recibido con los brazos abiertos por quienes hoy alzan cruces con una mano y sellan órdenes de deportación con la otra. Los mismos que consideran que un óvulo fertilizado es una “persona” con plenos derechos no dudan en negar la humanidad de familias enteras que huyen por su supervivencia cruzando selvas y desiertos.

“Esos pobres van a robar los puestos de trabajo”.

La aporofobia (el rechazo o desprecio hacia las personas pobres) se ha convertido en un eje central de la nueva derecha de Trump, Milei, Meloni, Abascal y demás. Las políticas migratorias más duras no se dirigen contra quienes llegan con capital o contactos, sino contra quienes huyen de la pobreza y de la guerra. No es casual: nadie pone trabas a los inversionistas. Como señala Irene Vallejo (2025), “nadie llama inmigrante a un deportista millonario ni a un ejecutivo extranjero”. La lógica es clara. Hace unos meses, cuando se le preguntó a Donald Trump si los oligarcas rusos podían acceder a la gold card (una visa vendida por el gobierno de Trump por 5 millones de dólares), respondió que sí, y que incluso conocía a varios. “Son personas muy simpáticas”, dijo.

Ningún inmigrante cruza una frontera para invadir, destruir una cultura o “contaminar” una “identidad nacional”. Esa idea es una fantasía delirante del racismo supremacista, sostenida por dos grandes mentiras: que existen “razas superiores e inferiores”, y que hay grupos de personas (a los que hoy llaman woke, es decir, cualquiera que no se someta a su visión medieval del mundo, y que, además, han sido históricamente perseguidos y asesinados) que conspiran para reemplazar a los hombres blancos heterosexuales (muchos de estos últimos, los que adhieren a la nueva derecha, están enfurecidos y culpan al feminismo de que la misoginia ya no sea socialmente aceptada como antes).

La paranoia funciona como justificación del odio, la violencia y las políticas de exclusión, presentadas como actos de “autodefensa” frente a los supuestos “canceladores woke”. La nueva derecha, por ejemplo, se queja de que ya no puede hacer bromas racistas, homofóbicas o transfóbicas sin consecuencias, y vende eso como una amenaza a la libertad de expresión. Lo paradójico es que esa queja la hacen desde los micrófonos más grandes: medios masivos, redes sociales, podcasts y plataformas con millones de seguidores.

“Los inmigrantes nos están invadiendo”.

Milei, Trump, Meloni y demás insisten en hablar de inmigración como una “invasión” porque necesitan convertirla en amenaza. De hecho, Tom Cotton, conocido senador republicano de Arkansas, obsesionado con atacar a las personas trans y estrecho aliado de Trump, dijo que Biden “dio la bienvenida a una invasión del Tercer Mundo”. Pero recordemos: cuando un país es invadido, lo hacen ejércitos, no personas buscando empleo. Los inmigrantes no cruzan fronteras para conquistar, sino para trabajar, sobrevivir y construir una vida mejor. Equipararlos con una fuerza invasora no solo es falso, sino profundamente deshumanizante.

De hecho, los inmigrantes crean empresas a un ritmo significativamente mayor al de los nacidos en Estados Unidos, y también amplían la demanda de bienes y servicios como consumidores activos, además de aportar una porción considerable de los ingresos fiscales. No destruyen el país, ni siquiera quienes no dominan el inglés. Según Immigration Research Initiative, contribuyen con el 17% del PBI, y en su mayoría están en edad laboral. La inmigración impulsa el crecimiento económico y el PBI per cápita. Si los empleos fueran un número fijo, el crecimiento poblacional habría elevado el desempleo, pero eso no ocurre. Afirmar que los inmigrantes “roban empleos” es simplemente falso: amplían el mercado laboral y generan nuevas oportunidades. No migran por beneficios sociales, migran para trabajar.

De hecho, los datos muestran que los inmigrantes no son una “carga” para los contribuyentes, como quieren hacernos creer los populistas de la nueva derecha: según la Encuesta sobre Ingresos y Participación en Programas de Estados Unidos (SIPP), en 2020 los inmigrantes consumieron un 27% menos de prestaciones sociales per cápita que los ciudadanos nativos. Es decir, son estos últimos quienes hacen un mayor uso de los recursos estatales. Además, millones de inmigrantes indocumentados pagan impuestos sin recibir beneficios de la seguridad social, muchos de ellos trabajando con números o documentos ajenos para poder entrar al mercado laboral.

En promedio, un inmigrante y sus descendientes aportan 80 mil dólares más en impuestos de lo que reciben. Si tienen educación universitaria, ese aporte neto asciende a 198 mil dólares. La Ley de Reforma a la Beneficencia Pública de 1996 ya había restringido significativamente el acceso de los inmigrantes a programas sociales, reduciendo aún más su uso de estas ayudas. En síntesis: los inmigrantes aportan más de lo que consumen y, a largo plazo, generan beneficios fiscales sustanciales. El argumento de cerrar las puertas por temor a que “se aprovechen” del Estado de bienestar es un lugar común entre políticos obsesionados con el “gasto público” (aunque ese celo desaparece cuando se trata de partidas que sí les interesan).

“Los inmigrantes son criminales”.

En términos generales, los inmigrantes presentan una menor propensión a cometer delitos en comparación con los ciudadanos nativos. Esa es la evidencia empírica. En Estados Unidos, los datos disponibles indican que las tasas de criminalidad y encarcelamiento son más bajas entre los inmigrantes, incluso entre aquellos en situación migratoria irregular. Esto se explica, en parte, porque muchos inmigrantes están particularmente motivados a respetar la ley, ya que cualquier infracción podría poner en riesgo su posibilidad de acceder a la residencia o ciudadanía. Quienes se encuentran en situación irregular, además, tienden a evitar la exposición pública para no comprometer su estabilidad, sus bienes o la inversión personal (de dinero y de tiempo) que implicó migrar.

De hecho, los ciudadanos estadounidenses cometen más delitos que los inmigrantes: tres cuartas partes de los traficantes de drogas son estadounidenses, y la mayoría de las drogas y armas ingresan al país por puertos legales. Asimismo, las agresiones sexuales son más frecuentes entre ciudadanos estadounidenses que entre inmigrantes, sean legales o sin documentos. Informes de la National Academy of Sciences (2015) y del Marshall Project en conjunto con The New York Times han documentado que, entre 1980 y 2016, en más de 200 condados de Estados Unidos, el aumento de población inmigrante no estuvo asociado a un incremento del crimen; en muchos casos, incluso se registró una disminución.

En Europa, un informe del Instituto Alemán de Política Económica (IFO) concluyó en 2024 que en Alemania no existe una mayor tasa de criminalidad ni correlación entre el delito y la presencia de inmigrantes y refugiados entre 2018 y 2023. A pesar de estos datos, la narrativa falsa persiste en el discurso electoral, promovida por figuras como Alice Weidel, líder del partido ultraderechista AfD, que en 2025 se consolidó como la segunda fuerza política en Alemania. El mito de que la inmigración “dispara el crimen” no resiste el contraste con los datos. Es propaganda, no estadística; el núcleo de un racismo maquillado de política pública.

“Van a reemplazarnos y destruir nuestra pureza”.

Donald Trump, nieto de inmigrantes alemanes e hijo de una inmigrante escocesa, ha cultivado una xenofobia selectiva. Manifiesta su preferencia por inmigrantes de países nórdicos mientras lanza ataques contra comunidades latinoamericanas. A los mexicanos los llamó “criminales, traficantes y violadores”, aunque luego agregó: “Algunos, presumiblemente, son buenas personas”. En 2015 declaró: “No quiero nada con México, más que construir un muro impenetrable”. Durante un debate, afirmó sin pruebas que inmigrantes haitianos en Ohio “se están comiendo a los perros, a los gatos, a las mascotas”. Funcionarios locales desmintieron sus dichos, pero tras sus declaraciones se registraron ataques a la comunidad haitiana. Una mentira racista desde el podio puede convertirse en violencia real. Si eso no es racismo, ¿entonces qué es?

El odio apunta a “otros” con culturas, idiomas y colores distintos, a quienes se culpa de los males del país. En 2023, durante un mitin en Nueva Hampshire, Trump declaró: “Vienen de África, Asia, Latinoamérica... Están arruinando nuestro país. Están destruyendo la sangre de nuestro país”. La realidad es que solemos pensar que los nazis desaparecieron con la derrota en la Segunda Guerra Mundial. Pero no: siguen ahí, y cada vez se sienten más cómodos mostrándose en público.

La nueva derecha se nutre del goce de la crueldad. Políticos, influencers, podcasters, empresarios e incels encuentran placer en destrozar al otro, convirtiendo el miedo y el odio en espectáculo. Se regodean en la humillación del prójimo mientras se autoproclaman defensores de una supuesta “religión del amor”. Esa hipocresía descarnada revela lo esencial: detrás de la fachada moralista y el “poder transformador de Dios”, lo que realmente los mueve es el placer de excluir, de someter, de ejercer poder desde la crueldad.

*Escritora, conferencista internacional y analista, licenciada en Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas. Es autora de varios libros, el más reciente, La nueva derecha: qué es, cuáles son sus obsesiones y por qué representa un peligro para nuestras democracias.