La danza es una práctica colectiva que nombra, interroga y rehace lo común. En épocas donde la individualidad se celebra como virtud última y la empatía queda supeditada a una lógica de mérito y supervivencia, la danza propone otra forma de habitar el mundo y otra forma de libertad.
Preguntar para qué bailamos es urgente y complejo. Sabemos que ensayamos para no normalizar lo que nos inquieta, para buscar formas distintas de escuchar y de responder. El entrenamiento constante y la repetición son herramientas de exploración. Improvisamos para poner el cuerpo en conversación con las preguntas que nos atraviesan y componemos para traducir esa conversación en imágenes que vuelven a circular entre otros cuerpos.
Mi práctica es colectiva. Trabajo con una compañía-escuela por la que han pasado muchos artistas en formación; allí aprendemos colectivamente y sostenemos un oficio que exige disciplina y cuidado mutuo. Mantener el trabajo colectivo en estas épocas es un desafío, pero lo creado hasta ahora como grupo estimula y afianza los lazos que nos mantienen activos en la profesión.
Nuestra obra actual, Materia fungible, surge de esa lógica y la lleva más lejos. Nos propuso el desafío de interpretar la contemporaneidad: una dramaturgia que articula texto y danza como fronteras permeables, donde la palabra plantea preguntas que el movimiento desplaza y expande en tiempo real. Contamos con alianzas con artistas de disciplinas diversas; esas miradas convergen para construir una dramaturgia orgánica y polifónica que interroga la fungibilidad de los cuerpos.
El concepto de “cuerpos fungibles” fue el punto de partida. En contextos de políticas de derecha en América Latina, la fungibilidad se revela como una forma de deshumanización: relegar minorías étnicas, mujeres, personas Lgbtq+ y trabajadores precarizados a recursos intercambiables. Las preguntas que impulsaron la creación fueron directas: qué cuerpos han sido despojados de identidad; cómo puede la danza devolverles visibilidad, agencia y valor; cuáles son las consecuencias de esas narrativas sobre la vida corporal.
La práctica deja rastros en el cuerpo. Esos rastros funcionan como archivo vivo. Bailamos para conservar preguntas y hallazgos que no caben en documentos oficiales. Bailamos para observar, procesar y devolver al espacio público una versión sensible de lo que vivimos. La coreografía actúa como memoria colectiva que resiste el olvido impuesto por la prisa y la urgencia de la supervivencia.
Los intentos de deslegitimar la cultura no son incidentales. Cuando la cultura se hostiga se pone en crisis la capacidad de una sociedad para reconocerse en sus diferencias y construir acuerdos. Defender la cultura es defender la posibilidad de pensamiento compartido y la construcción de sentido común que sostiene la democracia. La danza, en este contexto, no es un ornamento: es un componente de la trama social que interpela identidades, soberanías y memorias.
La danza tensiona lo privado y lo público, lo singular y lo plural. A través del trabajo conjunto se aprenden la escucha, el respeto y la responsabilidad hacia el otro. En el “entre” escénico se verifica un acto soberano: artistas y público son coautores de una experiencia que es intransferible y efímera que deja huellas profundas. Esa huella invita a pensarnos como individuos insertos en redes, con miserias y luminosidades compartidas.
Las danzas son preguntas, respuestas, medios y fines. Ensayamos para entender, para resistir la fragmentación social y para imaginar colectivos posibles. Mantener y fortalecer la danza es mantener y fortalecer la capacidad de una sociedad para reconocerse, dialogar y construir horizontes compartidos. En tiempos de soledad normativa, bailar es un acto político que afirma que no estamos condenados a la supervivencia aislada sino convocados a la construcción conjunta.
*Coreógrafo. Director de Compañía de Danza David Señoran.