La Noche de los Bastones Largos aún es difícil de explicar. No tanto por la complejidad de sus causas sino por lo absurdo de sus consecuencias. Brevemente: durante una noche el gobierno de facto del teniente general Juan Carlos Onganía destruyó el núcleo de las capacidades científicas y tecnológicas del país en el momento en que se estaba gestando la economía del conocimiento.
Tal vez la dictadura no sospechaba la catástrofe que estaba precipitando. Tan sólo se ocupaba de desactivar “el nido de subversivos” a cualquier costo. Arqueo de caja que podríamos estimar en rojos millonarios, sin incluir los pasivos que realmente importan, los que no podemos contar.
Cuando añoramos glorias tecnológicas es común escuchar la pregunta: ¿es verdad que no nos dejan desarrollarnos? Retórica maniquea que asigna nuestro subdesarrollo a alguna dominación extranjera. Entonces conviene recordar que el golpe de Estado del que hablamos se autodenominó Revolución Argentina. Sus excesos con orgullo los ejecutaron argentinos para salvar su versión de la patria. Represión quirúrgica con un objetivo primario: intelectuales creativos cosmopolitas.
Una limpieza cultural que militares, periodistas, militantes nacionalistas y miembros de la Iglesia Católica exigían y debía ser profunda. La presión de los duros se sentía cuando en plena calle Florida los jóvenes de Tradición, Familia y Propiedad (TFP) gritaban: ¡A degüello con los hippies!
La noche del 29 de julio de 1966 la Dirección General de Orden Urbano de la Policía Federal, siguiendo órdenes de Onganía, irrumpió en cinco facultades de UBA para desalojar de sus claustros a estudiantes, profesores, autoridades y graduados que los habían ocupado en protesta por la intervención.
La represión sobreactuó una humillación pública. Cuando las autoridades académicas se animaron a preguntar, recibieron palos en la cabeza hasta sangrar. Palos para todos. Los policías formaron en dos filas un túnel con los bastones largos antes de la salida por el que hicieron pasar a cada uno de los ocupantes, desde investigadores consagrados hasta jóvenes científicos. Humillación para el libre pensamiento y el nuevo rol de la mujer. Dos pilares fundamentales de nuestra democracia que están lejos de asegurarse como atestigua #NiUnaMenos.
Exhiben hoy los paredones de la playa de estacionamiento de la Manzana de las Luces las fotos de los rostros desconcertados. Transeúntes y turistas se enteran que allí, en el número 222 de la calle Perú, funcionaba la Facultad de Ciencias, epicentro de aquella mítica universidad modernizadora, cuna de dos de los tres Premios Nobel, donde la dictadura oscurantista pegó duro.
La era dorada de la universidad argentina consolidó la práctica de la ciencia moderna, demostró que era posible la aplicación del conocimiento a la resolución de problemas del desarrollo y fundamentalmente se constituyó en la institución-usina de la modernización de la cultura argentina y latinoamericana. Un faro continental que brilló con luz propia por una década.
La universidad profesionalista anterior marginaba a la ciencia a tareas de pioneros, en algunos casos perseguidos, como Bernardo Houssay. La nueva universidad de investigación promovió al profesor investigador con dedicación completa seleccionado por concurso. Su formación debía incluir estudios en el exterior y se esperaba que volviera formado con publicaciones propias dispuesto a arraigar su ciencia en el país.
La creación del Conicet, en 1956, fue un hito para institucionalizar la evaluación y el financiamiento adecuados. Pero el cambio de rumbo de la relación entre ciencia y poder se inició con el affaire Richter en 1951. Para desandar el error de la fusión nuclear en la isla Huemul y poner en marcha un verdadero plan nuclear de investigación y desarrollo, Juan Perón convocó a científicos argentinos de prestigio; inició así una agenda pragmática de desarrollo que se convirtió en política de Estado.
Físicos e ingenieros nucleares argentinos probos tomaron control de las experimentaciones y la formación del Instituto Balseiro, y pudieron por primera vez acceder a inversiones estatales de fuste. El desarrollo de tecnología nuclear autónoma de un país en vías de desarrollo presentó evidencia de su avance el 17 de enero de 1958, en la primera reacción nuclear artificial producida en el reactor de experimentación RA-1.
La relación virtuosa entre ciencia, tecnología y desarrollo fue un sueño posible para la nueva dirigencia universitaria. La universidad pública puso en marcha una experiencia social transformadora que abrió la cultura a los movimientos de vanguardia. Fundó Eudeba, que exportó libros a toda Latinoamérica. La renovación cultural fue estimulada con el cultivo de nuevos campos de conocimiento avanzado, como la psicología y la sociología. Gino Germani fundó la sociología moderna en la Argentina e introdujo los estudios de estructura social y procesos de secularización.
Prácticas científicas, junto con las artísticas, rechazadas por el integrismo nacionalista por provocadoras de desvíos libertinos. Creían que había un nido de subversivos. Lo que en realidad había era un grupo de científicos brillantes, preocupados por conectar la ciencia y la tecnología con un modelo de desarrollo de país, decía Sara Rietti, primera química nuclear del país.
Fue un castigo colectivo para mujeres y hombres que intentaban producir conocimiento original para el país. Para mujeres pioneras como Sara, que imaginaban para sí una vida fuera del dominio patriarcal. O para hombres como Rolando García, Manuel Sadosky u Oscar Varsavsky, que soñaban con aplicar conocimiento para desarrollar el país. Acusarlos de izquierdistas funcionó como excusa para barrer con todo. Dijo García: “Cuando nos criticaban por izquierda no sabían para dónde íbamos, cuando lo hacían por derecha sabían perfectamente”. Lejos de la visión distorsionada de la dictadura, el cogobierno universitario se ejercía mediante el debate abierto entre reformistas y humanistas.
Nos puede sonar hasta naïf esta violencia frente al horror del terrorismo de Estado o el internacional, pero todavía estamos lejos de liberarnos de esa tutela integrista. Además de traicionar a los fundadores de la Argentina republicana, la barbarie paranoica sigue rifando el prestigio internacional que la ciencia argentina se ganó a mediados del siglo XX.
Al día siguiente de esa noche de 1966, Warren Ambrose, profesor de matemáticas del MIT, de visita en la Argentina, relató a The New York Times los golpes que había recibido en su académica cabeza. No encontraba explicaciones para "el odio" del gobierno por los universitarios, y concluía: “Esta conducta va a retrasar seriamente el desarrollo del país por muchas razones, entre las que se encuentra el hecho de que muchos de los mejores profesores se van a ir del país”. Las estadísticas del fenómeno de “fuga de cerebros” de los años siguientes mostraron que la intolerancia
fue el arma más poderosa para detener el desarrollo. Se calcula que más de 1.400 profesores, graduados y estudiantes emigraron a universidades extranjeras.
Es difícil tomar real dimensión de lo catastrófico de esa maldita noche si no consideramos la saña con la que el régimen de Onganía trató a Clementina, la primera computadora científica de América Latina. A sólo tres años de crearse el prototipo de internet en los Estados Unidos, en los albores de la era de la información, aquí la Revolución Argentina se dio el lujo de dejar de usarla y desmantelar el equipo de setenta
investigadores en ciencias de la computación del Instituto de Cálculo de Ciencias Exactas, liderados por Sadosky. Mucho antes del código abierto cesantearon, cuando más los necesitábamos, a científicos computacionales expertos en modelización aplicada a problemas ambientales, gestión estatal y producción industrial.
Las ondas expansivas de aquella noche diezmaron a la UBA pero dejaron espacios institucionales de refugio que sirvieron de exilio interno. Instituciones como la CNEA o universidades públicas en las provincias menos expuestas siguieron albergando a pensadores de la tecnología nacional, como Jorge A. Sabato. También empresas privadas que desarrollaron proyectos tecnológicos ambiciosos, como FATE electrónica.
Los pocos que pudieron volver en 1983 se unieron a Sadosky cuando Raúl Alfonsín lo nombró secretario de Ciencia y Tecnología. La barbarie volvió en los 90 con el cierre de la Escuela Latinoamericana de Informática (Eslai), obra dilecta de Sadosky. Sólo esta última década, con el programa Raíces y el ministerio la ciencia se puso en pie.
El legado de la Noche de los Bastones Largos es aquel que los palos no pudieron alcanzar: las ideas de García, Varsavsky, Sabato y Sadosky. Ellos imaginaron un país en el que el pensamiento científico-tecnológico abierto pudiera ser un aporte original y eficaz al desarrollo humano. Nos recuerda que aún hay tiempo para intentar cumplir su promesa de un país libre y equitativo. Cada vez estamos más cerca. Recuperamos la democracia y la ciencia, sólo hace falta dirigentes transparentes que no tengan miedo. Nos resta recordar que para los crímenes que nunca prescriben, #NuncaMás.
*Director del Laboratorio de Tecnologías del Aprendizaje en la Escuela de Educación-Universidad de San Andrés.